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Infancias interrumpidas | Reseña de “Hiedra”

Azucena tiene un auto, una casa, un poco de dinero; Julio solo tiene su grupo de amigos, su fuerza, su ternura.

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Alejandra López
15 de octubre de 2025 - 06:33 p. m.
Azucena y Julio comparten una infancia tardía en Hiedra, la nueva película de la directora ecuatoriana Ana Cristina Barragán.
Azucena y Julio comparten una infancia tardía en Hiedra, la nueva película de la directora ecuatoriana Ana Cristina Barragán.
Foto: Cortesía BIFF 11
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Hiedra, de la directora ecuatoriana Ana Cristina Barragán, cuenta el encuentro entre Azucena, una mujer de treinta años, y Julio, un adolescente que crece en un orfanato a punto de cumplir la mayoría de edad. Ella fue madre a los trece, víctima de una violencia ejercida desde la confianza —un profesor, una familia que decidió por ella—. Él nunca conoció a los suyos y ha aprendido a cuidar a los más pequeños del hogar. Los dos, cada uno a su modo, arrastran una infancia interrumpida.

La película abre con un gruñido. En un cuarto estrecho, dos adolescentes se enfrentan como perros. No hay adultos, solo un grupo de muchachos alentando la pelea. Es un juego, pero también una imitación de la violencia adulta: un gesto de supervivencia que transforma la imaginación en un espacio contaminado por lo real. En Hiedra, el juego no libera; apenas permite ensayar otras formas de ser.

Después de esa escena, la cámara sigue a Julio, el muchacho vencido en la pelea. Lo vemos moverse entre los pasillos del orfanato, cuidar a los más pequeños, hablar con un bebé. En medio de un entorno áspero, él cuida. Su ternura no proviene de la autoridad ni de la sangre, sino del reconocimiento compartido de la carencia. Esa sensibilidad lo conecta con Azucena, que observa desde la distancia, entre curiosidad y desasosiego, hasta que se atreve a acercarse.

Barragán filma su encuentro sin explicaciones. Ella parece suspendida en un tiempo infantil; él intenta afirmarse en un mundo que lo expulsa. Los une una fragilidad parecida y una necesidad de contacto. En esa relación, hecha de gestos más que de palabras, la película sugiere que la infancia también es un lenguaje: se habla con el cuerpo, con la piel, con lo que se tiene a mano cuando todo lo demás ha sido negado.

La diferencia de clase y de color atraviesa cada escena. Azucena tiene un auto, una casa, un poco de dinero; Julio solo tiene su grupo de amigos, su fuerza, su ternura. La cámara junta esas dos orillas sin borrarlas: muestra la desigualdad sin pronunciarla, deja que el contraste sea parte del vínculo. En un país marcado por jerarquías raciales y económicas, el encuentro entre ellos es un intento por imaginar una intimidad donde normalmente habría distancia.

La huida hacia el volcán condensa ese intento. No es una escapatoria, sino una búsqueda: inventar, aunque sea por unas horas, una infancia común a destiempo. Corren, se mojan, se esconden. Ella le busca lunares y los dibuja con tierra; él le calienta las manos. La naturaleza los rodea sin juicio, como si fuera el único lugar donde pudieran volver a empezar. Cuando la tormenta se avecina, el juego se detiene: el temor y el dolor también habitan ese espacio que han construido, pero el gesto de consolar persiste. La escena final, en la que Azucena amamanta a Julio, cierra ese movimiento de inversión y retorno: el deseo de reparar con el cuerpo aquello que el tiempo les arrebató. Hiedra se mueve en ese territorio ambiguo entre el cuidado y el deseo, la ternura y la incomodidad. Barragán no intenta resolverlo: lo deja latir.

No hay redención ni castigo. Hay torpeza, belleza, ensayo, imaginación. Y una infancia que ocurre tarde, pero ocurre —en una orilla donde un volcán ruge, todo tiembla, y aun así, por un instante, el tiempo se detiene.


Esta reseña se realizó en el marco del Taller de Crítica del Bogotá International Film Festival (BIFF) 2025, como parte de los textos desarrollados durante el laboratorio.

Por Alejandra López

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