Su obra fotográfica sobre el conflicto armado colombiano se exhibe por estos días en la Universidad Nacional bajo el título “Lo que no se puede mirar”. ¿Por qué ese nombre?
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Porque la violencia en Colombia es tan atroz que muchas veces no se puede mirar de frente. Pero mi trabajo ha sido insistir en que, aunque cueste, hay que hacerlo. La obra es un espejo. Donde la muestro, sobre todo en universidades públicas, los estudiantes se ven reflejados y se animan a contar sus historias. Muchas veces hablan por primera vez de desplazamientos, de pérdidas, de silencios. Eso me interesa: abrir diálogos. Es bellísimo.
En la serie “Silencios”, usted retrata escuelas abandonadas en los Montes de María y en el Caquetá. ¿Qué encontró allí? ¿Cómo encontró esos lugares?
A Mampuján, un corregimiento del municipio de María la baja, el 10 de marzo del 2000 llegó un grupo paramilitar denominado Héroes de los Montes de María.
Tres semanas antes habían hecho la masacre del Salado, un centro poblado localizado en los Montes de María; entraron, reunieron a la población y les ordenaron irse por la mañana. Todos se desplazaron y no hubo muertos. Diez años después trabajé en un proyecto con un grupo de mujeres que se llaman a sí mismas las Tejedoras de Mampuján, y me invitaron a la conmemoración del hecho que dio lugar al pueblo fantasma. No querían olvidar. Pero me llamó la atención que era una fiesta en la que llegó la gente en buses a compartir una olla comunitaria, bailes, danza y juegos de deportes. Era una conmemoración de la vida.
Celebrando que no los habían matado…
Correcto. Yo no sé por qué, dije, voy a conocer el colegio. Entro a una aula, le tomo una foto a un tablero, y no vi que había algo escrito sino cuando volví aquí a mi estudio en Bogotá. Revisando en el computador con Fernando Grisález, compañero de trabajo, desde hace 20 años, vemos que en el tablero dice: “Lo bonito es estar vivo”.
Cuando vemos eso, le digo a Fernando, nos vamos para los Montes de María, a ver qué memorias quedaron en esos tableros. Entonces empezamos en el marzo del 2010, y terminamos en marzo del 2023,13 años caminando los Montes de María. Hay escuelas muy lejanas, tenía uno que caminar mucho. Y en esos caminos uno iba escuchando a estos guías, que son campesinos y en algunos casos, excombatientes, y ellos le iban contando a uno las historias que habían ocurrido allí. Y yo ahí decía, estoy aprendiendo, he aprendido con los pies. Más de 150 escuelas en Montes de María y unas 30 en Caquetá. Salones donde la guerra interrumpió las clases. La guerra dejó inconclusa hasta la educación, y esos tableros vacíos son testimonio de lo que la violencia rompió.
¿Quién los llevó al Caquetá?
Los excombatientes que hicieron ese proyecto de las pinturas que llamamos “La guerra que no hemos visto.” Yo había visto una exposición muy interesante que hizo la fundación Conciudadanos en el 2007 en la Casa de Cultura de La Ceja en Antioquia, de pinturas de ex paramilitares que se acogieron al proceso de Justicia y Paz; también les propuse a algunos guerrilleros que habían sido desertores que pintaran sus historias; posteriormente lo hice con soldados del batallón de Sanidad. A través de la Fundación Puntos de Encuentro establecida en el 2006 hemos venido promoviendo reconstruir tejido social mediante acciones artísticas, educativas y de memoria histórica pidiéndole a quienes han hecho parte de ejércitos de todas las orillas pintar historias de su niñez. Todos han comenzado este ejercicio pintando su granja, su casa, su vaca, su caballo, sus gallinas, a su mamá, a su abuela, pero muy pronto empezaron a pintar historias de guerra. Eso quiere decir que la guerra hace parte de sus recuerdos tempranos, casi que de infancia.
¿Qué descubrió con este ejercicio?
Eso: que entraban a estos los ejércitos -Paramilitares y Farc- siendo niños. Algunos reclutados a la fuerza, otros porque era lo que había en su región. En las pinturas que hicieron aparecía siempre el paisaje verde de Colombia, casi siempre manchado de rojo. En cuanto a las diferencias, solo en el caso de las pinturas de paramilitares aparecía relatada la exposición de cuerpos asesinados como trofeos y como advertencia a la población en zonas de presencia guerrillera de que eso les pasaría si eran colaboradores de las FARC.
Y entendí algo: a los 15 años no se es victimario, se es víctima convertida en victimario. Esa es la tragedia de una guerra que nos robó generaciones enteras.
Y en términos de motivación ¿se encontraban similitudes? O sea, la gente se iba a paras o a guerrillas según lo que hubiera alrededor. ¿Ese era el criterio?
Claro. Hay un testimonio en la exposición que dice: a nosotros estábamos donde nos tocó estar. Y eso era lo común a todos. Si usted vivía en Zabaleta, le tocaba entrar a la guerrilla. Si usted estaba en Puerto Boyacá a orillas del Magdalena, le tocaba hacer parte de las Autodefensas. Si usted estaba en El Salado, le tocaba cualquier cosa.
En “Réquiem N.N.”, sobre Puerto Berrío, retrata las tumbas en las que se evidencia el ritual de la adopción de los cadáveres sin nombre. ¿Cómo lee hoy esa práctica?
Con el tiempo he entendido que es un acto de resistencia. Puerto Berrío ha sido víctima de todas las formas de violencia, pero la comunidad resiste. Adoptar N.N. es un gesto contra la orfandad que ha impuesto la guerra. En un país de huérfanos, ellos se niegan a dejar solos a los muertos. Adoptar es un modo de decir: aquí estamos, seguimos vivos, seguimos cuidando. Fueron siete años de fotografiar el proceso de adopción de estas tumbas, puesto que a medida que venían siendo adoptadas, aparecían nuevas imágenes. Un proceso evolutivo y esto había que documentarlo, Tradujimos toda esa historia en el documental Requiem N.N.
La exposición coincide con el asesinato del senador Miguel Uribe. ¿Cómo interpreta su obra desde esa coyuntura?
A Miguel Uribe lo mató un niño de quince años, en la guerra seguimos con combatientes menores de edad, unos por voluntad propia y otros reclutados a la fuerza, lo que al parecer ha sido parte de nuestra historia política; lo vimos en la guerra de los mil días y también en la guerra bipartidista de fines años 40.
Finalmente, ¿qué espera que el público se lleve de “Lo que no se puede mirar”?
Que nos reconozcamos como país en un espejo doloroso. Que hablemos de lo que no se habla. Que entendamos que la orfandad no es solo de los muertos sin nombre, sino también de los vivos. Y que tal vez, al mirarnos en ese espejo, podamos dejar de repetir la historia. Ya son 125 años de niños en la guerra.