Las memorias del periódico más antiguo de Colombia, condensadas en 505 páginas, acaban de llegar a las librerías del país. Desde 2022, en una ambiciosa tarea por retratar los 138 años de historia de El Espectador y en paralelo de esta nación esculpida por las dificultades desde los primeros tiempos de la República, los periodistas Jorge Cardona Alzate y María José Medellín Cano se embarcaron en un proyecto editorial para narrar la cronología de un Estado siempre atenazado por todas las formas de violencia y corrupción posibles y, al mismo tiempo, del que refulgen escritores inmensos, caricaturistas legendarios y avezados periodistas que llegaron a entregar su vida por el deber de informar en defensa de la libertad y los derechos humanos. El hilo conductor de este libro son los editoriales que desde 1887 empezó a escribir el fundador del diario, Fidel Cano Gutiérrez, y cuyo legado continúa hoy su bisnieto, Fidel Cano Correa.
El primer ejemplar del periódico se imprimió el 22 de marzo de ese año “en una destartalada, oscura y húmeda casucha de la calle El Codo en Medellín”, en el que Cano Gutiérrez hizo una declaración de principios: “Nos proponemos aprovechar en servicio del liberalismo —como doctrina y como partido— la escasa suma de libertad que a la imprenta le han dejado las nuevas instituciones”. Eran los tiempos de Rafael Núñez y la hegemonía conservadora. El gobierno contaba entonces con un as bajo la manga: el Artículo K, que facultaba al Ejecutivo para reprimir “los abusos de la prensa” y donde el ministro de Guerra, Felipe Angulo, llegó a decir que las voces disidentes debían ser tratadas como un “enemigo en armas”. En medio de ese Estado confesional, el educador liberal Fidel Cano Gutiérrez lanzó un diario “literario y noticioso” que pronto le causó agrieras a Núñez. Cuatro meses después, en julio de 1887, ordenó su primer cierre.
Entre censuras, multas, carcelazos y hasta señalamientos de “publicación subversiva” o proscrita por las autoridades eclesiásticas —“ningún católico puede, sin incurrir en pecado mortal, leer o conservar o de cualquier manera auxiliar al periódico El Espectador”, sentenció el obispo de Medellín, Bernardo Herrera—, el diario resistió todos los embates, emprendió una cruzada contra la pena de muerte y el fraude electoral, así como contra el poder que “hace años viene emporcando el suelo de la patria”, y declaró en un editorial puntilloso lo siguiente sobre la Iglesia: “Si se pretende que doblemos idolátricamente la rodilla y cantemos las alabanzas del semidiós, se nos habla un lenguaje que no entendemos porque no somos hijos de Roma”. Colombia se acercaba al abismo de la Guerra de los Mil Días y El Espectador fustigaba entonces al presidente Miguel Antonio Caro, a quien se refería como “soberbio dictador” y “hombre funestísimo”.
Tras cuatro años de silencio por cuenta de la sangría de esa violencia, en octubre de 1903 reapareció el diario de Fidel Cano, pero ya la muerte no era la protagonista sino la pérdida de Panamá, a la que El Espectador reaccionó así: “Se ha robado a Colombia, digámoslo sin embozo, para darse a los Estados Unidos en venta torpemente disfrazada. Y los Estados Unidos apoyan esa segregación traidora con el descaro de matones con que pretenden volcar hoy por donde quiera el derecho internacional moderno”. El país siguió su tránsito accidentado, mientras el gobierno de Rafael Reyes entronizó el poder en su figura, impuso la censura de prensa y cerró el Congreso. Ocho años duró la mordaza, hasta enero de 1913, cuando Fidel Cano anunció el número 846 del diario con un editorial que hoy todavía se recuerda: “El Espectador trabajará en bien de la patria con criterio liberal y en bien del liberalismo con criterio patriótico”.
