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Dos nombres para tener en cuenta

Nunca se han visto en persona, porque uno vive en Dinamarca y el otro en París, pero además de ser jóvenes y colombianos, David Ramírez y Daniel Otero tienen en común que 2015 fue el año en el que explotaron en las galerías y salones franceses.

Ricardo Abdahllah, París.
16 de noviembre de 2015 - 03:30 a. m.
 El artista paisa David Ramírez. / Steffen T. Nielsen
El artista paisa David Ramírez. / Steffen T. Nielsen

David Ramírez, el rebusque de los recién llegados

Bertrand Schoeller, de la galería de arte Bellechase 55, me muestra una uva en el fondo recortado de un vaso desechable que ha sellado con grapas. En la uva está dibujado el rostro de un hombre con barba.

“Una vez estábamos en una comida y David se puso a dibujarme. Él nunca deja de trabajar. Yo pocas veces he visto algo así”.

Por eso conserva la uva. Y también porque a pesar de que hace apenas un año que lo conoce, Ramírez es el segundo más vendedor de sus artistas, Schoeller decidió organizarle su primera exposición retrospectiva.

Al entrar en la galería los visitantes se encuentran con Qué city más agresiva, una obra de 320 por 180 centímetros que refleja bien la “época Medellín” del trabajo de David Ramírez Gómez. Allí están los personajes de las calles de una ciudad en la que el artista, nacido en 1981 en El Peñol y terminado de criar en Rionegro, pudo apenas vivir durante seis meses cuando comenzó a estudiar bellas artes en la Universidad de Antioquia.

“Lo que pasa es que el estrés y mis hábitos alimenticios terminaron por producirme una úlcera. Así que regresé a Rionegro y de allí durante siete años de carrera viajaba todos los días para las clases”, cuenta Ramírez.

Medellín terminaría también por marcar no sólo el contenido de sus obras, sino esos soportes improvisados que parecen fascinar a los coleccionistas europeos.

“No tenía dinero para comprar en los almacenes especializados, así que iba a donde estaban los recicladores a ver qué lonas tenían o qué podía utilizar como base. Sobre ellos plasmaba los personajes que encontraba en esos sectores, los héroes y bandidos. También la angustia y la paranoia que sentía al recorrerlos”.

Ramírez sigue reciclando materiales, pero también, según Schoeller, “sabe que se puede economizar en todo menos en la calidad de la pintura “y es capaz de sacrificarse por ello”.

Uno de los sacrificios que el artista tenía que hacer cuando en la Feria de Arte de Copenhague, y gracias al también artista colombiano Álvaro Niño conoció al galerista, era desplazarse en bicicleta y autobús con sus trabajos para llevarlos desde la localidad de Aarhus donde reside.

Una serie de felices casualidades.

Su destino inicial en Europa fue Cork, en Irlanda. Allí, en el Triskel Art Center, realizó en 2006 su primera exposición individual fuera de Colombia.

“Quería aprender inglés y, como no podía pagar las clases, empecé a ayudar en la galería del Colombo-Americano de Medellín a cambio de cursos. Primero me propusieron ir a Irlanda con un grupo de artistas por una semana. A los dos días me dijeron que se habían equivocado y no tenían cupo. Al mes volvieron a llamarme: ‘Estamos muy apenados. Te podemos proponer un intercambio de seis meses’”.

El enlace entre Irlanda y Dinamarca fue Sandra, una mujer danesa que Ramírez conoció en un evento artístico en Dublin. Mudarse juntos a Aarhus fue al mismo tiempo el happy end de una historia de amor vivida entre viajes y llamadas con pocos recursos y el primer párrafo de esa vida de inmigrante, que marca toda la segunda mitad del trabajo de Ramírez.

Con la misma fuerza con la que había plasmado la agresividad de las calles de Medellín, Ramírez comenzó a poner sobre sus “lienzos de pvc” la violencia de la burocracia que hace que el sueño de una estabilidad tenga que posponerse año tras año y el desgaste que sufren los cuerpos de los extranjeros entre la incertidumbre, el frío y los problemas económicos: las bocas abiertas, que pintaba en Medellín y donde de los huecos de los dientes faltantes surgían los colmillos de los jaguares del arte precolombino, regresaban como un fantasma al trabajo que presentaba en las exposiciones individuales de su trabajo en ciudades danesas como Albertslund, Copenhague y Jelling. Los superhéroes que salvaban a los personajes de Medellín se convertían en “superinmigrante”, “ese que hay que ser para que los países europeos terminen por aceptarte”.

La inmigración es también el tema del proyecto cinematográfico que lo ocupa actualmente, en el que varios inmigrantes cuentan sus historias en el interior de un autobús sin que se sepa muy bien cuál es su destino final.

“Pero no quiero proyectarlo en salas. Me voy a ir con mi proyector a buscar muros que llamen la atención de la gente y apenas termine la película me voy de nuevo”.

“Uno ve puertas arrancadas y fragmentos de muros porque con el auge del Street Art, la gente no sabe qué inventarse para comercializarlo en galerías. David hace un trabajo que tiene la fuerza del Street Art, pero que puede ser exhibido y coleccionado”, dice Schoeller.

