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Muchos cineastas han intentado volver sobre su infancia para encontrar en ella las huellas de la historia. Mirar hacia atrás no como un ejercicio de documentación, sino como quien reconstruye una emoción: el recuerdo de un país, de una familia. En My Father’s Shadow, el director nigeriano Akinola Davies emprende ese gesto de regreso al pasado. Con un guion escrito junto a su hermano Wale Davies, la película reimagina un día de su niñez en 1993, cuando Nigeria parecía suspenderse entre la promesa democrática y la continuación de la junta militar.
Ese año las elecciones que debían marcar el fin del régimen militar fueron anuladas y se inició un nuevo régimen en el país que se extendería por varios años. Las calles se llenaron de rumores, las radios hablaban de disturbios y el país se asomó otra vez al abismo del autoritarismo. En medio de ese contexto, My Father’s Shadow sigue a dos niños, Akin y Remi, que acompañan a su padre en un viaje desde su aldea hasta Lagos, ciudad costera y capital del país hasta 1991. Van a buscar el salario que le deben de varios meses acumulados, pero el trayecto se convierte en una jornada de descubrimiento: la ciudad, los adultos, la política, el silencio, la belleza, el peligro. Todo se despliega ante ellos como un mundo que todavía no saben nombrar.
Desde el inicio, con la voz en off que dice “In my dreams I will see you” (Te veré en mis sueños), la película se instala en un terreno ambiguo entre el recuerdo y la imaginación. No sabemos si lo que vemos ocurrió realmente o si es una memoria inventada; una forma de reescribir lo que se perdió o una extraña mezcla entre sueños, recuerdos y realidad. En ese sentido, My Father’s Shadow es una evocación más emocional que histórica, donde la infancia se convierte en un espacio desde el cual pensar la experiencia colectiva.
Esa condición de memoria imaginada se manifiesta también en la forma. Filmada en 16 mm por Jermaine Edwards, la textura granulada de la imagen da al relato un espesor casi táctil, como si cada plano fuera una fotografía que ha sobrevivido al tiempo. En el hogar, la cámara se mueve con calma, los encuadres son estables, el mundo parece previsible. Pero cuando la familia deja atrás el pueblo y entra en Lagos, la cámara se vuelve temblorosa, las imágenes se agitan, la luz cambia, y el montaje se vuelve fragmentario y caótico. La forma traduce el desconcierto de los niños, su mirada que observa desde abajo, desde los bordes, sin comprender del todo. Cada plano parece vacilar entre la ternura y el temor, entre lo que recuerdan y lo que no pueden explicar.
A través de esa mirada parcial, Davies construye una memoria compartida: la de un país que aún busca entender su propio pasado, que además sigue impactando su presente. El viaje a Lagos se convierte así en un rito de paso. Los niños comienzan fascinados por la ciudad, pero pronto descubren su violencia y la incertidumbre que la habita. Ese tránsito funciona también como un ritual hacia la adultez: el padre les explica lo que significa ser hombre, tener una familia, asumir una responsabilidad. Pero al mismo tiempo, el descubrimiento de la violencia marca otra forma de iniciación —una en la que el miedo y la pérdida reemplazan la promesa de madurez—. Ese aprendizaje forzado se vuelve el umbral entre la infancia y la conciencia de un mundo que ya no pueden mirar igual.
El film captura ese tránsito entre la inocencia y la conciencia del mundo exterior, de los otros, de un país más complejo de lo que logran comprender aún. La fotografía, el montaje y la música crean una atmósfera que parece flotar entre la nostalgia y el presentimiento. Sin embargo, en medio de esa belleza, la película a veces subraya excesivamente sus símbolos. Los repetidos planos de los militares observando desde camiones o esquinas, las miradas reverenciales hacia el padre, los diálogos que explican lo que ya se ha mostrado, restan sutileza a una propuesta que funciona mejor cuando confía en la fuerza de sus imágenes. Esa reiteración interrumpe el misterio que la película logra construir, como si temiera que el espectador no comprendiera lo suficiente. Tal vez esa insistencia responda al propio dilema del film: habitar un espacio entre lo real y lo soñado, entre la historia y la imaginación, que resulta difícil de aprehender. En ese terreno ambiguo, los subrayados funcionan como señales, como si Davies quisiera recalcar que no se trata de una simple ensoñación, sino de una realidad onírica atravesada por una sombra que ha vuelto a la vida.
My Father’s Shadow hace del recuerdo un espacio donde lo personal y lo político se confunden sin imponerse uno al otro. La historia de una familia se expande hacia la de un país y la memoria de un día se transforma en la de toda una época. En ese cruce entre lo íntimo y lo colectivo, Davies filma no solo lo que fue, sino lo que pudo haber sido. La tensión entre el deseo de un día más con el padre y la certeza de una realidad inevitable y cruel atraviesa toda la narración. Lo que queda en la imagen no es solo el pasado, sino el anhelo de reescribirlo.
Quizás por eso, al final, queda la duda de si todo ocurrió realmente o si fue apenas una memoria inventada. Tal vez los hermanos, al recrear esa jornada, imaginaron el encuentro que no tuvieron, el viaje que no existió. Pero esa invención no pertenece solo a ellos: esa sombra inventada, ese padre que podría estar en su imaginación, también es vista por otros que llegan a interactuar con él. Como si el fantasma, que al principio parece solo de los niños, fuera en realidad el fantasma de toda una comunidad. Esa invención es también una forma de verdad: una manera de sostener lo perdido y hacer visible una historia que todavía busca su forma de ser contada.