Para finales de 1914, el periódico vivió dos hechos que lo atravesaron. Primero, en octubre, el magnicidio del general Rafael Uribe Uribe a hachazos a la entrada del Capitolio por dos obreros identificados como Leovigildo Galarza y Jesús Carvajal. Uribe Uribe había sido amigo personal de Fidel Cano al punto de que en el primer número del diario apareció un anuncio suyo como “especialista en el foro criminal” del país. El segundo hecho aconteció en las postrimerías de ese diciembre con el trasteo del diario a Bogotá liderado por Luis Cano Villegas, el sexto de los 14 hijos que tuvo el patriarca de los Cano. El 8 de enero de 1915 el diario se publicó simultáneamente en Bogotá y Medellín y pronto logró reclutar plumas para el suplemento dominical entre las que se contaban Tomás Carrasquilla, Fernando González y Santiago Pérez.
El gran fichaje fue, sin embargo, el del intelectual bogotano Luis Eduardo Nieto Caballero. De él, Germán Arciniegas llegó a decir: “Luis Eduardo Nieto fue en Colombia, un país donde todos hemos sido periodistas, el periodista”. Los Nieto Caballero se emparentaron con dos hijas de Fidel Cano Gutiérrez y posterior a esa conjunción ocurrió el desembarco paisa en Bogotá con la figura de dos genios rutilantes: el caricaturista Ricardo Rendón, “nuestro Goya”, según Arciniegas, y el cronista Luis Tejada Cano, también familiar del fundador. En medio de la bohemia y la poesía de los cafés bogotanos, emergió en la redacción del periódico una riqueza literaria de la mano de las persistentes denuncias por cuenta de los gobiernos chuecos y los políticos maniobreros. Hasta que en el amanecer del 15 de enero de 1919 trascendió la noticia de la muerte de Fidel Cano a sus 65 años. La redacción recibió tantos telegramas de condolencias que fueron necesarias 15 ediciones para publicarlos completos.
Luis Cano ya oficiaba entonces como la cabeza de la empresa editorial y su hermano Gabriel se rebuscaba anuncios desde la gerencia. El periodista José Mar llegó para apoyarlos en esos tiempos azarosos en los que el senador Guillermo Valencia propuso revivir la pena de muerte en 1925. La iniciativa se hundió y quedaron para la posteridad las palabras de Antonio José Restrepo que recogió el periódico: “La pena de muerte no es para los delincuentes, sino para los oposicionistas y los de ruana, para los liberales y los pobres”. El refranero popular volvería aquella expresión una cosa más rotunda: “La justicia sólo muerde a los de ruana”. En 1927 otro personaje de leyenda arribó a El Espectador: el poeta Porfirio Barba Jacob, quien asumió la jefatura de la redacción y pronto se inventó a un cronista que firmaba como Juan Sin Miedo y que contaba los estragos de un supuesto fantasma que recorría la capital.
La ficción aumentó el interés de los lectores y el periódico se vendía como pan caliente, hasta que Luis Cano se percató del embuste y puso al poeta en su lugar: “Has echado por tierra el prestigio de El Espectador”, le dijo. Barba Jacob replicó con inteligencia implacable: “Pero si Gabrielito estuvo de acuerdo”. Se refería al hermano del director. El célebre escritor de “Canción de la vida profunda” añadió burlón: “Es una vaina que no lo estimulen a uno en el trabajo”. En febrero de 1928 se retiró. Duró apenas cinco meses en el periódico. Las noticias, no obstante, no daban abasto y en diciembre ocurrió la masacre de las bananeras en Ciénaga (Magdalena). El representante liberal Jorge Eliécer Gaitán viajó a la zona para documentar la matanza y al tercer día comentó: “Si sigo aquí iré derecho al manicomio”. Una página bochornosa de la historia que fracturó la presidencia de Miguel Abadía y derrumbó la hegemonía conservadora.
