En 2018, luego de más años de filosofía académica de los que es decente admitir, tuve el acierto —no pecuniario, eso es seguro— de dedicarme a la divulgación de ideas filosóficas. Se me hacía absurda esta extraña competencia de conocimientos comunicables solo entre expertos, como una escuela de chefs que solo pueden cocinar para otros chefs, en un país que literalmente tiene hambre de ideas. Comencé a realizar en la Librería Lerner el Café Filosófico, un encuentro semanal en el que personas de todas las edades y condiciones se reunían para hablar de un tema filosófico tratado de manera no especializada: el superhombre nietzscheano, la idea del absurdo o el suicidio en Camus.
Resulta, como a menudo sucede, que el que más aprendió fui yo. Es asombrosa no solo la fascinación con la que personas adultas y formadas se encuentran con ideas nuevas. Recuerdo la admiración en el rostro de una pediatra cuando expliqué el concepto de neotenia: la prolongación de los rasgos de juventud en los años adultos, algo especialmente notorio en los humanos, aunque no exclusivo de nuestra especie. Su expresión desmedida, con la boca abierta, incapaz de dejar de mirar la imagen de la presentación, se ha quedado conmigo como uno de los momentos más gratos de todos mis años de divulgación. Pero el asombro —y esto lo señalaba Platón con todo acierto— parece coincidir con un rasgo aparentemente contradictorio: las nuevas ideas son asumidas como si encajaran con algo que ya se sospechaba, como si hubieran sido pensadas o sabidas previamente por quienes se dejan asombrar. Siempre me sorprende —sí, aún me pasa— esta forma en que el pensamiento filosófico se abre camino en las personas, como algo nuevo y antiguo a la vez; como lo sabido y lo aprendido simultáneamente.
Debo decir, junto con Peter Sloterdijk, que nunca he visto este asombro entre filósofos profesionales. Quizá se deba a la insensibilización que trae el ejercicio de toda profesión: el piloto no puede quedar estupefacto ante el hecho de que el avión vuele, como lo hace un niño que despega por primera vez de la tierra. Pero lo he experimentado en quienes aprenden filosofía. Es notorio cómo las formas de conocimiento que se han vuelto rígidas, donde se han establecido conexiones únicas y comunes, se diversifican. El mundo se transmuta de nuevo en posibilidad, se despliega en un lenguaje que estaba adormecido hace años, que a menudo había sido inhibido en la casa o el colegio: “supongamos que eso que dices…”, “esto se asemeja mucho a…”. Se trata de la comprensión “viva” que había sido derrotada por la vida; lo que Sartre llamaba la transmutación de un organismo viviente —como de hecho es el saber— en materia inerte, en teoría insustancial. La filosofía tiene el poder —en algunas personas— de revertir esa transformación. En quien la practica, renace una flexibilidad perdida desde la adolescencia: “¡ah, por eso es que x!”. Conexiones sospechadas se vuelven realidad para el individuo. O surge, simplemente, el sentido de que las ideas son bellas: “qué bonito eso que dice y”.
La filosofía es, en sí misma, asombrosa. O mejor, lo es su efecto sobre quienes entran en contacto con ella por primera vez. Ella accede a la realidad a través de la transformación. No hablo aquí de que sea una cura o una terapia. La filosofía no es “autoayuda”, esa literatura que tanto daño nos ha hecho desde su aparición hace 80 años con la biblia del género: Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, de Dale Carnegie. La filosofía no está hecha para salvarle la vida a nadie. De hecho, puede complicárnosla un poco.
Los adolescentes son mis favoritos en este encuentro. A decir verdad, no muestran tanto asombro como los adultos. Las ideas de los grandes filósofos las toman con la naturalidad de quien vive inmerso en ellas: el “llegar a ser quien se es” de Nietzsche o la idea de antítesis hegeliana son, para ellos, algo en lo que simplemente están inmersos. Los antiguos romanos llamaban adulescentia al período en el que somos más susceptibles a las preguntas del filosofar.
Pero incluso complicando la vida, la filosofía la embellece al enseñarnos a vivir con la incertidumbre. ¿Acaso preferimos un joven entontecido a uno capaz de plantear problemas? Si fuera por ello, decía John Stuart Mill, todos aceptaríamos una lobotomía voluntaria. El simple hecho de tomar conciencia del enorme aparato conceptual dentro del cual se desarrolla nuestra vida es al mismo tiempo perturbador y encantador.
Claro que no todo el mundo sucumbe al poder de la filosofía. Y está bien que así sea: no es obligatoria ni salvífica. Algunos no quieren, con o sin claridad, sobre lo que les interesa y lo que no. Otros, incapaces de asombrarse, se sienten atraídos hacia la filosofía. Ven en ella poder, y no soportan que alguien lo posea y ellos no. Intentar enseñarles a pensar es una tarea infructuosa: son incapaces de la flexibilidad y la humildad que requiere el pensamiento. Y no es una metáfora vacía: pensar exige humildad, la de reconocer que antes no sabíamos, la de permitirnos ser vulnerables a lo nuevo. En la República, Platón retrata esta desinclinación hacia el filosofar. El viejo Céfalo, invitado a una de las conversaciones socráticas, considera irrisoria la idea de sentarse a reflexionar. Prefiere irse a una ceremonia. “Yo soy una persona práctica”… la agotadora frase de quienes aún no entienden que ser práctico es, al fin y al cabo, una posición teórica.
Pero la vejez de Céfalo no está necesariamente relacionada con la edad. Nos volvemos viejos cuando perdemos la plasticidad filosófica. En mi experiencia como divulgador, a menudo me han acompañado personas de edad avanzada, capaces de regresar sobre sus pasos y reconocer que no saben todo lo que creían saber a pesar de una vida llena de experiencias. Son, en realidad, adolescentes con muchos años. Y debo decir que nunca he visto nada más rejuvenecedor que ese regreso a través del tiempo. Si bien la cirugía deja cicatrices, la filosofía logra restaurar el verdadero rostro inusual de la juventud.
* El Café Filosófico se realiza todos los sábados a las 11 a. m. en la Librería Lerner, calle 93.