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                                                                                                                              González Ochoa y Estanislao Zuleta: Viaje a pie (Lazos literarios)

                                                                                                                              Fernando González Ochoa fue amigo de Estanislao Zuleta Ferrer, y de alguna manera, se hizo cargo de su hijo, Estanislao Zuleta, a quien llevó por el camino de la vida y la libertad. Cuarta entrega del especial "Lazos literarios".

                                                                                                                              Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              Fernando González Ochoa, autor de "Viaje a pie", entre otras obras. / Cortesía

                                                                                                                              Apenas supo de la muerte de Estanislao Zuleta Ferrer, Fernando González Ochoa buscó una libreta y escribió, seguro con la mano temblorosa y la mirada ausente: “Murió hoy a las 15, quemado dentro de un avión, Estanislao Zuleta. Supe a las cinco que un avión se había incendiado con algunos pasajeros. A as siete (19) me dijeron que en el campo habían chocado dos aviones y que se avían incendiado. Al rato pensé que Estanislao partía hoy para Bogotá. Ahí mismo llegaron mis hijos con la lista. ¡Estanislao Zuleta! Sentí una punzada en el corazón. En todo caso, ya se me acabaron las alas. Su juventud terminó. Era mi único amigo. Recé a la Virgen para que le haga bienes a Estanislao. Voy a acostarme pidiéndole a la Virgen por él, para que sea feliz, para que me sienta”.  Al día siguiente, los pródigos dieron cuenta de los sucesos del día anterior, 23 de junio de 1935. Se enfocaron, principalmente, en la muerte de Carlos Gardel, que iba en uno de los aviones estrellados en la pista del aeropuerto Olaya Herrera. En páginas interiores, hablaron someramente de las otras víctimas. 

                                                                                                                              Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.

                                                                                                                              Fernando González Ochoa, autor de "Viaje a pie", entre otras obras. / Cortesía

                                                                                                                              Apenas supo de la muerte de Estanislao Zuleta Ferrer, Fernando González Ochoa buscó una libreta y escribió, seguro con la mano temblorosa y la mirada ausente: “Murió hoy a las 15, quemado dentro de un avión, Estanislao Zuleta. Supe a las cinco que un avión se había incendiado con algunos pasajeros. A as siete (19) me dijeron que en el campo habían chocado dos aviones y que se avían incendiado. Al rato pensé que Estanislao partía hoy para Bogotá. Ahí mismo llegaron mis hijos con la lista. ¡Estanislao Zuleta! Sentí una punzada en el corazón. En todo caso, ya se me acabaron las alas. Su juventud terminó. Era mi único amigo. Recé a la Virgen para que le haga bienes a Estanislao. Voy a acostarme pidiéndole a la Virgen por él, para que sea feliz, para que me sienta”.  Al día siguiente, los pródigos dieron cuenta de los sucesos del día anterior, 23 de junio de 1935. Se enfocaron, principalmente, en la muerte de Carlos Gardel, que iba en uno de los aviones estrellados en la pista del aeropuerto Olaya Herrera. En páginas interiores, hablaron someramente de las otras víctimas. 

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Si está interesado en leer otro texto de este especal, Lazos literarios, ingrese acá: García Márquez y Vargas Llosa: el anhelo de una reconciliación que no fue

                                                                                                                              De alguna manera, enterraron a las otras víctimas. González Ochoa se propuso rescatar a su amigo, y editó las cartas que le había enviado a lo largo de su vida. En una de ellas, le decía: “Nadie que tenga tu capacidad de impertinencia y tu limpieza estética”. Los dos eran impertinentes. Les gustaba vivir “a la enemiga”, como solía repetir González. Que cayera quien tuviera que caer. La verdad, el pensamiento, el arte, estaban y tenían que estar por encima de las mezquinas y rastreras vanidades y de los poderosos y del poder. “Cuando pienso que volvería a los ‘empleos’, no me funciona el hígado -le decía González Ochoa a Zuleta Ferrer en septiembre de 1934-. El arte me atrae, describir novillas, ceibas, hombres; buscar la euforia; sentir la ebriedad, esa inducción psicomotriz al contemplar las formas en que se afirma la vida. Ando por aquí en busca de seres que me indiquen hasta dónde es capaz la vida (…). Su vida, sus vidas, fueron capaces de ir más allá, mucho más allá de las convenciones, de los mandamientos, de los Laureano Gómez, Olaya Herreras y Alfonso López que monopolizaban el país, e incluso, más allá de ellos mismos.   