El 28 de octubre de 1931, el genio de la caricatura, Ricardo Rendón, se mató en el café La Gran Vía en Bogotá. Pidió una cerveza, encendió un cigarrillo, hizo un último dibujo y se disparó en la boca. Previamente había dejado esta nota: “Suplico que no me lleven a casa”. Una tragedia que enlutó al periódico, pero que no lo detuvo en su deber de informar sobre la guerra contra el Perú, la revolución en marcha del presidente Alfonso López en sus dos accidentadas administraciones, las movidas de su sucesor Eduardo Santos, y hasta el duelo que protagonizaron dos congresistas en el Capitolio en agosto de 1942. Todo mientras Gabriel Cano les decía a sus reporteros: “Un periódico no se hace sin tertulia”. Por esa misma época a la redacción se sumó otro coloso: Eduardo Zalamea Borda, “Ulises”. Sin embargo, la agitación política no daba tregua y las ciénagas podridas de la violencia volvieron a protagonizar las páginas del diario de los Cano.
Ya entonces hacía sus primeros pinos en el oficio el segundo hijo de Gabriel Cano, Guillermo Cano, y la instrucción de su padre a los colaboradores del diario fue precisa: “Que se meta al barro recogiendo noticias”. Entre la trifulca política y los muertos que iban apareciendo, el 13 de septiembre de 1947 El Espectador publicó el primer cuento de Gabriel García Márquez titulado “La tercera resignación” y en las semanas siguientes dos cuentos más. Un acontecimiento literario que pronto borraría la bestialidad de siempre: el crimen de Gaitán en abril de 1948 y los desafueros posteriores que sumieron al país en la época de La Violencia que expertos calculan dejó 300 mil muertos. Tiempos en los que el periódico fue censurado e incendiado mientras Gabriel Cano le pasaba la alternativa a Guillermo Cano en la dirección en 1952. Colombia transitaba las tinieblas de la censura y los matones, conocidos como pájaros y chulavitas. Entonces emergió el dictador Gustavo Rojas Pinilla.
El diario enfrentó la tiranía de su bota militar, mientras a la redacción llegaba como periodista Gabriel García Márquez, quien aprendió del oficio en Bogotá de la mano de José Salgar, “Ulises”, Darío Bautista, Rogelio Echavarría, Gonzalo González y Felipe González Toledo, quien hizo célebre la frase “el que se emputa se jode”, para referirse al ambiente ácido de la redacción. Rojas Pinilla insistió en la amenaza contra la prensa y declaró: “La opinión pública, la auténtica voluntad nacional, no es como creen algunos la opinión de los periódicos”. Para entonces el diario de los Cano denunciaba los desmanes castrenses, la violencia oficial y la corrupción, y en un duro editorial llamado “El tesoro del pirata”, de diciembre de 1955, que también fue censurado, evidenció la mano larga de ese gobierno. El Ejecutivo respondió con una multa de $600 mil que obligó a la familia Cano a clausurar nuevamente el periódico.
En ese contexto de sanciones y silenciamientos el director Guillermo Cano promovió la creación de un Fondo Pro Libertad de Prensa para pagar las sanciones que imponía la dictadura. Con El Espectador fuera de circulación, del seno de sus colaboradores nació El Independiente, cuyo primer director fue Alberto Lleras Camargo. En 1957 cayó el telón del régimen de Rojas Pinilla y decenas de manifestantes acudieron a la sede de El Espectador para celebrar. Gabriel Cano fue paseado a hombros por espontáneos, recuerdan los autores de “Sin medias tintas”. Al año siguiente retornó la democracia, tras el acuerdo que lograron Alberto Lleras y Laureano Gómez y la imposición del Frente Nacional. El primero de junio de 1958 el diario retornó a las calles y celebró mantenerse a pesar de nueve años de censura y órdenes marciales. Apenas siete meses después, en medio de la Guerra Fría, la noticia de este lado del planeta fue la victoria de la revolución cubana de Fidel Castro.
