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La guerra interna que vivimos desde hace tantas generaciones se nos cuela en los huesos hasta parecer normal. Cada uno parece obligado a jugar un rol que de manera extrema se divide entre héroes (armados) o víctimas (pasivas). En principio, toda personalidad debería desplazarse al interior de estas caricaturas del poder. Pero nuestras vivencias fisuran esas prisiones. Somos otros, somos más y aún los roles de género que impone el conflicto no son inmodificables. Esta es la visión de un cineasta que describe su experiencia al respecto. Desde su trilogía documental Campo Hablado (En lo Escondido, 2005; Los Abrazos del río, 2010, Noche Herida, 2015) hasta su primera ficción, pronta a ser proyectada en salas, Tantas Almas, todas describen desde el cine nuestra multiplicidad, aun frente al horror.
Lo que sucede en este país,
en cada rincón de este país,
es que cada día
una mujer se levanta
y cocina.
Julia Simona Guerrero
Ingrese a este link para leer la primera parte de "El hombre, su imagen dorada"
II
María me había llevado con miedo a su paraíso. Creía que no íbamos a lograrlo, que en la mitad del camino íbamos a desistir: era imposible cubrirse del sol; teníamos que atravesar un río por una cuerda metálica, colgando como osos perezosos con los equipos de filmación en la espalda; había que marchar con pasos ruidosos para ahuyentar posibles serpientes y andar lento para no provocar ningún toro; y teníamos que llegar antes de que cayera la noche.
Frente a su casa de infancia me abrazó emocionada. Me confesó que lo había intentado varias veces. Aprovechaba la presencia de un equipo de rodaje para volver acompañada. Pero no lo había logrado. Esta vez no quiso contar todos los detalles de la ruta y su estrategia había funcionado. Estaba en la casa a la que había vuelto a vivir con sus hijos antes de tener que irse por segunda vez, definitivamente. La habían desplazado en una historia que no quiso contar. Por eso no podía volver sola.
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“Aquí fui una princesa, me dijo riéndose. Creí durante mucho tiempo que el mundo era mío, que acababa después de esa línea de montañas, que yo era su centro. Esto era tan lindo, había de todo para comer: maíz, frijol. Había de todos los colores. Lástima no tener fotos. Poderle mostrar mi madre, cuando yo era niña. ¡Tenía mucho miedo de las brujas! Volaban por todas partes, gozándose la noche. Cuando le caían a alguien era cosa seria. Por eso la gente prefería guardarse en casa. Al hombre que salía no lo dejaban tranquilo. Y a las mujeres que no eran como ellas, como mi madre, les tocaba frentear duro. Por eso cuando volví aquí con mis hijos me paraba sobre esa piedra al caer de la tarde y silbaba fuerte para acompañarlos en el camino de vuelta. Las brujas detestan el ruido. Hagamos silencio a ver si escuchamos una…”
Nos quedamos un rato expectantes.
Al día siguiente descubrí lo que la oscuridad escondía: solo habían cabras y gallinas paseándose entre cactus y plantas de verdes apagados, polvorientos. A lo lejos, entre dos hileras de colinas separadas por un estrecho valle, no se distinguía ningún cultivo. La tierra, al menos su superficie, estaba abandonada.
El hombre que vivía en la casa, un anciano fibroso al que dos líneas de tensión permanente le enmarcaban nariz y boca, se acercó para proponerme una cabra para el almuerzo. Su dicción no era abierta, hablaba para abajo sin mirar. Su ropa descuidada y sucia, un olor intenso que golpeaba y varias protuberancias en la piel lo hacían difícil de soportar. Le agradecí. No sé en que momento supe que me la había vendido.
Mientras comíamos alguien llegó en moto. Su rostro y sus manos estaban cubiertos de hollín y hacía brillar por contraste sus ojos. Un saludo apagado impidió saber qué tipo de relación tenía con el anciano. Entró a la casa y reapareció bañado. Era más joven de lo que parecía. Y mucho más afectuoso. Abrazó contento a su tía y se sentó a comer con nosotros. Hacía el único trabajo que se podía en la región: trabajaba en una mina de carbón. La suya no pertenecía a la única empresa privada que gestiona la explotación. Era una mina familiar, peligrosa y rudimentaria, imposible de imaginar.
