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“La reedición es realmente una felicidad porque los libros siguen caminando, y para mí eso es importante. Yo decía hace rato que los libros ya no me pertenecen, pero me importa que sigan su vida”, respondió Gloria Cecilia Díaz un martes en la mañana, en la librería Casa Tomada, en Bogotá.
Rodeada por más libros infantiles, con una postura y un tono de voz que reflejan su sencillez y su renuncia a la pretensión, Gloria Cecilia Díaz mira con ternura sus libros, los que nuevamente nos convocan para hablar de su obra: El sol de los venados y El valle de los cocuyos, dos historias de ficción que han sido reeditadas por Panamericana y que nos ponen a hablar de elementos en común en su narrativa, pero también de su vida, pues el primero, en especial, tiene un tinte autobiográfico que nos acerca a la memoria, uno de los temas que más ha explorado la escritora colombiana.
“Todos mis libros son distintos, todos son diferentes. El valle es una ficción y El sol de los venados es un libro en gran parte autobiográfico. Los niños siempre me preguntan: “¿Cuál es tu libro preferido?”. Y yo pues ninguno, porque es como preguntarle a una mamá cuál es su hijo preferido. Yo los quiero a todos y todos son diferentes".
En los dos libros quizá podría destacar elementos en común como la naturaleza. ¿Por qué es tan importante este elemento en su obra?
Porque yo crecí en un país con una naturaleza exuberante, porque en Calarcá uno daba tres pasos y ya estaba en un matorral. Una vez que mi gran amiga de Francia vino conmigo, hace muchos años, me decía que uno camina por Bogotá y le da la impresión de que tiene que coger un machete para abrirse paso.O sea que estamos impregnados de esa naturaleza. Yo soy una persona solar porque nací en el sol, viendo las montañas. Es la primera imagen que yo tengo: me preguntaba por qué las montañas eran azules. Siempre, desde niña, me preguntaba por qué se veían azules. No es que lo fueran, pero así se veían.Y porque mi abuela era una persona muy ligada a la naturaleza. Te daba cocimientos abominables cuando estabas enfermo. Ella lo curaba todo con aguapanela, inventaba una cantidad de remedios, todo en relación con la naturaleza.
Pienso también que hay, por lo menos en este libro, una exaltación, quizá un homenaje a la figura de la abuela. Quiero que hablemos de la importancia que tiene esa figura en su literatura.
Yo pienso que los abuelos son muy importantes para nosotros. Yo tuve abuelos maternos; los paternos no los conocí prácticamente. Mis abuelos maternos eran contadores de historias. Mi abuelo siempre nos relataba, como lo digo en El sol de los venados, historias de aparecidos y cosas así.Mi abuela también, pero ella además nos hacía voltear las tazas de chocolate para leernos lo que nos iba a pasar en el día. También lo hacía con el tabaco, porque fumaba tabaco. Recuerdo que me llevaba a la galería de Calarcá a comprar hierbas a un señor que, como lo describo en el libro, tenía un puestecito que parecía una chocita hecha de palos. Él cogía las hierbas, y ese conocimiento de los abuelos sobre la naturaleza, sobre lo que cura o lo que mata, sobre la superstición, y esa fuerza…Tanto mi abuela como Anastasia son mujeres fuertes, como las mujeres de Colombia, las mujeres latinoamericanas, que se pelean por los hijos, por la supervivencia. Yo las admiro mucho.
¿Cómo ha sido esa exploración de los personajes femeninos en su literatura?
Francamente, nacen. Y mirando todos mis libros, una vez me dije que yo era feminista desde el principio. Siempre, inconscientemente, he exaltado la figura de la mujer. No me había dado cuenta, incluso en La bruja de la montaña, que es un libro para los más pequeños.Pienso que es porque es lo que hemos vivido. Recuerdo una vez, siendo muy joven, en un taxi. El taxista me dijo: “Mire esa señora, va con cinco muchachitos y se sube al bus sin problema con todos”. Eso se me quedó. Pienso también en mis tías, sobre todo en una que vive aquí en Bogotá, que era una mujer de agallas. Esa es la imagen que tengo de la mujer latinoamericana: muy fuerte.
Creo que otro elemento en común en estos dos libros es la importancia que le da al mito, a los mitos y leyendas. En uno habla de la patasola, de la llorona… pero en el otro tiende a asociarse más con el mito. ¿Por qué es importante que en sus historias estén presentes estos elementos?
Pienso que ha sido inconsciente. Yo no me inspiré directamente en los mitos, pero creo que eso nos ha nutrido. Mi abuelo aseguraba que había visto a la patasola, al silbón, a la llorona. Para nosotros eso era admirable; lo considerábamos muy valiente. Seguramente por eso está tan presente en mí.