Mientras el país sorteaba el nuevo ajedrez político mundial, la semilla de las guerrillas se dispersó en Colombia. La redacción maniobraba entre esas nuevas violencias y la corrupción de siempre, mientras Gabriel Cano instalaba el “muro de la infamia” en el que a diario exponía las metidas de patas de sus colaboradores. En 1960, Guillermo Cano y Mike Forero se inventaron “El deportista del año”, porque las gestas del ciclismo, entre otras disciplinas, también merecían una primera página. Ante el “coco” del comunismo, desde el Congreso el senador Álvaro Gómez, hijo del expresidente Laureano Gómez, empezó a hablar de las repúblicas independientes en las regiones del Sumapaz, El Pato, Riochiquito, Guayabero y el sur del Tolima. Era la antesala de la Operación Lazo, los bombardeos a la zona de Marquetalia y la génesis de las Farc durante el gobierno de Guillermo León Valencia.
Como antecedente quedaría para la historia la carta que un grupo de intelectuales franceses liderado por Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir le envió al gobierno en búsqueda de detener esa arremetida militar. El país abría una nueva puerta al precipicio del conflicto, que tendría un segundo actor clave: el Ejército de Liberación Nacional (Eln), que se tomó la población de Simacota (Santander) el 7 de enero de 1965. Trece meses después la noticia que le dio la vuelta al mundo fue la muerte de un exsacerdote en armas, Camilo Torres Restrepo, durante su primer combate contra el Ejército en Santander. Aunque el conteo de muertos se ensanchaba a diario, también había alegrías. En mayo de 1966, por ejemplo, el periódico publicó en exclusiva mundial el primer capítulo de “Cien años de soledad” de García Márquez. Pero de la inmortalidad de la obra se ocuparía la historia tiempo después, porque en aquella época Colombia vivía zarandeada por la corrupción. A través de la serie periodística “La gran vergüenza”, El Espectador denunció los retrasos en la obra del aeropuerto El Dorado.
El eterno déjà vu de Colombia, se diría, pues denuncias de ese talante todavía siguen ocupando las portadas de este diario. Entre las acusaciones de fraude en las elecciones presidenciales de 1970 en las que se impuso Misael Pastrana; la famosa frase del ciclista Cochise Rodríguez de que “en Colombia se muere más gente de envidia que de cáncer”; los desarrollos militares de la Operación Anorí que casi borran el Eln; el famoso paro nacional de 1977 que puso en jaque al gobierno de Alfonso López Michelsen; el reacomodamiento de la insurgencia y el paramilitarismo, así como la irrupción de los carteles de la droga, la convulsa década de los 70 le impuso a El Espectador el deber de reaccionar con velocidad y con temple ante la vorágine informativa. Las continuas críticas del diario contra el jefe de Estado Alfonso López provocaron su respuesta feroz al acusar a la prensa vigilante de falseadora de la verdad. Un libreto repetido por muchos gobernantes en el último medio siglo.
Pero antes de que cayera el telón de la década de los 70, tal como refiere el libro “Sin medias tintas”, el Estatuto de Seguridad del presidente Julio César Turbay llenó el país de allanamientos, requisas y desafueros militares en su cruzada contra la subversión. El caricaturista Héctor Osuna desnudó las ropas del emperador y defendió desde su lápiz las garantías fundamentales con trazos legendarios y frases de antología, como esta: “No hay que desesperarse que estas torturas ya las están investigando”. El gobierno le agarró ojeriza al diario y lo tildó como periódico de oposición. Guillermo Cano contestó sin arredrarse: “Si es oposición denunciar los atropellos cometidos contra gente inocente a la sombra del Estatuto de Seguridad, somos un diario de oposición”. Un ambiente pugnaz para la libertad de prensa que tuvo un nuevo desafío en febrero de 1980, tras la toma de la embajada de la República Dominicana en Bogotá por un comando del M-19.