                                                                                                                              Tuvieron claro que sus obras los iban a sobrevivir, y trabajaban por ella y para ella. Cuando Zuleta Ferrer falleció, González se encerró en su casona de Envigado durante varios días y semanas. Al salir, fue en busca del hijo de su amigo, Estanislao Zuleta, que apenas había cumplido un año. Su mismo nombre, y con los años, similares posturas e ideales compartidos. Zuleta tomó a Fernando González Ochoa como su gran mentor. Heredó de él su desenfado, su amor por la vida, y sobre todo, su obsesión por el conocimiento. El colegio y el estudio magistral en academias eran, para él, una pérdida de tiempo. Por eso se salió de la escuela y se dedicó a vivir. Leía viviendo, y vivía leyendo. Thomas Mann y Dostoievski comenzaron a seducirlo. A atraparlo. Con ellos, por ellos, empezó a entender al ser humano y a la humanidad. Por ellos, desechó las reglas, el hierro, lo perfecto, lo lineal, el blanco y el negro, y el bien y el mal.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Si desea leer otro texto de Lazos literarios, ingrese acá: Las coincidencias y los suicidios de Anne Sexton y Sylvia Plath (Lazos literarios)

                                                                                                                              Y por ellos, comenzó a escribió en su “Elogio de la locura”, “La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiestan de una manera tan clara como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces comenzamos a inventar paraísos, islas afortunadas, países de cucaña. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin muerte. Y por tanto también sin carencias y sin deseo: un océano de mermelada sagrada, una eternidad de aburrición. Metas afortunadamente inalcanzables, paraísos afortunadamente inexistentes. Todas estas fantasías serían inocentes e inocuas, si no fuera porque constituyen el modelo de nuestros anhelos en la vida práctica. Aquí mismo, en los proyectos de la existencia cotidiana, más acá del reino de las mentiras eternas, introducimos también el ideal tonto de la seguridad garantizada, de las reconciliaciones totales, de las soluciones definitivas. Puede decirse que nuestro problema no consiste sólo ni principalmente en que no seamos capaces de conquistar lo que nos proponemos, sino en aquello que nos proponemos: que nuestra desgracia no está tanto en la frustración de nuestros deseos, como en la forma misma de desear. Deseamos mal. En lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor y por lo tanto, en última instancia un retorno al huevo”.

                                                                                                                              Cada frase que escribió Zuleta fue un bofetón, un seguir viviendo “a la enemiga”. “En vez de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa sala-cuna de abundancia pasivamente recibida. En lugar de desear una filosofía llena de incógnitas y preguntas abiertas, queremos poseer una doctrina global, capaz de dar cuenta de todo, revelada por espíritus que nunca han existido o por caudillos que desgraciadamente sí han existido. Adán y sobre todo Eva, tienen el mérito original de habernos liberado del paraíso, nuestro pecado es que anhelamos regresar a él”. González lo respaldó, y más que respaldarlo, lo motivó a que siguiera viviendo “a la enemiga”, como había vivido su padre. Vivir “a la enemiga” era preguntar y tratar de responder sin llegar jamás a una respuesta cómoda. Era buscar, estremecerse, elegir el camino, “El viaje a pie” de Fernando González Ochoa que tantas veces había leído, y que tantas otras había escuchado de la voz de su autor. 

                                                                                                                              Su vida fue un ‘Viaje a pie’, que como escribió Gonzalo Arango en los sesenta en uno de los prólogos de las tantas ediciones del libro, no era un libro como todos los libros, aunque fuera “un viaje como todos los viajes”, un viaje que no se explicaba, pues a fin de cuentas, los viajes se hacían. “Éste fue vivido realmente y escrito paso a paso durante el camino que de Medellín conduce a Manizales. No tiene importancia. En esencia, se trata de un viaje alrededor del mundo de Fernando González. Y esto sí tiene importancia, pues con este hombre, con este escritor, con este profeta, se inician nuevos rumbos en la literatura colombiana y continental. Su aparición marca un renacimiento espiritual, funda un nuevo ser y un nuevo pensamiento. Aquí nada necesita ser explicado: ni los viajeros, ni el paisaje, ni el camino, ni la meta. Lo que interesa no son las peripecias de la aventura, sino el suceder interior de un filósofo de carne y hueso que ve las cosas con una visión diferente, original”. Era la visión de un hombre que había decidido enfrentarse a la pacata sociedad que lo rodeaba. 