Esa fuerza ha dado para que a Ramírez llegue incluso a comparársele con Basquiat. “Formalmente no tiene nada que ver, pero en talento y potencial sí”, dice Schoeller. Y, por supuesto, la comparación es halagadora”.

Ramírez duda antes de decir que siempre ha sido un gran admirador de los héroes de los cómics y que se siente cercano sobre todo a George Groz. “Ha de ser porque los dos usamos el humor para expresar la sociedad en la que vivimos”, dice.

Un humor de esos que duelen.

El trazo increíble de Daniel Otero Torres

“¿Cuánto vale en los Andes?”, dijo el padre, y el hijo dio una cifra.

“¿Cuáaaaaaanto?” dijo el padre. Cada “á” equivale a un cero en la cifra. El hijo repitió.

“Con esa plata le sale mejor irse a estudiar a Europa”, dijo el padre.

Esa es la historia que cuenta Daniel Otero (Bogotá, 1985) cuando le preguntan cómo fue que terminó en Francia. En los diez años que han pasado desde que llegó, Otero estudió bellas artes, tuvo una residencia en la Cité des Arts de París y comenzó a realizar exposiciones personales en salones y galerías a lo largo de Francia. Una de ellas, Amalgame, presentada en el Instituto de Arte Contemporáneo de Annonany, fue la pieza clave para que el pasado verano fuera elegido para participar en la Bienal de Lyon, la más importante de Francia.

“Cuando vi quiénes eran los jurados, gente de la crema del mundo del arte contemporáneo, me puse a alegar que esos eventos no deberían ser competitivas”, dice en el taller que ocupa en el barrio parisino de Belleveille.

Fue esa crema del mundo del arte la que le dio el primer premio de creación juvenil. Otero dice que uno puede quejarse todo lo que quiera de Facebook, pero que gracias a la red social la noticia se expandió rapídisimo.

Hacerse notar en la Bienal no había sido fácil. “Cuando vi el espacio que me habían dado tuve la impresión de que me había tocado el peorcito. Había un corredor por el que la gente tenía que circular y, sobre todo, una vidriera que daba hacia un jardín y que robaba toda la atención”, comenta.

Lo que hizo fue imaginar la obra como una continuidad de ese jardín. Los visitantes de la Bienal se encontraban de frente con una obra monumental, que además de por sus dimensiones lo era por la densidad de su textura.

Parecía una fotografía. Lo era en un principio. Una fotografía de gran formato con algunas secciones pixeladas, tal vez por un error de impresión. Excepto que impresión no había y cada detalle, incluso los aparentes “bugs” informáticos, había sido trazado a lápiz por Otero.

Los espectadores entendían entonces la enorme complejidad de la obra y, más aún, comenzaban a formar parte de ella. La puesta en escena se completaba con una silueta sentada sosteniendo una gran hoja de palmera, como parodia al exotismo que el público espera de un artista latinoamericano y la maqueta de una casa a medio construir, del tipo que le ha fascinado cada vez que las encuentra en sus viajes.

“Un dispositivo impecable” fue la expresión que utilizó la crítica Lise Guéhenneux, de L'Humanité.

“Siempre se acercan a mirar y es al ver de cerca que entienden que no están frente a una reproducción en el sentido estricto de la palabra. Me interesa mucho esa manera como se cambian los papeles del que mira y el que es mirado”, advierte el artista.

Por eso sus personajes rara vez tienen ojos. “Es así como el espectador les da inconscientemente una o varias expresiones”, explica el artista y también dice que habiéndose formado tan largamente como dibujante, recurre raramente al color.

Entre quienes ha retratado, o re-retratado, hay aventureros que ha cruzado en su camino, personajes urbanos y el polémico y voluminoso exalcalde de Toronto, Rob Ford e indígenas a los que Otero agregó cámaras de video. Todos nacen de fotografías tomadas por él mismo o encontradas en internet, que altera antes de copiarlas a lápiz sobre láminas de metal, agregando así un elemento de profundidad al trabajo.

En la crítica a Summertime, una de sus exposiciones personales anteriores, Etienne Gatti señalaba que “la seducción de los trazos, la minucia de los detalles y el realismo de las texturas acompañan al turista que somos hacia la extrañeza, la incomodidad y el malestar”.

Entre las pocas obras que le quedan, luego de un año en el que ha vendido “tanto que ahora estoy jodido porque ya casi no me queda nada para mostrar”, como dice medio en broma, Otero prepara desde ya su participación en enero de la muestra de arte joven de la galería Thaddaeus Ropac, a la que siguen una exposición personal organizada por Marine Veilleux, la joven galerista que lo cuenta entre sus artistas. El Salón de Dibujo del próximo marzo, en el que también participará, representa para Otero un punto importante a la hora de seguir con la racha de reconocimientos que desde hace dos años y con treinta recién cumplidos, le permite “vivir de lo que hace”. Dice que tras eso retomará varios de sus proyectos, entre ellos el de un falso álbum de vacaciones en el que los subtítulos, tan irónicos como ciertos, parodian los clichés de los turistas. “Y luego una pausa en las exposiciones. Volver a dibujar por dibujar y sobre todo tener la libertad de arrojar a la basura lo que estoy haciendo.

Por Ricardo Abdahllah, París.

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