El gobierno Turbay manejó la situación durante dos meses y logró la liberación de los rehenes y diplomáticos, pero la guerrilla quedó en la retina de los militares. En febrero de 1981, la redacción se llenó de luto tras la muerte, a sus 89 años, del legendario Gabriel Cano Villegas. Apenas unos días después, salía exiliado hacia México Gabriel García Márquez, pues le habían informado que podría ser capturado. El escritor dejó constancia de la persecución así: “De un lado está un gobierno arrogante, resquebrajado y sin rumbo. Del otro estoy yo, preparándome para una vejez inmerecida, pero meritoria”. Al año siguiente, la Academia Sueca le dio el Premio Nobel de Literatura. En esa misma época, el periódico empezó a denunciar el fraude del Grupo Grancolombiano a sus ahorradores. El todopoderoso Jaime Michelsen Uribe la emprendió contra el periódico, pero terminó sancionado.
La retaliación por las denuncias del escándalo financiero provocó el ahogamiento de la pauta en el periódico. Guillermo Cano contestó con el editorial “La tenaza económica” en el que denunció el bloqueo publicitario del Grupo Grancolombiano. La respuesta de ese conglomerado fue ruda: “Anunciar hoy en El Espectador, con sus tarifas y exigencias, es un pésimo negocio”. Al final, las tretas de ese grupo empresarial salieron a la luz por cuenta de las denuncias tenaces que hicieron periodistas como Luis de Castro, Héctor Giraldo o Fabio Castillo. El Grupo Grancolombiano sostuvo en su defensa que el periódico actuó con odio, pero Guillermo Cano lo corrigió con elegancia en un editorial implacable: “No hubo odio, sino sed de justicia”. El libro de Jorge Cardona y María José Medellín resumió esa batalla con la siguiente frase: “La libertad de expresión prevaleció sobre el poder económico”.
Malherido en sus finanzas, pero con su credibilidad más alta que nunca, el diario emprendió una nueva cruzada: denunciar la infiltración del narcotráfico y sus tentáculos agazapados en casi toda la sociedad colombiana. “Dejad a los narcotraficantes que vengan a mí”, escribió proféticamente el director del diario para escenificar con crudeza que el hampa se paseaba por el Capitolio y que sus matones posaban como padres de la patria. Allí salió a relucir el nombre de un tal Pablo Escobar Gaviria que, una vez descubierto, le declaró la guerra al Estado. Fue El Espectador el que le quitó la careta de congresista sin tacha y supuesto auxiliador de los más vulnerables en Medellín, para revelarlo en toda su dimensión como un mafioso de vieja data al que la justicia no había podido tocar porque sus pistoleros habían asesinado a cualquiera que tratara de tocarlo. Fue la génesis de los magnicidios, los bombazos y los sicarios en aquella década horripilante en la que todos perdimos a alguien.
Serían necesarios periódicos enteros para retratar tanta sangría, pero es verdad que ese capítulo de los años 80 que recoge el libro “Sin medias tintas” arrebata el aire. Fueron tantos los muertos y los crímenes impunes y los policías asesinados y los jueces perseguidos y los defensores de derechos humanos ultimados. Una barbarie que advirtió Guillermo Cano en un célebre editorial en el que consignó, antes de que el país se desbarrancara, lo siguiente: “Nada que proceda del estiércol del delito puede ser bueno para una sociedad moralmente digna”. La guerra del cartel de Medellín para tumbar el tratado de extradición tuvo su holocausto propio en la toma del Palacio de Justicia. Nombrar a todas las víctimas fue la tarea titánica que lograron con éxito los autores del libro, entre quienes se contaba por supuesto al propio Guillermo Cano Isaza, abuelo de María José Medellín Cano, hoy editora judicial del periódico.
Eran tiempos de zozobra y muerte que se encadenaron a otro capítulo de vergüenza para la historia de Colombia: el genocidio de la Unión Patriótica. El Espectador no cesó en su obligación de informar y con el legado de Guillermo Cano como su faro insistió en un editorial: “Los Cano vivos, como lo hicieron los Cano muertos, solo podemos prestar el servicio civil que consideramos obligatorio, de divulgar, explicar, comentar, con honradez e independencia, cuanto hagan o dejen de hacer quienes tienen la responsabilidad de dirigir a Colombia”. Los días se sucedían entre ese sello de violencias cruzadas y víctimas civiles que hicieron que el periódico declarara: “Ya estamos acostumbrados a mirar con ojos de indiferencia cuanto a nuestro alrededor sucede”. Una frase que perfectamente podría ser escrita hoy. A pesar de esa indolencia extendida, el diario de los Cano volvió leyenda su frase de batalla: “Seguimos adelante”.
