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Javier Cercas: “La historia de Bergoglio es, probablemente, la historia de todos”

Javier Cercas habla en esta entrevista sobre el legado del papa Francisco, a propósito de su libro “El loco de Dios en el fin del mundo”.

Andrés Osorio Guillott

11 de mayo de 2025 - 06:00 p. m.
Javier Cercas, autor de “El loco de Dios en el fin del mundo”, habló de su libro y de los principios que representó el primer papa Latinoamericano en el Vaticano.
Foto: Terumoto Fukuda
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¿Cómo logró usted viajar con el papa Francisco a Mongolia?

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El origen del libro es curioso… bueno, no es curioso, es insólito, porque nunca había ocurrido lo que ocurrió. El origen del libro tuvo lugar, digamos, hace casi dos años, en el Salón del Libro de Turín. Esto lo cuento en el propio libro. El Salón del Libro de Turín es como la Filbo de Italia, ¿verdad? Yo estaba firmando libros después de un evento, y mi editora me dijo: “Mira, hay una persona del Vaticano que quiere hablar contigo”. Naturalmente, me extrañé. Bueno, acabé de firmar, me fui a ver a esa persona, que resultó ser el director de la editorial del Vaticano, que se llama Lorenzo Fazzini, que luego es un personaje del libro, un personaje muy importante, por cierto, porque me acompaña a muchos sitios, y se establece una relación curiosa, como de Don Quijote y Sancho Panza entre los dos, porque es un personaje bastante cómico y muy inteligente. Bueno, el caso es que me dice: “El papa Francisco viaja a Mongolia a finales de agosto, principios de septiembre”—estábamos en el año 2023—“viaja a Mongolia, un país de tradición budista con menos de 1500 católicos, y habíamos pensado que tal vez a usted le interesaría… le gustaría acompañarlo. Nosotros le facilitaríamos el viaje, le abriríamos las puertas del Vaticano para que usted hablase con quien quisiese, viese lo que quisiese y, finalmente, pues escribiese lo que quisiese también, con absoluta libertad: una novela, un ensayo, lo que usted quisiera”. Y añadió una cosa que es un hecho: esto la Iglesia nunca lo ha hecho. Es decir, el Vaticano nunca ha abierto las puertas a nadie, a un escritor, para que escriba sobre lo que hay realmente ahí dentro. Y por lo tanto, pensaron que quizá a mí me gustaría participar en este experimento inédito. Y yo… las primeras palabras que recuerdo haberle dicho—lo escuché con perplejidad, como se puede imaginar—fueron: “¿Pero ustedes no saben que yo soy un tipo peligroso?”. Aunque, en realidad, creo que dije: “¿Pero se han vuelto ustedes locos, o qué?”. Y con razón. Primero, porque yo soy escritor, y un escritor no puede sino contar la verdad. Esta es una novela, pero es una obra sin ficción. No hay absolutamente nada inventado. Por lo tanto, yo iba a contar la verdad. Y, por lo tanto, ellos estaban haciendo un ejercicio de… bueno, de coraje o de temeridad, según se mire, ¿verdad? Abriendo las puertas del Vaticano a alguien que, además—y esta es la segunda razón por la que lo decía—es ateo.

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Yo soy ateo y anticlerical. El papa Francisco solo es anticlerical, pero yo soy ateo y anticlerical. Y, bueno, por lo tanto, era un ejercicio por su parte arriesgado, muy arriesgado. Debo decir que ningún escritor en su sano juicio hubiese rechazado semejante propuesta. No sé por qué me la hicieron a mí; esa es la única pregunta que no me he hecho en estos dos años. Pero sí sé que habría que estar muy estúpido para rechazar una propuesta semejante.

Nuestra civilización es incomprensible sin la Iglesia Católica. La civilización occidental son 2000 años de historia incomprensibles sin esa institución. Y, por lo tanto, meterte allí dentro a ver qué pasa… pues es imposible rechazar una oferta así.

¿Por qué es importante el concepto de la periferia para los jesuitas y para el papa Francisco?

