Agosto de 1945. Hiroshima y Nagasaki reducidas a cenizas. Cuerpos que se volvieron sombras, manchas en el piso donde alguna vez pulsó la vida. Y mientras se contaban los muertos y los vidrios rotos, el resto del mundo quedó con una nueva realidad en las manos.
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Han pasado 80 años desde que “Little Boy” y “Fat Man” cobraron la vida de más de 200.000 personas en Japón. Fue en ese panorama que el pensamiento filosófico tuvo que enfrentarse a un nuevo desafío. La materialización de nuestro suicidio colectivo resonó directamente con un existencialismo que ya desde finales del siglo XIX proclamaba la muerte de Dios y que no veía en su horizonte una sociedad regida por algún tipo de poder moral o racional superior.
Sobre esto, el filósofo argelino Albert Camus escribió en 1948 “El exilio de Helena”, un ensayo en el que defendía que Europa cada vez más se alejaba del racionalismo griego que consideraba su hogar y su origen, porque en la antigua polis se profesaba un límite y un balance entre la razón y lo sagrado, mientras que este nuevo continente se había abandonado completamente a la primera, sin preocupación alguna porque ello pudiese conducir a su destrucción. Para Camus, Europa, “lanzada a la conquista de la totalidad, es hija de la desmesura. Niega la belleza, del mismo modo que niega todo lo que no exalta. Y, aunque de diferentes maneras, no exalta más que una sola cosa: el futuro imperio de la razón”.
Jean-Paul Sartre llevó la reflexión más allá. Desdeñó la violencia a la que el mundo se había entregado, pero vio en nuestra nueva capacidad destructiva una especie de esperanza. La posibilidad del fin de los tiempos en cuestión de minutos imponía una perspectiva. “La próxima vez la Tierra puede estallar —escribió—, fin absurdo que dejaría en suspenso para siempre los problemas que constituyen desde hace 10.000 años nuestros motivos de inquietud”. En medio del nihilismo nuclear, Sartre vio la capacidad de asumir, por primera vez en la historia, la carga de vivir por voluntad propia. “Era preciso que la humanidad se viera un día en posesión de su muerte. Hasta entonces continuaba una vida que le venía no se sabe de dónde, y ni siquiera tenía el poder de rechazar su propio suicidio, puesto que carecía de los medios que le hubieran permitido consumarlo”, escribió en su ensayo “El fin de la guerra”. “Si toda la humanidad continúa viviendo, no será simplemente porque ha nacido, sino porque habrá decidido prolongar su vida”, concluyó.
Karl Jaspers, psiquiatra y filósofo alemán, también se preguntó por este nuevo horizonte. Para él, la bomba era la máxima expresión del nihilismo del siglo XX, pero no lo decía como una actitud derrotista, sino como una oportunidad para cambiar nuestra propia visión del futuro de la humanidad: una ventana hacia nuestro “despertar existencial”, como lo calificó Antoine Bousquet, profesor de la Universidad Swedish Defence, en su artículo “Existencialismo nuclear: sobre la respuesta filosófica a la vida y la muerte bajo la bomba”.
En su libro “El futuro de la humanidad”, Jaspers se refiere en profundidad a esta nueva filosofía que debe surgir con esta nueva amenaza. “De ahora en adelante el peligro de que la humanidad perezca por la acción humana siempre estará presente; nunca desaparecerá. Habrá que afrontarlo y superarlo de nuevo, y es bajo esta presión que el hombre puede alcanzar su máximo potencial”, escribió.
Las preguntas, entonces, son: ¿qué hemos hecho con ese máximo potencial? ¿Qué pasó con estas reflexiones que nacieron de la idea de que el fin era inminente? ¿Por qué ya no afloran como lo hicieron cuando explotó la primera bomba? Para Carlos Sanabria, profesor titular del Departamento de Física de la Universidad de los Andes y encargado de dictar el curso “Armas nucleares” en esta misma institución, ya no es que exista un “debate” al respecto. “No hay mucha conversación sobre el tema, ni siquiera en espacios académicos. Es un tema que ha estado relegado y olvidado, salvo recientemente, que comenzó la guerra en Ucrania y que ha llevado a Vladimir Putin a recordarle a todo el mundo que esas armas existen”, afirmó.
Contrasta la falta de reflexión sobre lo que significa para nuestra proyección como humanidad la tenencia y proliferación de armas de destrucción masiva con la idea de que las tensiones geopolíticas en diferentes partes del mundo no solo nunca se han detenido, sino que algunas han llegado a límites realmente críticos. India y Pakistán, Israel e Irán, Rusia y Ucrania, Corea del Norte y Estados Unidos... La lista de países que siguen en la carrera armamentista —y cuyas consecuencias podrían llevar al fin de la humanidad— sigue, pero la amenaza se ha vuelto parte del paisaje. A pesar de que estos y muchos otros filósofos, como Hannah Arendt, Emmanuel Lévinas o Hans Morgenthau, sí se dedicaron en su momento a ver cuál era la humanidad que nos quedaba después de esto.
Reivindicar la reflexión filosófica en un aniversario como este pone en perspectiva cuánto camino hace falta para la comprensión de la amenaza nuclear. La búsqueda de esa nueva humanidad ha de perseverar, como escribió Camus, “hasta que también el átomo se encienda y la historia concluya con el triunfo de la razón y la agonía de la especie”.