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Enero de 1933. Helen Keller les propone un desafío a los lectores de la revista Atlantic Monthly. En su artículo "Tres días para ver", la escritora estadounidense –ciega y sorda desde que tenía poco más de un año– dice que a menudo piensa que sería una bendición si cada ser humano pudiera quedarse ciego y sordo unos días en algún momento de su juventud. Dice que esa sensación de que el tiempo se extiende ante nosotros como un horizonte constante de días, meses y años inagotables nos impide mirar con atención.
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Las farolas de La Rambla de Barcelona no son todas iguales. Algunas tienen cinco brazos. Están agrupadas de cuatro en cuatro, a cada lado del paseo, en cinco puntos diferentes. Cinco puntos que coinciden con las puertas de la antigua muralla medieval. En el mismo paseo, a la altura del tramo Pla de l’Ós, hay un dibujo pintado sobre el pavimento, una figura de colores que Joan Miró le regaló a su ciudad. No puedo precisar el número de veces que he caminado por La Rambla esquivando la marabunta de vendedores ambulantes y turistas. No me había fijado en las farolas de cinco brazos ni en el dibujo de Miró. Hasta que vino alguien desde muy lejos, con sus ojos ávidos de novedad, los míos no se dieran cuenta.
Helen Keller les preguntaba a sus lectores: “¿Cómo usarías tus ojos si sólo tuvieras tres días para ver?”. Retaba a los que pasan sin dar mayor importancia al espectáculo de color y movimiento que los rodea. Era una provocación inquietante imaginar que una niebla espesa cubriría toda la tierra, todas las cosas amadas: una noche perpetua.
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A lo largo de ocho páginas, Helen Keller detalla su propio recorrido imaginario. El primer día contemplaría los rostros de las personas que hacían que su vida mereciera la pena. Miraría los ojos de sus perros, las bagatelas que convertían su casa en un hogar, caminaría por el bosque. Sus manos recorrerían las esculturas de dioses y diosas de la antigua tierra del Nilo. Seguiría las grietas de un jarrón griego con la punta de sus dedos. Iría a ver las obras de Rafael, Tiziano, Rembrandt y da Vinci. Contemplaría los escaparates de la Quinta Avenida, y un parque lleno de niños, y fábricas y favelas, y el milagro que transforma la noche en día.
—Yo soy ciega —concluía Keller—. Puedo darles pistas a aquellos que ven: utiliza los ojos como si mañana tuvieras que quedarte ciego. Y puedes aplicar el mismo método a los demás sentidos. Escucha la música de las voces, el canto del pájaro, las poderosas notas de una orquesta, como si mañana tuvieras que quedarte sordo. Toca cada objeto como si el sentido del tacto fuera a fallarte mañana. Huele el aroma de las flores, saborea cada bocado, como si mañana no pudieras oler ni saborear otra vez. Aprovecha al máximo cada sentido, disfruta de todas las facetas del placer y de la belleza que el mundo te revela. Pero de todos los sentidos, estoy segura de que la vista debe ser el más delicioso.
sorayda.peguero@gmail.com