Su faceta como novelista se descubrió en 2018, cuando publicó con la editorial Rey Naranjo el libro ‘Los dormidos y los muertos’, obra de largo aliento en la que narra con intención poética y rigurosidad la historia de la violencia en Colombia durante una porción del siglo XX. El lector de este libro es testigo del tránsito de la familia Almanza durante alrededor de 30 años, periodo en el que se evidencia no solo el deterioro y fragmentación del clan sino de todo un territorio afectado por las extremas pasiones ideológicas que convergen en la violencia y el desangramiento de un país de dormidos, de muertos.
Con López conversé hace un par de días en un evento en el marco del XIV Encuentro Nacional de Escritores Luis Vidales. Esta entrevista, resultado de aquella conversación, revela una mirada crítica sobre la historia de Colombia, la importancia de narrarnos con las herramientas de la literatura, la manera en la que la violencia bipartidista configuró la sociedad colombiana y las responsabilidades de la ficción, ofrece, además, pistas sobre investigar para escribir.
La puerta de entrada de todo libro es el título, me gustaría que nos contara, ¿cómo fue la construcción de él y qué sugiere?
En un principio se iba a llamar Esa respiración de muerto que tienen los dormidos, pero ese título provisorio tenía algunos problemas sobre todo de longitud, de recordación. Por eso, al final con el editor y Rey Naranjo encontramos ese título que sigue siendo bonito y poético a mi modo de ver. El título invoca al medio millón, tal vez más, de muertos que han dejado nuestras violencias; esa extensa, inmensurable e inagotable cifra de víctimas sin dolientes que nos interroga desde lejos. También habla, claro, de los otros, nosotros, los que dormimos en vez de despertar, los que roncamos en vez de reclamar, esa Colombia feliz e insensible que da la espalda y duerme de lado.
En el libro hay dos hitos históricos importantes. La muerte de Laureano Gómez en 1965 y la de Camilo Torres en 1966, estos sucesos marcaron la vida y la realidad de la familia Almanza y, por supuesto, del país. Ambos personajes representan los polos opuestos de la política y de las ideologías, ¿qué encontró de significativo en ambos? ¿Qué revelan ellos de nuestro país?
El libro abre con el fallecimiento de Laureano Gómez en julio de 1965 y prácticamente cierra con la muerte violenta de Camilo Torres en Patiocemento, Santander, en febrero de 1966. En el curso de la escritura me di cuenta de este detalle: entre estas dos muertes hay apenas siete meses y, sin embargo, esa diada temporal marca dos momentos de una profunda carga dramática en la historia de nuestro país: el país viejo que se despide en una casona bogotana en medio de estertores y fragores, y el país nuevo que nace en medio de un sacrificio absurdo y violento en un territorio marginal. La violencia vieja y la violencia nueva, los dormidos y los muertos.
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¿Puede entenderse a la familia Almanza como una metáfora de la Colombia del siglo XX? ¿Por qué?
Si, pero hay también trazas autobiográficas que remiten a mi propia familia. Quería mostrar cómo la violencia que se desplegaba en los pueblos de las cordilleras andinas especialmente en el norte del Valle, el viejo Caldas y Tolima, afectaba o se dejaba sentir en las ciudades de la provincia como Armenia, Manizales o Ibagué, pero no en Bogotá, en donde la violencia se ejercía retóricamente y desde donde se ordenaba incendiar el territorio sin ninguna consideración por las vidas y las escasas propiedades de los campesinos, que fueron en últimas las víctimas propiciatorias de esa violencia instigada por los líderes de los dos partidos entre 1940 y 1964. Hay, claro está, una metáfora colombiana en el discurrir mismo de la familia Almanza que pelea en la guerra de los mil días en el bando conservador y que al final funda un comando urbano para luchar contra el sistema, una saga familiar que se mueve entre dos violencias, porque nuestra historia siempre ha estado escrita en tinta roja. “Jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”, escribió José Eustasio en la novela central de la violencia en Colombia. Esa sí es la metáfora que nos define: la violencia como una opción de destino.
¿De qué manera aquella época configura la sociedad actual? ¿Considera que el antagonismo político eterno y jamás resuelto tiene implicaciones en este presente?