Colombia se llenó de encapuchados y de masacres mientras la institucionalidad sucumbía ante tanto matón a sueldo. En el segundo aniversario de la muerte de Guillermo Cano, el diario publicó el siguiente editorial: “A pesar de todo lo que ha pasado y de todos los esfuerzos que hacen los dirigentes para entregar al país, para vendérselo a la impunidad, para no frenar la corrupción y para dejarlo al amparo de la justicia de los sicarios, a pesar de ello, don Guillermo, aún sigue vivo ese otro país anónimo y testarudo que no se rinde”. Nueve meses después, el 2 de septiembre de 1989, la mafia le puso un bombazo a las instalaciones del periódico. “Un golpe más. El Espectador lo resiste, como ha resistido tantos otros”, fue el editorial del día siguiente. Una de las mejores ediciones del periódico en su historia, escrita en unas instalaciones sin techos y sin vidrios y cuyos pisos parecían “una alfombra de minúsculas partículas cortantes”.
Dos semanas antes había sido asesinado en Soacha el candidato presidencial Luis Carlos Galán Sarmiento y apenas meses después correrían la misma suerte Bernardo Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro. Colombia transitaba los abismos de todos los crímenes posibles, pero no había tiempo para el duelo, mucho menos para la redacción del diario. Aunque sí lo había para el fútbol, el bálsamo de siempre, y la gesta de la selección en Italia 90, con el agónico empate de Freddy Rincón ante la Alemania de Jürgen Klinsmann. Pasada la euforia, el país regresó a sus cauces perdidos, mientras tomaba forma la nueva Carta Política de 1991. Pablo Escobar Gaviria solo se entregó a la justicia cuando se prohibió la extradición y entonces comenzó la comedia de La Catedral, la cárcel que el capo mandó a construir y desde la cual despachaba órdenes perentorias para traficar coca y asesinar a sus enemigos.
En un tejado de Medellín, el 2 de diciembre de 1993, Escobar cayó abatido por fin, aunque algunos miembros del Bloque de Búsqueda de la Policía hubieran pactado en la trasescena con emisarios del cartel de Cali y de la cúpula del paramilitarismo, que en esa sangrienta década llenaron de muerte y desplazamiento al país y en donde un nombre se tomó los titulares de El Espectador: Carlos Castaño Gil. De la saga criminal de su violencia también hicieron parte Fidel y Vicente, sus hermanos. Pero antes de que cobraran protagonismo, el país político no hablaba de otra cosa que del proceso 8.000. Los ecos de la narcopolítica y las pesquisas de la prensa se volvieron noticia de primera página. El presidente Ernesto Samper capoteó el temporal asegurando que, si hubo dineros ilícitos en su campaña, se dieron “a mis espaldas”. Una espalda ancha que en 1996 le permitió salir indemne del juicio político en su contra.
Para esa época eran las tomas guerrilleras y los secuestros los que se multiplicaban por todo el país. En medio de esos cilindros bomba, las minas antipersona y el asedio insurgente se abrió paso a las negociaciones del Caguán durante el gobierno de Andrés Pastrana. Para presionar al Ejecutivo en una negociación paralela, el Eln se hizo sentir con los secuestros masivos del avión de Avianca y de la iglesia La María en Cali. Apenas siete meses antes, tras la explosión de un tubo del oleoducto central, por cuenta de un atentado de esa guerrilla, 84 personas murieron calcinadas en el corregimiento de Machuca, ubicado en Segovia (Antioquia). Y como si ya no fuera tanto, las motosierras de las Autodefensas ya habían sembrado el terror en Meta, Putumayo, Antioquia y Catatumbo. Colombia se desangraba y en agosto de 1999 la casa Castaño ordenó el crimen del humorista Jaime Garzón Forero. “Asesinaron la risa”, tituló amargamente El Espectador.
