Una y otra vez y en cada uno de los viajes que hizo en 1959, Alberto Camus guardó en su equipaje una libreta de papel cuadriculado y espiral que llevaba por título “El primer hombre”, un texto que luego, en 1994, dio para 144 páginas impresas y que en el original estaba repleto de apuntes al borde de las hojas, de tachones, correcciones y palabras sobre palabras e ideas sobre ideas, círculos, rayas y subrayados. Ese era y fue su legado, su última obra, inconclusa, que por aquellas razones de la vida y la muerte se refería a un primer hombre, su padre, y que tal vez y apenas era un primer borrador. Había palabras ilegibles, y otras, encerradas entre corchetes, y párrafos sin puntuación, y líneas imposibles de descifrar.
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Aquella libreta fue encontrada por los gendarmes de tránsito de Villeblevin, al norte de Francia, que llegaron al lugar donde Camus había perdido la vida el 4 de enero de 1960. Su muerte, dijeron y sentenciaron, fue inmediata. Michel Gallimard, su editor y más que su editor, su amigo, se había estrellado en una recta contra un árbol en su Face Vega, luego de que explotara una de sus llantas. Camus iba en el asiento de copiloto. Días antes había dicho que no “conocía nada más idiota que morir en un accidente de tránsito”, ante la muerte del ciclista Fausto Coppi en uno. “A ti, que nunca podrás ser este libro”, decía una especie de epígrafe de la novela, escrito al comienzo del primer capítulo, que se iniciaba con “En lo alto, sobre la carreta que rodaba por un camino pedregoso, unas nubes grandes y espesas corrían hacia el este, en el crepúsculo”.
En el segundo párrafo, Camus había escrito en letra diminuta: “La carreta chirriaba en el camino bien trazado pero apenas apisonado. De vez en cuando, saltaba una chispa de la llanta de hierro o del casco de un caballo y un sílex golpeaba la madera de la carreta cuando no se hundía, con un ruido afelpado, en la tierra blanda de la cuneta”. Más adelante, explicaba que un árabe conducía aquella carreta, que a su lado iba un hombre “francés, de unos treinta años, de expresión cerrada”, y en la banca de atrás, “una mujer pobremente vestida pero envuelta en un gran chal de lana gruesa”. El francés le había preguntado si todo estaba bien. Ella le sonrió “débilmente”.
“Sí, sí”, dijo con un leve gesto de disculpa. A su lado iba un niño que se recostaba en su hombro. Un niño que era Camus, las suelas de los zapatos gastadas, con huecos, las medias y los pantalones remendados por su madre. Alguna vez, Camus dijo que desde niño había contado los minutos para poder salir a jugar fútbol, y que jugaba de sol a sol, pues no tenía mayores recursos para ir a la escuela, pero con la pelota y la manera de jugar de sus compañeros aprendió gran parte de la moral de los humanos, y la aprendió observando desde atrás, pues jugaba de portero porque allí tenía que correr menos y no se le gastaban tanto los zapatos, ‘Y el balón, como en la vida, nunca llegaba de donde lo esperaba’.
De aquellos tiempos, recordaría a Louis Germain, uno de sus primeros maestros en el Liceo Bugeaud de Argel, a quien recordó cuando recibió el Nobel de literatura en 1957, y a quien le escribió una carta a finales de ese año que se reprodujo y se leyó por años y décadas. Germain le aconsejó que estudiara. Le ayudó con algo de dinero, pero más allá del dinero, le recomendó libros, habló con él una y otra y otra vez, y lo motivó a que siguiera en la escuela cuando él se inclinaba por ganar algunas monedas para colaborarles a su madre y a sus hermanos. El pequeño niño de la carreta tenía cuatro años, y si algo había aprendido de su vida y del hambre que había padecido, era a luchar para no quejarse.
La carta decía: “No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero me ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido”. De distintas maneras, Camus plasmaría las ideas, los hechos, el ejemplo y las preocupaciones de su maestro en sus textos, y dejó muy en claro que una de las lecciones que más lo habían marcado de él fue que lo hubiera hecho sentir parte del mundo. Con sus palabras y preguntas, Germain se interesaba por sus alumnos.
Y ellos, en voz de Albert Camus, “Sentían por primera vez que existían y que eran objeto de la más alta consideración: se les juzgaba dignos de descubrir el mundo”. Cuando se conocieron, Camus acababa de cumplir once años. Iba a la escuela, más que nada, para conversar con Germain. Caminaba y callaba a su lado, y de tanto en tanto le hacía alguna pregunta o le comentaba sus ideas. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, Germain se alistó en el ejército y se alejaron. Camus le escribió y recibió a los dos días la respuesta de su profesor, que comenzaba con un claro y nostálgico “Mi pequeño Albert”, y con la noticia de que había recibido el libro que le había mandado, “Camus”, de J.CL. Brisville.
Más adelante, decía: “Soy incapaz de expresar la alegría que me has dado con la gentileza de tu gesto ni sé cómo agradecértelo. Si fuera posible, abrazaría muy fuerte al mocetón en que te has convertido y que seguirá siendo para mí ‘mi pequeño Camus’. Todavía no he leído la obra, salvo las primeras páginas. ¿Quién es Camus? Tengo la impresión de que los que tratan de penetrar en tu personalidad no lo consiguen. Siempre has mostrado un pudor instintivo ante la idea de descubrir tu naturaleza, tus sentimientos. Cuando mejor lo consigues es cuando eres simple, directo. ¡Y ahora, bueno! Esas impresiones me las dabas en clase. El pedagogo que quiere desempeñar concienzudamente su oficio no descuida ninguna ocasión para conocer a sus alumnos, sus hijos”.