Mientras comíamos con ganas, sentados a la sombra de la casa, el tiempo dulce del campo se fue pasando. De la cabra quedó más de la mitad. El hombre lo recogió escrupulosamente, dándonos a entender que el resto sería para él. En ese momento, la tensión que generaba en los demás se hizo evidente. Cuando se retiró, la palabra pudo liberarse. Había muchas cosas que no podía saber.
Comenzamos a filmar la historia de “Chivito”, ese niño engullido por el ejército y el mal.
Al final de la grabación propuse coger otro camino: subir por la montaña para llegar a la carretera que transitaban algunos camiones repletos de carbón. Estaba lejos, advirtieron.
Andando, María comenzó a rememorar. Me describió los cultivos que ya no estaban, lo que arrancaba y saboreaba, lo que cogía y chupaba. Hacía más de un año, el ejército había vuelto para recoger todas las semillas que guardaban las familias. De un día para otro, una ley que nadie conocía, estipuló que era ilegal guardarlas. La gente tuvo miedo de resistir y entregó los granos que eran pura herencia. De todas formas, me dijo, la tierra ya no servía para mucho. La minería le había chupado toda el agua.
En la primera parada llegamos a una casa de piedra muy deshecha. Allí vivía su madre. El techo estaba derruido y algunos árboles crecían como querían en el patio atravesando piezas y saliendo por las ventanas. Ella murió después de haber sido secada por una gran bruja que vivía más arriba, del otro lado de la colina. En ese espacio frío y algo triste María trataba de ubicar sus alegrías de infancia.
Me alejé algunos metros para mirar hacia abajo. Allí se veía la pequeña casa en bahareque de la que veníamos. El anciano del que nos habíamos despedido rápidamente, daba de comer a sus gallinas. Le hice un gesto con la mano que no respondió.
Emprendimos un gran tramo entre la hierba, por entre cercas, evitando los caminos trazados en zigzags. Llegamos así a un muro de piedra que también fue casa. Nos sentamos al frente.
Allí había vivido su comadre Ignacia, una mujer joven y hermosa. Tenía el pelo negro, largo y ondulado, su piel era porcelana, tenía coto. Parecía como si viniera de un lugar lejano. Con un ligero retraso mental, desde niña vivía sola, ayudada a veces por los vecinos, para los que trabajaba mucho aunque le pagasen poco. Era una buena amiga. Simple, directa, nunca veía el mal en las cosas. Desde muy joven había comenzado a tener hijos. Los padres eran los hombres del lugar. Venían a visitarla de noche, aprovechando su belleza y que no podía decir no.
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Todo el mundo conocía el nombre de los padres de los hijos mayores, pero Ignacia guardaba con celo el de los dos últimos. Decía que la habían amenazado con matarla si lo revelaba.
En un momento de trabajo entre mujeres se descuidó y lo confió a alguien. La vereda se enteró al instante.
Esa noche, un incendio consumió su casa. Ella y dos de sus hijas, Aureliana y Bernarda, murieron dentro. Todas, según el examen forense, amarradas, violadas y acribilladas a puñaladas. Matadas, rematadas, contramatadas. Todos sabían quién era el asesino. Un horror así tiene firma. Como el del paramilitarismo.
Estuvo en la cárcel ocho días. Nadie lo increpó. El asesino salió en libertad y continuo su vida como si todo fuese igual. Su presencia amedrentaba las mujeres y acobardaba los hombres. Parecía disfrutarlo. No daba ninguna señal de culpa ni se quejó de soledad. Solo olía mal.
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Sabes, me dijo María al levantarse, tú ya lo conoces.
Sobre el camino de regreso, montado en el furgón de una camioneta repleta de carbón, me llené de asco.
Se llamaba Eccehomo.