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Un museo que navega, un río que cuenta su historia

En 1995, Cecilia Polanco de Laverde convocó a un grupo de sabios con el objeto de establecer cómo se podría crear un museo del río Magdalena. De esta convocatoria nació el único museo dedicado al gran río en Honda, Tolima.

Leopoldo Pinzón

21 de diciembre de 2025 - 08:21 p. m.
El Museo del río Magdalena da cuenta de la historia de uno de los afluentes más importantes del país.
Foto: Leopoldo Pinzón
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El museo zarpa en un viaje pictórico a lo largo del río Magdalena: desde los 3.685 metros de la laguna que lleva ese nombre, donde nace entre cóndores y frailejones, hasta su desembocadura al pie de Barranquilla, 1.528 kilómetros después. La navegación avanza a través de pueblos y lugares de interés histórico (San Agustín, Ambalema, Honda, El Banco, Mompox).

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Se destacan los nombres originales, los dados por los pobladores primitivos: al comienzo, con sonido quizás quechua, Huaca Ayo (el Río de las Tumbas)… En lo que llamamos el Magdalena Medio, Yuma (el río amigo), su nombre muisca; más al norte, Arlí (el río del bocachico); finalmente, Karakalí (el Gran Río de los Caimanes). Diez, quizá quince minutos después, el visitante que haya navegado paso a paso por la extensa y detallada pintura podrá afirmar que adquirió un conocimiento todavía básico, pero enriquecedor, de la gran arteria fluvial colombiana.

En el muro frente a la pared viajera, los mitos y leyendas del Magdalena: la Llorona, la Pata Sola, el Mohán… Una galería de pescadores hondanos que apoyaron el proyecto: “Navegación y rostros de un río-mundo”. Y, en el piso, objetos, fauna, testimonios del pasado y el presente: una canoa, remos, tambores, los oficios del río; un caimán, tortugas, una babilla, el tesoro perdido del manatí, el mamífero más tierno y dulce de la corriente.

A este sector lo llamamos “el río”, afirmó Germán Ferro, director y curador del Museo del Río Magdalena, señalando la larga franja que se extiende desde la entrada hasta la sala de exposiciones temporales. Al otro lo llamamos “el buque”, dijo, mostrando un espacio lateral.

El buque

Entre dos y tres veces más amplio que el sector de “el río”, “el buque” ofrece al visitante, de popa a proa, una historia de la navegación, la función más importante del río históricamente, comenzando en las canoas indígenas, siguiendo en los champanes que por casi tres siglos hicieron posible el comercio a gran escala y llegando hasta los vapores que reemplazaron a los champanes en buena parte del siglo XIX y hasta la mitad del XX; los productos que las embarcaciones transportaron, desde la tagua hasta el café; los seres humanos que movieron tales embarcaciones, en particular los bogas y los posteriores tripulantes de los vapores, a quienes se rinden visibles homenajes.

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También se hace un reconocimiento a otro grupo, tan modesto como esencial: el de los bulteadores, quienes llevaron a lomo de hombre las innumerables mercancías. El espacio, poblado de objetos llenos de valor y significado —trascendentales, curiosos, cálidos, sorprendentes—, culmina en el timón de un antiguo vapor, en el cual el visitante puede ser, momentáneamente, capitán imaginario. Más allá de “el buque” se encuentra la sala de exposiciones temporales, en la actualidad ocupada por “El documento”, en asociación con el Archivo General de la Nación.

El Museo del Río Magdalena

Hacia 1995, Cecilia Polanco de Laverde, prominente dama de la sociedad de Honda, Tolima, convocó a un grupo de sabios, antropólogos, ambientalistas y sociólogos con el objetivo de establecer cómo se podría crear un museo del río Magdalena. De esta convocatoria nació el único museo dedicado al gran río en toda la geografía nacional. Se llamó así, sencillamente: Museo del Río Magdalena.

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Honda, el lugar para instalar el museo del río Magdalena

No fue casual la elección de la sede del Museo del Río Magdalena: a lo largo de 400 años, Honda se posicionó como la puerta de entrada y salida no solo de importaciones y exportaciones, sino de algunos de los protagonistas de nuestra historia en Colombia. Rumbo a Santa Fe de Bogotá, al interior del país, llegaron desde ultramar conquistadores, colonizadores y virreyes, así como jamones, perfumes, sedas, pianos de cola…

Más adelante vinieron los libertadores. Nariño, hacia la prisión y desde la prisión. Bolívar emprendió desde Honda su último viaje.

Después, comerciantes nacionales, ingleses, alemanes y árabes, etc., etc., llevaron al mundo el oro de Mariquita, la tagua, también conocida como el marfil vegetal, el tabaco y el café, hasta la mitad del siglo XX, cuando el río cedió a las carreteras el protagonismo del comercio exterior. Hoy en día, gracias a la iniciativa de Cecilia Polanco de Laverde, es el hogar del museo dedicado al gran río Magdalena.

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Los primeros pasos

El grupo fundador encontró una sede ideal: una amplia bodega de tiempos coloniales (1640), cuando el río llegaba hasta el borde de la fachada, que después fue cuartel y luego biblioteca. Se creó la Fundación del Río Magdalena y se logró una primera dotación. En 1995, el museo comenzó a vivir, pero muy pronto la escasez de recursos y la falta de experiencia condujeron el proyecto a un declive tan prematuro como crítico. Llegó también el luto.

La matriarca del museo, doña Cecilia de Laverde, enfermó y murió, dejando su dirección a Flor María, la mayor de sus hijas, venturosamente contagiada de la misma fiebre de amor por el Magdalena, pero todo esfuerzo resultaba inútil. Hacia el año 2008, la muerte del museo parecía ya anunciada, cuando ocurrió algo imprevisto.