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Sí, la palabra “periferia” forma parte del pensamiento del papa. Es muy importante. Se disputa con otras palabras la primacía del papado, es decir, ¿cuál es la palabra que define el papado? Algunos dicen que es “periferia”. Para mí no. Para mí, la palabra que define el papado es “sinodalidad”, que es una palabra que nadie entiende, que intento explicar en el libro. Pero sí, la palabra “periferia” es fundamental, porque el papa tiene una visión misionera de la Iglesia. De hecho, él quiso ser misionero, no pudo serlo por motivos de salud, y considera—con razón—que los misioneros, que la Iglesia tiene que ir a la periferia, a los extremos, como hacen los misioneros. Para el papa, los misioneros encarnan mejor que nadie el cristianismo de Cristo. Son los “locos de Dios”. El “loco de Dios” del libro es Francisco, porque Francisco se puso ese nombre por Francisco de Asís, y Francisco de Asís se llamaba a sí mismo “el loco de Dios”. Pero el libro está lleno de locos, y puede leerse como un elogio de la locura. Y los locos son esos misioneros que hacen lo que hizo Cristo y lo que hicieron sus apóstoles. Es decir, abandonarlo todo: casa, familia, país, ambiciones de riqueza, de reconocimiento, etcétera, etcétera, para irse literalmente al fin del mundo, es decir, a la periferia, a echar una mano. Porque en realidad ni siquiera van a evangelizar.

El proselitismo está proscrito en la Iglesia de Francisco. No van a eso. Van a estar con los mismos con los que estuvo Cristo. O sea, con los que no tienen dónde caerse muertos: con los viejos, con los huérfanos, con los humillados y ofendidos del mundo, etcétera. Cristo es un peligro. Jesucristo era un peligro público, a ver si nos aclaramos. No era un revolucionario, era un subversivo. Era un hombre que no estaba con el poder, no estaba con los ricos, no estaba con los poderosos. Estaba con esos, con los que no tienen dónde caerse muertos. Lo crucificaron porque era un peligro. Porque era un tipo peligroso. Porque decía cosas peligrosas, como que todo el mundo es igual, en un mundo regido por la esclavitud, ¿verdad? Bergoglio piensa eso: que el cristianismo auténtico está en la periferia, no en los lugares donde triunfó —Italia, España, los grandes países católicos—, sino precisamente donde no ha triunfado. Y ahí es donde está la Iglesia, la renovación de la Iglesia. Si tengo que decir en qué consiste el papado de Francisco, lo esencial del papado de Francisco, diría que consiste en un intento de volver a la Iglesia primitiva. En este sentido, sí se puede hablar de un papa revolucionario. Pero la revolución no la propone él: quien la propone es el Vaticano II, que es el gran Concilio que cambia—o mejor dicho, pretende, ambiciona cambiar—la Iglesia. La idea es: la Iglesia se ha pervertido con una serie de elementos fundamentales—el clericalismo, Constantino, es decir, la unión con el poder, etcétera; la verticalidad, la jerarquización—y hay que volver a la Iglesia de Cristo.

¿Y esto es lo que ha conseguido Francisco? Desde todos los puntos de vista, no, obviamente. Porque para llevar a cabo esa revolución hacen falta 55 papas como este, como mínimo. Al menos ha planteado los problemas. Si alguien cree que un papa puede cambiar radicalmente la Iglesia, no sabe lo que es la Iglesia. Así de fácil.

Usted incluso en una anécdota que comparte con su mamá, habla de la humildad del papa Francisco. ¿Por qué este principio es tan importante en él?

Este es un libro que habla de la humildad. Y yo creo que esa es la virtud fundamental de los cristianos y de los no cristianos. Es lo que pensaba Chesterton, un escritor fundamental para el papa y fundamental para cualquiera. Y creo que ese es el mensaje, uno de los mensajes fundamentales de Cristo. El testamento de mi madre —también al final del libro— habla de eso. En su último momento de lucidez, ella dice que siempre ha sido una persona humilde, que siempre se ha creído menos que los demás. Y dice: “¿Sabes qué te digo, Javi? Que la humildad sale a cuenta”. No se puede decir mejor, en mi opinión, lo que decía Francisco de Asís y lo que dicen Cristo y Bergoglio.

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Bergoglio ha intentado poner la humildad en el centro de la Iglesia. Si tú me preguntas si era una persona humilde, mi respuesta es: creo que no lo era, pero que luchó a muerte por serlo. Eso es lo que define a Bergoglio, en mi opinión: el hecho de ser un hombre que luchó a muerte consigo mismo. Un hombre muy consciente de sus propios defectos, de sus propias flaquezas.

