El elenco de la obra deja ver que el talento musical colombiano para este tipo de arte es innegable. De menos a más, los papeles secundarios del cuarteto coral demostraron buena capacidad en lo vocal y lo actoral; sus intervenciones fueron nítidas en las pequeñas secciones en solitario y en conjunto, estas últimas bien ensambladas y de una claridad polifónica innegable. Es una lástima que su lugar en escena fuera un tanto incidental y accesorio. Sospecho que así fue por el gran vacío escenográfico que los dejaba como suspendidos en la tarima, sin mucho qué hacer.
Entre los coprotagonistas resaltó Paola Leguizamón con su ligereza vocal y su gracia en la actuación. Hizo un papel divertido de inicio a fin, de esos con los que uno se encariña al punto de querer ver a la cantante en otras obras desarrollando la que parece ser su gran fortaleza: los personajes histriónicos, infaltables en cualquier ópera. También llamó la atención César Gutiérrez, a quien los años han tratado como a todo buen tenor, dándole un color maduro y cálido, que sumado a su presencia en tarima dan un parte de seguridad a sus compañeros y al público.
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De los protagonistas no hay sino cosas buenas por decir: Laura Gómez es afinada y precisa, tiene un bello color de voz, un registro amplio y gran proyección de volumen, y muy a mi gusto no abusa del vibrato. En su personificación del papel de Rosaura no dejó dudas en el giro a la historia que el libretista Iván Olano propuso: una escena en la que una mujer empoderada logra vengarse de los agravios de los que fue víctima.
Finalmente, solo flores para el tenor Andrés Felipe Agudelo. Me sorprendió gratamente la dulzura y delicadeza de su voz de cabeza en las secciones más dramáticas de su papel, principalmente cuando Segismundo se lamenta por la confusión de no saber qué de lo que vive es y no es cierto, qué de sus desgracias es o no es sueño. Agudelo se llevó un aplauso muy merecido (el único del show seguido de un aria) tras finalizar el famoso soliloquio en el que Segismundo anota “que todo en la vida es sueño, y los sueños, sueños son”. Le auguro más éxitos a los que ya suma en su carrera con directores y orquestas en Colombia y otros países.
Ahora, frente a la música, debo decir que Juan Pablo Carreño hizo un estupendo trabajo con el que demostró un profundo entendimiento del lenguaje operístico barroco. Se preguntaba Manuel Drezner en este medio, hace unos días, si vale la pena escribir en el siglo XXI una ópera en el estilo del XVIII. Yo creo que sí, por el reto intelectual de emular a los grandes maestros de la polifonía, por el gusto de hacer un tipo de música que ha trascendido durante siglos y por la importancia de darle otras voces instrumentaciones antiguas, como la que usó la orquesta La Chapelle Harmonique bajo la batuta de Valentin Tournet. Aunque un poco corta en la proyección del sonido para un teatro de más de mil sillas, oír a una orquesta con tiorba, clave, flautas de madera y percusión antigua, entre otros, fue todo un gusto.
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El asocio entre Carreño y Olano también rindió buenos frutos. Entrevisté al compositor hace unas semanas y conversamos sobre la viabilidad del español como lengua para la ópera. No es un idioma muy apreciado entre los fanáticos, quienes se decantan siempre por el italiano y el alemán, y toleran el francés y el inglés. Pero mis dudas fueron disipadas y mis expectativas cumplidas muy rápidamente con los primeros compases cantados. El libreto quedó muy bien escrito y su adaptación musical también. Quizás las partes en recitativo no estuvieron tan bien logradas, pero estas nunca son fáciles y en muchas ocasiones son prescindibles.
El gran lunar del montaje fue, sin duda, la escenografía. Me cuesta entender cómo una coproducción de cuatro participaciones, el Teatro Mayor (Colombia), La Chapelle Harmonique (Francia), el Centre National de la Musique (Francia) y el Festival Iberoamericano del Siglo de Oro (España) se permite una simpleza que raya en la mediocridad de una escenografía hecha con un baúl, una silla, una cortina y una pantalla de fondo con tres imágenes abstractas. Segismundo no tuvo torre, sino ataúd, el Rey Basilio gobernó desde un palacio imaginario, el pobre vasallo que Segismundo mata no cayó por la ventana, sino que se tuvo que esconder detrás de la cortina. Eso sí, en la boletería cobraron lo mismo que cobran por un gran montaje de ópera. El público, que no es tonto, lo sabe y por eso economizó bastante en aplausos.
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En breve, no me queda sino insistir en lo de la columna pasada: que tenemos las condiciones artísticas para vigorizar nuestra oferta de ópera, pero debemos dinamizar las relaciones comerciales e institucionales con los sectores público y privado, las universidades, los medios de comunicación y los mecenas para asegurar montajes de calidad y para formar a un público cada vez más crítico que los exija siempre.