Final del viaje imaginario: la desembocadura del Magdalena en el largo mural.
Foto: Cortesía Museo del río Magdalena

El rescate

Ese año, el Museo Nacional decidió realizar una gran exposición sobre el río Magdalena en su sede central de Bogotá. El pequeño museo fue invitado y concurrió con algunas de sus piezas más significativas. Al evento asistió, como curador invitado, Germán Ferro, auténtico especialista en el gran río. Flor María no tardó en encontrarlo, solicitar su ayuda y convencerlo de la necesidad de salvar un proyecto tan cercano a sus intereses profesionales y humanos. Germán Ferro aceptó, y esa decisión cambió el destino del museo.

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Germán Ferro (bogotano, reflexivo, riguroso, dueño de una vasta cultura, brillante conversador y brillante orador), antropólogo de la Universidad de los Andes, con maestría y doctorado en Historia en la Universidad del Valle y en FLACSO (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales), profesor universitario (Universidad de los Andes, Javeriana, Universidad del Magdalena), geógrafo y sociólogo por naturaleza. Caminante incansable desde su juventud, su tesis de grado (“A lomo de mula”, un concienzudo recorrido por los numerosos caminos de la arriería antioqueña) se convirtió en un libro espléndido, editado por Bancafé, y el repetido final de sus innumerables pasos lo convenció de que todos los caminos de Colombia conducen al Magdalena. El Magdalena: río-región, río-civilización, río-memoria. Sus profundas investigaciones antropológicas, sociológicas, geográficas e históricas lo han convertido en una autoridad indiscutible, probablemente la mayor que sobre el Magdalena existe en Colombia.

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Germán Ferro y Paola Castillo conforman la dupla que, en perfecta sinergia, conduce el Museo del Río Magdalena.
Foto: Cortesía del Museo del río Magdalena

La reinvención

Aceptada la invitación a ser curador del pequeño museo, Germán puso manos a la obra, primero en el sentido más básico: renovar techo, baños y piso, y adecuar el espacio a lo que vendrá. En un esfuerzo conjunto entre la fundación a la que pertenece, “Erigay” (palabra huitoto que significa “aquello que no es naturaleza”, por ejemplo, la cultura), la infatigable Flor María y diversas personas, comunidades y entidades, se decidió multiplicar los objetos valiosos, los documentos, los testimonios, las imágenes y los bienes culturales que le darán al nuevo proyecto su valor, trascendencia y significación. Una vez logrado este objetivo esencial, se procedió a realizar el guion museográfico: poner en escena las historias que quieran contarse.

Esto ocurrió el 15 de septiembre de 2015, hace diez años y tres meses. En el discurso inaugural, Germán hubo de lamentar la desaparición de Flor María, sin cuyo ímpetu no se habría logrado ese momento, cuyas cenizas viajaron con el Magdalena amado y cuya memoria perdurará mientras viva su museo.

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La organización

Paola Castillo Bejarano nació en Bogotá y creció entre la capital y Honda, el viejo puerto adonde habían emigrado sus abuelos cundinamarqueses. De la infancia perdura en su memoria la imagen del viaje, tantas veces repetido, por la carretera que sube y baja, que baja y sube. En Honda, la mamá de una amiga de su escuela era secretaria del museo inicial. Allí conoció el manatí disecado que permanece en la nueva versión y se plantaba en la orilla del Magdalena con la ilusión de observar vivo a un animal tan tierno. Pero el manatí se había extinguido y un rumor la alejó de la corriente a sus nueve o diez años: por el río, en lugar de los dulces mamíferos, pasaban los muertos.

Años más tarde, Paola viajó a Londres y, en cinco años y medio, no solo estudió gestión de negocios y dominó el idioma, sino que estableció contactos con proyectos artísticos de jóvenes migrantes latinoamericanos y realizó con ellos trabajos comunitarios y exposiciones. Descubrió, además, su afición a la fotografía, que consolidó a su regreso a través de un diplomado en la UNAL. También su vida personal se enriqueció con un amor inglés y un hijo.

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Al regreso, se vinculó con el cine colombiano en el campo de la distribución. Pero el descubrimiento de un atractivo proyecto (“Sabiendas y subiendas”) la acercó de nuevo al museo y al pasado. Conoció a Germán Ferro, recuperó sus antiguos contactos hondanos y recibió la confianza de Elsa, la última de las Laverde, quien, poco interesada en aspectos administrativos, le fue cediendo su manejo, hasta el título de representante legal, función que cumple hoy.

Germán Ferro y Paola Castillo conforman la dupla que, en perfecta sinergia, conduce el Museo del Río Magdalena. Ciencia y administración, sueños y realidades, estrategias de participación de la comunidad (e imán de visitantes), interesantes, originales, pedagógicas.

El museo vive intensamente. Su identidad legal es la de Corporación del Río Magdalena, Entidad sin Ánimo de Lucro (ESAL), sin participación del Estado ni el menor interés en el enriquecimiento personal, íntimamente vinculada a la comunidad hondana, con frecuencia asociada a las instituciones culturales de la “ciudad del río” (Centro Cultural del Banco de la República, Casa Museo López Pumarejo, Teatro Unión), financiada por la comunidad misma, por fundaciones como MUV, por proyectos originales y relevantes cultural e históricamente, sede de valiosas exposiciones temporales… Un museo dentro del cual navega el río, un río que cuenta su historia en el museo.

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Germán Ferro y Paola Castillo en la fachada: de las ideas a los hechos.
Foto: Cortesía del Museo del río Magdalena

Por Leopoldo Pinzón

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