En el museo de Van Gogh que se encuentra en Ámsterdam, a los asistentes se les pide que observen Los Girasoles a través de un lente, con el fin de observarlo más de cerca, más a profundidad, de forma más íntima. Cuando retiran los ojos del lente, la mayoría se siente un tanto mareada. Es un mareo tan confuso como maravilloso. Es una sensación sublime conocida como el “síndrome de Stendhal”, caracterizado por una reacción física a una cantidad abrumadora de belleza artística que el escritor francés descubrió mientras recorría las calles de Florencia.
Pero Los Girasoles de Van Gogh se pueden también contemplar en una exposición virtual que ofrezca la posibilidad de explorar obras artísticas mediante recorridos 3D y otros formatos que enriquecen la experiencia del visitante. No sólo el arte es accesible mediante la tecnología, los conciertos virtuales, por ejemplo, permiten que personas con gafas de realidad virtual vean el avatar de J Balvin dentro de Fortnite, por ejemplo.
El arte está más al alcance de una persona gracias a la tecnología, y también más intangible. Era el cuerpo el que aprehendía la sensibilidad de Las Meninas, las siete notas musicales que atrapan todo sonido del universo y las columnas que se enredan en la basílica de La Sagrada Familia. Ahora, contemplar el arte parece ser netamente intelectual.
Para Aristóteles, todo conocimiento iniciaba en los sentidos: el alma no pensaba sin imágenes y estas provenían de la experiencia sensible. El mundo se inscribía en nosotros mediante los sentidos. La experiencia estética, entonces, no se podía concebir como una actividad meramente intelectual. Necesitaba concretar el conocimiento. Necesitaba hacerlo carne. “Nada hay en el intelecto que no haya estado antes en los sentidos”, dijo Aristóteles.
En Fenomenología de la Percepción, Maurice Merleau-Ponty lleva esta idea más lejos. El cuerpo no es un objeto, sino el sujeto mismo de la percepción. El humano no “tiene” un cuerpo, el humano es cuerpo y a través de él el mundo se le revela. Una obra de arte, por ende, no se contempla desde fuera, sino que se vive desde dentro. Sólo recorriendo en círculos el David de Miguel Ángel es que se percibe su perfección tallada en piedra; sólo tocando un cuadro impresionista es que se logra capturar el uso de la luz y las texturas; sólo viendo Los Girasoles es que se logra repetir lo que hace tantos años sintió Stendhal.
¿Puede el arte existir sin cuerpo? Walter Benjamin diría que no, pues eso implicaría la pérdida del aura. La presencia irrepetible que tiene una obra en el tiempo y el espacio se pierde con una reproducción digital. “Incluso la reproducción más perfecta carece de una cosa: el aquí y ahora de la obra de arte”. El aquí y el ahora que se traduce en el silencio que se cuela por entre la fijación de la vista y el aguzar del oído. El aquí y el ahora de los sonidos que suben y bajan en movimientos que acarician el alma. El aquí y el ahora en el que constantemente vive el cuerpo sensible que somos.
¿El arte muere con la tecnología? Muere su ontología, el mareo, la textura, el asombro que resulta en escalofríos y una piel erizada. Muere la cercanía corporal. Quizás el filósofo del terror Thomas Ligotti diría que, al contemplar arte de forma digital, nosotros mismos nos convertimos en muertos vivientes: un alma sin cuerpo que se enfrenta a un arte sin su contenido ontológico. El mundo del arte digital es, por consiguiente, un Hades hasta tanto la tecnología no sea capaz de reencarnar el arte, devolverle un cuerpo, tiempo y espacio.