Entre ellas, creo que estaba una cierta tendencia autoritaria, una cierta tendencia, a veces, a la soberbia. Y que luchó a muerte contra ellos, contra sí mismo, para llegar a ser el mejor que podía ser. Y esto es lo que realmente le hace humano. Esto es lo que le hace humano: que además no lo ocultó, sino que lo exhibió. Dijo: “Yo no soy Superman. Soy un hombre de carne y hueso, con mis defectos, con muchos defectos, que he peleado por superar”. Pero si tú me preguntas si él era naturalmente humilde, creo que no lo era. Pero ahí está el mérito de este hombre, que no ocultó sus defectos. Y por eso de él puede decirse lo mejor que se puede decir de un papa, en mi opinión, que es lo que dijo Hannah Arendt de Juan XXIII, que era un cristiano sentado en la silla de San Pedro.

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Quiero preguntarle también por esa relación entre la atracción y el concepto de fe, sobre todo teniendo en cuenta que usted es ateo y anticlerical. ¿Cómo funciona ahí ese tema de la fe y la atracción?

Eso lo dice—ahora lo recuerdo—un amigo íntimo del Papa, un cronista, un viejo corresponsal vaticano que se llama Lucho Bonelli. Es un personaje realmente fascinante para mí. Él dice que el papa sostiene que la fe es una atracción. Es decir, que Cristo era un personaje atractivo, incluso en el sentido de la atracción que generaba en las mujeres. No una atracción sexual, sino una atracción humana. Era una persona atractiva, y a la fe se llega a través de esa atracción que determinadas personas te provocan.

Yo no lo sé. No sé si eso es así. ¿Si tu pregunta es si me he encontrado con una persona tan atractiva como para que me lleve a creer en Dios? Pues la respuesta es no, porque sigo siendo ateo. Yo no estoy seguro de que eso sea así. Creo que una persona puede ser muy interesante, muy atractiva en ese sentido, y tú, sin embargo, no tener la capacidad de llegar a la fe a través de ella.

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La fe es una cosa muy extraña. En el libro se discuten, por supuesto, mucho estas cosas. No es un ensayo; es, en parte, un ensayo, en parte una crónica, en parte una biografía, en parte una autobiografía. Es muchas cosas. Al final, es una novela, porque la novela tiene la capacidad de integrar todos los géneros y trascenderlos. Aquí no hay tesis. Hay gente discutiendo ideas, ideas muy complejas, espero que de manera atractiva, porque las ideas pueden ser muy atractivas, muy entretenidas, apasionantes y divertidas. Eso es lo que hay en este libro: una discusión de ideas que, ojalá, sea divertida, atractiva, emocionante, etcétera.

Hay un momento en el libro con un personaje extraordinario, que es el cardenal Tolentino. Mis amigos portugueses dicen que es el mejor poeta de la lengua portuguesa, y realmente es un gran poeta. Yo le digo a él: la fe es una intuición, como una intuición poética, es decir, la visión de un sentido donde el común de los mortales no ve ninguno. Esa es la intuición poética, ¿no? Y él me dice: “Sí, exactamente eso es; es como una intuición poética”. Pero luego hablo con el Papa, exactamente la misma idea. Le digo: es una intuición. Y él me responde: “No, no es una intuición. Es un don”.

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Yo creo que ambos conceptos son compatibles: el concepto de don y el de intuición tienen algo muy profundo en común, que en el fondo, quizá, tal vez, son lo mismo. En cualquier caso, la fe es algo involuntario. Es algo que tienes o no tienes. Tú no puedes decir: “Voy a tener una intuición poética”, ¿no? La intuición poética se tiene o no se tiene, y el don se tiene o no se tiene. El don se recibe, pero también se puede perder.

Hay un diálogo con Antonio Spadaro, el director de una revista que entiendo es el medio más antiguo de Italia. Y él dice que la Iglesia no es monolítica, que en ella hay muchas formas de vivir la espiritualidad, y que la de los jesuitas está centrada en el discernimiento. Quisiera que habláramos de esa noción del discernimiento, que puede ser importante para comprender ese perfil suyo del papa.

