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El gran relato

Un poeta, novelista y ensayista se pregunta cómo crear la Ilíada y la Odisea de la Troya colombiana, haciendo un verdadero aporte a la memoria.

William Ospina*, ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
10 de julio de 2016 - 02:00 a. m.
El gran relato

Una de las principales lecciones que nos deja la historia es que al final de las guerras las sociedades tienen la urgente necesidad de un gran relato.

Siquiera simbólicamente, la tradición nos dice que toda Troya necesita una Ilíada, y que después de toda Ilíada, del relato de la guerra, viene una Odisea, el relato del retorno a la normalidad de la vida. Y si bien en la historia de Grecia los poemas homéricos sólo surgieron muchos años después de los hechos, no hay que ignorar que esos poemas fueron el resultado final de muchos cuentos de guerreros, de muchos relatos de viajeros, de muchos rumores fragmentarios de ciudad en ciudad y de isla en isla, inventos de aventureros, plegarias de viudas y de huérfanos, chismes de comadres, hallazgos de la memoria en la noche, al calor del hogar, en la vigilia de los amores perdidos.

A ese gran relato los seres antiguos lo llamaban el Canto, pero ese canto no lo era sólo por consistir en palabras con ritmo y con música, sino porque era a la vez memoria y pensamiento, descripción e imaginación, evocación e invención, experiencia y fantasía. Cuando García Márquez nos dice que es hora de recostar las sillas en la puerta y de empezar a contar la historia antes de que lleguen los historiadores, sugiere que el relato tiene que ser algo más que el testimonio riguroso de unos hechos, más que el recuento documentado y profesional de una edad del mundo, que antes de la versión que legamos a las generaciones hay un relato que los protagonistas y los testigos de los hechos tienen que hacerse a sí mismos, y que no funciona sólo como repaso y memoria de acontecimientos, sino como comprensión y como bálsamo.

Fue Homero quien dijo que “los dioses labran desdichas para que a las generaciones humanas no les falte qué cantar”. Pero sabemos que el canto no es sólo relato, que el canto es arte, es decir, diálogo de los dioses, encuentro de la narración con la música, de la historia con la fantasía, de la memoria con el poder délfico de la interpretación, de la sensibilidad con la invención, del dolor con el sentido. Lo dijo Emily Dickinson: “Después de un gran dolor, un solemne sentido nos llega”.

Por eso hay un riesgo de extravío en la intención de que se haga el relato de las víctimas. Porque en el sentido más hondo del término los seres humanos sólo podemos hacer el relato, tejer el canto, no para eternizarnos en la condición de víctimas sino para dejar de serlo. El relato no oculta el horror y el dolor, pero tiene el deber de trascenderlos. Por eso en el canto tiene que haber algo más que una denuncia y algo más que una queja. Tiene que haber una revelación. El canto tiene que ser la expresión invencible de un triunfo. Porque el mal afila sus garras y trabaja sus garfios con la pretensión de humillar y anular a sus víctimas, de someter nuestra humanidad. Y el canto reivindica nuestra capacidad de resistir, de mantener la firmeza de unos principios, de prevalecer frente al horror.

No podemos ver un héroe en el que se rinde, como no podemos ver un héroe en el verdugo: sólo podemos ver un héroe en el que resiste, en el que se sobrepone, en el que protege, arriesga, confía, espera, sostiene en alto la esperanza contra toda evidencia, y sigue amando y cuidando, y sigue respetando lo más sagrado a pesar de la adversidad y de la derrota, y más allá incluso de la imposibilidad y de la muerte. El canto está hecho para sostener, aun contra el cielo, que el mal no puede triunfar, que la vida es la norma y que la muerte tiene que rendirle tributo, que nadie puede quitarnos ni nuestro amor, ni nuestra confianza, ni nuestra esperanza.

Ningún corazón sincero les hace canciones a los verdugos ni a los tiranos. Los cantos se hicieron para celebrar el amor y la justicia, la generosidad y la valentía, la confianza y la solidaridad, la nobleza y la abnegación. Hay unos valores escritos con fuego en el corazón de los seres humanos, y esos valores muy a menudo valen más que las leyes y que los códigos, que los decretos de los poderosos y que los mandamientos de las iglesias.

Frente a los principios más sagrados de la humanidad hasta las leyes de la ciudad son sospechosas. Pero el verdadero tribunal donde se ponderan esas leyes es el corazón de los seres humanos. Ese es el sentido profundo de la tragedia de Antígona: la ley de la ciudad puede prohibirte que entierres el cadáver de tu hermano, pero la ley del corazón te obliga a desafiar la ley de la ciudad y enterrarlo. Las consecuencias muy posiblemente serán dolorosas, y esa es tu tragedia, pero no veríamos a Antígona como una heroína si no hiciera valer su fidelidad a las leyes del corazón, que se le imponen, contra las leyes de la ciudad, a las que acepta como válidas pero que no puede acatar. Si ambas leyes no fueran válidas sería una mera injusticia, una mera arbitrariedad, no una tragedia.