El proceso de paz con las Farc terminó mal, como años después ocurrió con el proceso de desarme paramilitar, en donde reinó la impunidad y sus máximos comandantes acabaron en una celda en Estados Unidos. Corrían los tiempos de la seguridad democrática del presidente Álvaro Uribe Vélez, que prometió gobernar con mano dura y corazón grande. En la cresta de su popularidad logró la reelección, en el año 2006, pero su legado dejó manchas indelebles en la democracia que el periódico advirtió desde sus editoriales, ya en cabeza de Fidel Cano Correa, bisnieto del fundador del periódico. Ni más ni menos que el siniestro capítulo de las ejecuciones extrajudiciales y el espionaje a la Corte Suprema de Justicia y a sus opositores políticos por parte de su organismo de inteligencia, el DAS. En 2010 llegó al gobierno Juan Manuel Santos, con la promesa de seguir la mano firme de Uribe, pero tomó forma el proceso de paz con las Farc.
Una época en la que no faltaron las denuncias del periódico, siempre en defensa de las víctimas y los derechos humanos, así como la lucha frontal contra la corrupción que sigue medrando en los escenarios del poder. Los escándalos del carrusel de la contratación, Interbolsa, Agro Ingreso Seguro, el hacker Sepúlveda, Odebrecht, el cartel de la toga, entre otro largo etcétera en este país sin puntos suspensivos fueron noticia de primera plana en El Espectador, en primicias que después constató la justicia. En 2016 el Estado colombiano firmó un histórico acuerdo con las Farc, pero lo hizo trastabillando, con un plebiscito perdido y un Premio Nobel de Paz para Juan Manuel Santos que equilibró la balanza cuando parecía en la lona política. Cincuenta y dos años estuvieron en armas, pero las entregaron a cambio de profundas reformas al Estado y la posibilidad de hacer política. Nació la Jurisdicción Especial para la Paz, pero Colombia seguía partida y el péndulo giró a la derecha.
En 2018 un pupilo de Álvaro Uribe llegó a la Presidencia: Iván Duque Márquez. Su gobierno terminó atravesado por la pandemia del covid-19 y el estallido social. Los autores Jorge Cardona Alzate y María José Medellín Cano recordaron un consejo de redacción en el que Fidel Cano les exigió a sus reporteros informar con responsabilidad ese momento histórico. “También estamos indignados, pero somos periodistas”, les dijo. El ascenso de Gustavo Petro al poder se dio en ese terreno fértil y, entonces, arribó a la Casa de Nariño el primer gobierno de izquierda en 200 años de historia republicana. Lo demás es historia reciente, aunque con la misma vigilancia de siempre al jefe de Estado, tanto en sus lúcidos discursos, como en sus hondas divagaciones. Ni qué decir de los casos de corrupción que estrechan el cerco de su gobierno y de su propia familia, o de las constantes estigmatizaciones de Petro a todo aquel que difiera con su proyecto político.
Ninguna novedad en este país en el que, como documentaron los autores de “Sin medias tintas”, al poder le suele dar agrieras la prensa que le pone la lupa. “Este libro recoge las memorias de un país adolorido. Todos tenemos miedo, pero una forma de contenerlo es haciendo periodismo”, dijo el exeditor general de El Espectador, Jorge Cardona Alzate, durante el lanzamiento del libro, el 27 de septiembre pasado. A su turno, la tataranieta del educador antioqueño que fundó este diario, María José Medellín Cano, sostuvo que este proyecto editorial busca honrar no sólo la tradición y la antorcha que durante 14 décadas ha enarbolado su familia, sino a ese ejército de reporteros, colaboradores, fotógrafos, caricaturistas y escritores que dejaron su impronta en un diario que siempre supo mirar adelante y que, como sentenció alguna vez García Márquez, es uno de los mejores periódicos del mundo.
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