El discernimiento viene a ser una forma de conocimiento que involucra tanto lo racional como lo espiritual. No es solo racional ni solo espiritual: es ambas cosas al mismo tiempo. Spadaro, que es jesuita y uno de los intelectuales más cercanos al papa, considera que eso es algo que Bergoglio ha aportado a la Iglesia. Yo tengo mis dudas. Insisto: él es jesuita, y Spadaro ve en el papa un jesuita antes que nada. Yo tengo mis dudas.

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Bergoglio, sin la menor duda, es un jesuita. Se formó como jesuita, su mentalidad es la de un jesuita. Pero cuando llega al papado, lleva veinte años sin tener ninguna relación con ellos. De hecho, me pregunto… no lo sé. Él tuvo una batalla a muerte con los jesuitas, y la perdió. Acabó siendo exiliado tras esa derrota. Llegó a su momento más oscuro, tenía cincuenta y pico de años. Había sido derrotado en sus ambiciones, en todo. Lo mandan a Córdoba, a un asilo, y había perdido todo. Y ahí, en ese momento, nace un nuevo Bergoglio. Para mí, el peor momento de Bergoglio es su mejor momento. El peor momento de Cristo es el mejor momento de Cristo. El momento de Cristo es la cruz, pero sin la cruz no existiría el cristianismo. El momento de Bergoglio es ese momento de exilio terrible. Es un hombre acabado. Su carrera se acabó, todo se acabó. Y ahí es cuando nace el Bergoglio que es el papa. Nuestro peor momento, a menudo, es nuestro mejor momento. El momento de mayor oscuridad es el momento de la luz. A eso alude la cita de este libro, que es de Faulkner, y dice, más o menos: “Más allá de la derrota hay una victoria de la que el triunfador nada sabe”. Es exactamente la historia de Cristo. La historia de Bergoglio es, probablemente, la historia de todos.

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Si no llegas al fondo de ti mismo, de tu propia derrota, nunca vas a saborear esa otra victoria que está más allá de la derrota. Entonces me pregunto hasta qué punto Bergoglio —el Papa Francisco— es resultado de su formación jesuítica, pero también de su rechazo del catolicismo, de su apartamiento de los jesuitas. Repito: veinte años sin trato. Y me pregunto si esa victoria sobre sí mismo, esa victoria que está más allá de la derrota, no llega como consecuencia de la derrota de determinados aspectos de su formación jesuítica.

Entonces era un jesuita, pero un jesuita que se apartó —en cierto sentido— de muchas cosas del espíritu de los jesuitas.

Quiero cerrar con esto: usted dice que “La literatura es un instrumento de conocimiento”. ¿Qué comprendió usted escribiendo este libro sobre el Papa, la religión y el Vaticano?

Las respuestas son 500 páginas. Lo que he comprendido, lo he contado ahí. Muchas cosas. Este libro me ha cambiado por completo la vida. No solo la visión de la religión, del cristianismo, del Vaticano… también la visión de mí mismo.

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Cada una de esas páginas está dedicada a eso: a explicar qué he comprendido. Mi primer ejercicio, el más importante antes de empezar a escribir este libro, fue —creo que esto es lo más difícil y lo más importante— desprenderme de todos los prejuicios que acumulaba sobre el cristianismo, el catolicismo, el Vaticano, sobre todo.

Todos acumulamos una enorme cantidad de prejuicios sobre esos temas, porque todos somos cristianos, lo queramos o no, seamos ateos o no. Esto lo dijo Croce mejor que nadie. Todos venimos de ahí, venimos de la gran revolución del cristianismo. Venimos de Atenas, de Jerusalén, de Jesucristo y de Sócrates.

Como hemos visto estos días, después de la muerte del Papa, todo el mundo quiere saberlo todo sobre el Vaticano, sobre la Iglesia, sobre la religión. Y todos tienen opiniones acerca de absolutamente todo. Entonces, el gran ejercicio fue limpiarme la mirada de prejuicios, a favor o en contra de cualquier tipo.

Ir allí sabiendo lo que sé, habiendo estudiado, leído, etcétera… pero llegar con los ojos limpios a ver qué es lo que realmente hay. No lo que yo quiero que haya, no lo que pienso que hay, sino lo que realmente hay. Y si haces eso —yo intenté hacerlo con todas mis fuerzas—, la sorpresa es permanente. Todo es sorprendente. Absolutamente todo, desde el principio hasta el final. Esa sorpresa es la que he querido contar en este libro. Y el resultado de esa sorpresa es lo que he aprendido, y lo que he contado ahí.

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