Las guerras suelen ser suspensiones transitorias de la normalidad. Por eso se las suele designar por referentes temporales: la guerra de los seis días, la guerra de los mil días, la guerra de los treinta años. A veces es posible que una guerra breve tenga efectos devastadores sobre el tejido de la civilización. Es lo que ocurrió de un modo asombroso con la Primera Guerra Mundial. Fue tan vasta, tan espantosamente eficiente y tan infernal en sus cuatro años terribles, que hasta se nos impone pensar que la Segunda Guerra Mundial, con todo su estruendo apocalíptico, no fue más que un coletazo de la primera. O que fueron una sola guerra de treinta años con una misteriosa pausa de veinte, invertidos en aturdirse ante la evidencia del primer horror y en prepararse a ciegas para el siguiente.

Dicen que todo en esa guerra fue inexplicable, que su estallido, su vastedad y su eficacia increíble parecieron un rayo de cielo sereno después de los refinamientos del fin de siècle y de las finezas de la belle époque. Es como si un mundo hubiera escalado un punto muy alto en su esfuerzo civilizador para desde allí arrojarse súbitamente al vacío. Como si todas y cada una de las destrezas creativas de un trabajo secular se hubieran trasmutado de repente en instrumentos de destrucción y mensajes de muerte. Y ello a tal punto que en el tratado que pretendía ponerle fin se sembraron las semillas implacables de la guerra siguiente, sólo por las condiciones humillantes que se impusieron a los vencidos.

Paul Valéry ha dicho que ninguna guerra fue más destructiva, que esta hirió el alma misma de la civilización y nos demostró como nunca antes que también las civilizaciones son mortales. Pero ya, hacia 1920, el espíritu humano había reaccionado frente a ella, y en esa primera década de entreguerras nacieron algunas obras literarias en las que se siente no sólo la vastedad del destrozo que la guerra había obrado sobre el tapiz de la cultura, sino la inmensa y urgente necesidad del lenguaje de recomponer el tapiz destrozado.

El hombre sin atributos, de Robert Musil, La montaña mágica, de Thomas Mann, En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, y Ulises de James Joyce, configuran el memorable esfuerzo del alma europea por recuperar minuciosamente ese mundo perdido. Como ha dicho nuestro gran historiador Hermes Tovar: “La guerra es el enigma de lo incierto y la paz es la presencia y la certeza de que la vida vuelve a estar con los platos en la mesa, con los pasos en la aldea y con los lares en el alma”. Y añade: “La familia sabe que la paz es la normalización de los afectos y el fin de los instintos que alteran el sentido del vivir”.

El gran relato no es, pues, lo que viene después de la guerra sino lo único que permite de verdad superarla. El gran relato es más bien la enorme, valiente, lúcida, creativa comprensión de la guerra y la minuciosa construcción de la normalidad del vivir, sobre los destrozos y las profanaciones que obró la violencia en los cauces de la memoria y en los ritos de la civilización.

Por eso no termina una guerra quien meramente suspende una confrontación, porque la guerra insidiosa no está sólo en las armas que fueron su instrumento y en los brazos que las empuñaron, sino en el espíritu que gobernó una época, en los discursos que la sostuvieron, en la sucesión oprobiosa de sus hechos y de sus memorias, en todo eso que necesita ser nombrado, ser mirado, ser cifrado y descifrado, en el manantial de las verdades que brotan de los hechos, en la luz que entra en la noche de los desvelos y de las zozobras para curar el espanto y para devolver la confianza. Por eso sólo termina una guerra quien la corrige, y esa reparación exige la invención de un comienzo.

Sólo el arte corrige la guerra. Porque, como también dice Hermes Tovar, “la guerra es una lucha entre el instinto que mata y el instinto que ama”.

Ahora bien, si una conflagración de cuatro años como la Primera Guerra Mundial necesitó de El hombre sin atributos, la crítica audaz del modelo del racionalismo aplicado a la destrucción, de La montaña mágica, el diálogo apasionado en la casa de la muerte de las fuerzas en pugna, de En busca del tiempo perdido, la fiesta sensible y extrema de la memoria que no quiere perder uno solo de los hilos del tapiz del pasado, de Ulises, el regreso a la cotidianidad, la reinvención del día como escenario de vida y no de muerte, la reinvención del lenguaje como escenario de las confrontaciones y la reinvención de la polis como morada donde se reconocen los extraños, se despliega la memoria y los destinos encuentran su vocación y su rumbo, ¿qué no diremos de un mundo donde la violencia ha impuesto su tiranía a lo largo de las décadas, borrando memorias, saqueando costumbres, aniquilando la confianza y sembrando la desesperanza hasta convertir a los paisanos en extraños unos para otros y a los protagonistas del conflicto en seres irreconciliables?

Tal vez en Colombia no se trata ya de volver a una normalidad perdida sino de inventar por fin una normalidad desconocida. Y esas son las creaciones que no sabe hacer la política, esas son las creaciones profundas, humanas, complejas, curativas, que sólo el arte, con su libertad, su imaginación, su fantasía, su sentido del ritmo, su intuición y su profundo compromiso con la vida, puede lograr.

 

 

*Texto leído en el Primer Festival de Cine de Jardín, Antioquia, “Sólo se perdona lo imperdonable”.

Por William Ospina*, ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR

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