                                                                                                                              La visión de un pensador que se había forjado a partir de la idiosincrasia colombiana, utilizando el lenguaje del pueblo, un modo de hablar y de escribir que le valió ser calificado de mal hablado. Escandalizó, pero al mismo tiempo abrió derroteros hacia la autenticidad. Lo condenaron por ateo y, no obstante, fue un místico. Escribió en una prosa limpia e innovadora, pero “para lectores lejanos”. Se proclamó maestro, pero, según sus mismas palabras, no buscaba crear discípulos, sino solitarios. Su obra siempre fue nueva, fresca y controvertida. Y su vida fue un eterno viaje de la rebeldía al éxtasis, como escribió Ernesto Ochoa Moreno. Había nacido el 24 de abril de 1895 en Envigado. “Yo era blanco —escribió (sic)— paliducho, lombriciento, silencioso, solitario. Con frecuencia me quedaba por ahí parado en los rincones, suspenso, quieto. Fácilmente me airaba, y me revolcaba en el caño cada vez que peleaba con los de mi casa”. Cursó la primaria en una escuela religiosa. Luego estudió hasta quinto de bachillerato como interno en el Colegio de San Ignacio de Loyola, dirigido por los padres jesuitas. 

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Fue expulsado por sus precoces y excesivas lecturas, por transmitir sus inquietudes filosóficas a sus compañeros y por su desatención a las estrictas normas religiosas. Tiempo después escribió: “Soy el predicador de la personalidad; por eso, necesario a Suramérica. Dios me salvó, pues lo primero que hice fue negarlo, donde los Reverendos Padres. Tan bueno es Dios, que me salvó, inspirándome que lo negara”. Luego de su expulsión anduvo tres años por ahí, pensando, tomando notas, tachando, charlando, y de allí surgió su primera obra, Pensamientos de un viejo. Un año más tarde se graduó de bachiller y se matriculó en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Antioquia, pero en el camino se inclinó por las leyes. Su segundo escándalo fue el título de su tesis, El derecho a no obedecer, que tuvo que cambiar por el de Una tesis. Fue magistrado del Tribunal Superior de Manizales, juez segundo del Circuito de Medellín, asesor jurídico de la Junta de Valorización de Medellín y cónsul de Colombia en Génova, Marsella, Bilbao y Rótterdam. En 1929 publicó Viaje a pie. De ahí en adelante escribió Mi Simón Bolívar, 1930; Don Mirócletes, 1932; El hermafrodita dormido, 1933; Mi compadre, 1934; Cartas a Estanislao, 1935; Los negroides, 1936, y Santander, 1940. En 1946 (sic: 1941) sacó El maestro de escuela, e ingresó en una especie de introspección de la que saldría a finales de los 50 con el Libro de los viajes o de las presencias.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Por aquellos años conoció a Gabriela Mistral, para quien la obra del Loco de Envigado fue todo un suceso: “Los libros de Fernando me sacuden hondamente. Hay en él una riqueza tan viva, un fermento tan prodigioso, que ello me recuerda la irrupción de los almácigos en humus negro. ¡Es muy lindo estar tan vivo!”. Por los mismos años (sic), el poeta Ernesto Cardenal, decía: “¿Quién es Fernando González? Es un escritor inclasificable: místico, novelista, filósofo, poeta, ensayista, humorista, teólogo, anarquista, malhablado, beato y a la vez irreverente, sensual y casto... ¿Qué más? Un escritor originalísimo, como no hay otro en América Latina ni en ninguna otra parte que yo sepa”. “González fue odiado por quienes no lo comprendieron, por quienes se escandalizaron con su verdad desnuda. Él no odió a nadie, no quiso ofender a nadie: sus ofensas no eran a personas o instituciones, sino a la vanidad en ellas. Si la verdad duele es porque mata en nosotros la mentira de que vivimos”, dijo poco antes de morir Gonzalo Arango. Él, como Estanislao Zuleta, intentó seguirlo, fue uno de sus discípulos, el espejo en el que siempre quiso mirarse y del que jamás se alejó.

                                                                                                                              Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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