Hablemos de esta frase: “Ella me dijo una vez que crecer no tenía que ver solo con hacerse más alto, que había que crecer con la cabeza y también con el corazón”. ¿Qué opina usted?
Es verdad. Cuando un niño sufre, necesita que le digan cosas positivas. No puedes quedarte en el sufrimiento, porque te paralizas y te mueres. El sufrimiento, de cierta manera, nos hace crecer. Es terrible decirlo, pero es verdad. No son las cosas gratas las que nos impulsan, sino los problemas que tenemos que superar.
¿Cómo trabajó en El sol de los venados el tema de la pérdida? ¿Cómo es el duelo?
Digamos que no lo trabajé, simplemente lo escribí. Escribí lo que sentí, lo que mi corazón de niña destrozado vivió. Primero una especie de parálisis y luego un estallido de dolor y lágrimas. Mis libros no los pienso, los escribo. No tengo un plan ni un objetivo previo; escribo como cuando uno lee, descubriendo línea a línea la historia. Y espero seguir así.
Dice casi al final que ese sol del venado es el sol de mamá. ¿Qué significa ese símbolo?
Creo que fue Eduardo Carranza, o no recuerdo bien qué escritor colombiano, quien escribió un poema llamado El sol de los venados. Mi mamá miraba ese sol, pero no sabía por qué se llamaba así. Una lectora me dijo por Facebook que se llama así porque los venados salían al atardecer y los cazadores los mataban. Me pareció terrible, pero el sol del Quindío es bello; el atardecer allí es fantástico.
“Me di cuenta de que siempre son los niños los que deben pedirles perdón a los mayores, pero al revés, no”...
Eso era otra época, otra manera de educar. Los niños no tenían los derechos que tienen ahora; eran los padres los que decidían todo, sobre todo el padre. Y usted cállese y basta. No había derecho a preguntar ni a estar presente cuando llegaban visitas. Había muchas cosas que no se decían y que uno de niño no entendía. Menos mal que eso ha cambiado, porque era una dictadura.
Así como hablábamos de los mitos y leyendas, también el mundo indígena parece importante. ¿Por qué?
Ese mundo indígena me hizo sufrir mucho de niña. Yo soy mestiza, como la mayoría de los colombianos. Crecí en el Quindío con niñas muy diferentes y otras muy parecidas a mí, pero en la adolescencia sufrí porque quería ser como las otras, con grandes ojos, como las paisas antioqueñas. La enseñanza de la historia era terrible: menos mal que, según nos decían, los españoles habían venido a salvarnos de la idolatría y la ignorancia. Nunca escuché que se exaltara al indígena, y me parece horrible. Pienso que de ahí viene el racismo que recuerdo, también contra los negros, que son parte de nuestro país. Cuando yo estaba en la universidad, en los baños escribían: “Haga patria, mate un negro” o “Haga patria, mate un indio”. Y eso no fue hace tanto.En esa época lo que nos representaba eran niños rubios de ojos azules, que claro, también los hay en Colombia —mi propia hija lo es—, pero no son la mayoría. Espero que esa enseñanza haya cambiado.
Cuando le preguntaba por la pérdida, pensaba en que uno podría imaginar que hablar de duelo o sufrimiento con niños podría ser fuerte para ellos, pero hace parte de la vida...
A los niños se les ha sobreprotegido mucho aquí. La gente piensa que aislándolos del dolor crecerán mejor, y eso es falso. Más aún cuando miran juegos con violencia impresionante. ¿Por qué les permiten ver esos juegos y tener celulares a edades en que no deberían? Está comprobado que las pantallas pueden causar daños irreversibles en niños pequeños.
“Qué culpa tienen los pobres de no ser tan inteligentes como tata. Además hay muchos que no son aplicados porque no comen bien”. Hay un retrato de muchas infancias en Colombia que, por pobreza o hambre, no tienen las mismas oportunidades.
En la época en que yo estaba en la escuela, había niñas que se desmayaban porque no habían desayunado. Las diferencias eran terribles. Existía la Alianza para el Progreso, que era ayuda de Estados Unidos para Colombia. Yo me preguntaba, en un país con tantas vacas, por qué nos daban esa leche en polvo que era como una limosna. Nos la hacían en la escuela y yo la odiaba, tenía que hacer un esfuerzo para no vomitar. Pero beneficiaba a muchos niños que no tenían un desayuno adecuado.En una reunión en el Quindío, una profesora dijo que El sol de los venados era patrimonio del departamento, porque la infancia que retrata ya no existe. Yo crecí jugando en la calle, y eso era maravilloso. En vacaciones uno se iba a los matorrales o descampados a robar moras, manzanas, naranjas… una infancia un poco a lo Mark Twain, como Tom Sawyer. Eso era fascinante, no como ahora, que juegan con el celular o el computador.
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