Colombia es una nación a pesar de sí misma, como dice David Bushnell. Es un país construido a base de contradicciones no resueltas, de exclusiones sempiternas y de despojos permitidos o instrumentados por las élites. Desde hace 200 años, es decir, desde los días iniciales de la república, las élites godas y clericales se baten incesantemente contra las fuerzas radicales que luchan por establecer una nación decente e incluyente. Ahí están los 32 levantamientos armados que promovió el coronel Aureliano Buendía. Ahí están las guerras civiles del siglo XIX hasta la guerra de los Mil Días, que también se perdió. Entonces las élites ensayaron otro modelo de combate: una guerra soterrada y de baja intensidad que arrancó en 1930 y viene hasta hoy de manera permanente y reciclada.
En el libro se evidencian dos formas de la violencia: política y social. Hablemos sobre esta última, la violencia de género. Tradicionalmente ¿Cuál ha sido el rol y el lugar de la mujer en la violencia?
La violencia desatada contra los cuerpos, tanto de hombres como de mujeres y niños, no fue solo la expresión de odio de clases o de sentimientos partidistas. En las violencias el cuerpo es víctima de una liturgia política, una puesta en escena mediante la cual negamos al otro hasta su desaparición existencial. El cuerpo viene siendo el lugar donde lo ritual y sacrificial de esa violencia patriarcal se expresan de modo tangible. En particular las mujeres han sido víctimas notorias de violencia durante todo el conflicto colombiano a lo largo del siglo XX y XXI. Su cuerpo ha sido sometido, subyugado y deshumanizado hasta la semilla. En el libro La violencia en Colombia, Germán Guzmán cuenta las múltiples formas de esa violencia contra la mujer, desde la violación en grupo hasta el asesinato selectivo de mujeres gestantes a las cuales se les extraía el feto para picarlo, porque no había que dejar del enemigo ni la semilla. El 90% de las víctimas de violencia sexual son mujeres. Antes y ahora, poco ha cambiado.
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Usted mencionaba que tardó 10 años en escribir esta novela. Cuéntenos un poco sobre el proceso de investigación y de escritura.
Bueno, voy a tratar de hacer un ejercicio psicoanalítico para responder esta pregunta: a partir de un recuerdo infantil, la mención de un conocido que fue asesinado en una vereda de Caldas y al cual le aplicaron el famoso “corte de corbata”, y la impresión que en mi memoria dejó ese crimen, comencé a leer todo lo que encontraba sobre ese periodo de nuestra historia. También recuerdo que mi padre, que era un peluquero conservador y ultracatólico, sentía especial devoción por Laureano Gómez, y a partir de esa memoria recobrada comencé a construir el relato. Entonces surge inevitable una pregunta que el fabulador debe responder en primer lugar: ¿qué historia quiero contar? En segundo lugar: ¿cómo la quiero contar? Una vez las ideas centrales del libro aparecen viene la carpintería, es decir, ir a la historia, leer los formatos académicos e imaginar cómo representar esa historia en términos de la ficción, leer prensa vieja, escribir, corregir, sufrir, borrar, barrer. Debo decir que sin una cantidad de textos serios esta novela no hubiera visto la luz, entre otros, La violencia en Colombia de Germán Guzmán; La modernización en Colombia Los años de Laureano Gómez de James Henderson; El arte de la distorsión de Juan Gabriel Vásquez; Matar, rematar y contramatar, de María Victoria Uribe, entre muchos otros.
Desde su trabajo como escritor, ¿cuáles cree que son las responsabilidades éticas y morales de ficcionar la realidad?
Toda ficción es una subversión de la realidad. El escritor asalta la realidad y la trastoca, no en su propio beneficio, o en beneficio de una corriente o un partido sino en beneficio del lenguaje. El escritor es ese ser extraño que tiene problemas con el lenguaje. Con Aristóteles podemos decir que “La palabra existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo y lo injusto”. Esto quiere decir, para meternos en una discusión insoslayable, que el escritor jamás será esa cosa neutra, porque al elegir el lenguaje como su materia prima, ha hecho una elección moral. El escritor como dice bellamente Antonio Muñoz Molina, “No pretende apoderarse del mundo y transfigurarlo sino mirarlo, darse cuenta de lo que hay y contarlo”. Vivir para contarlo, diría GGM. ¿Y contarlo para qué?: para entenderlo y para que otros en la confusión y en la incertidumbre del mundo también lo entiendan. Tal vez esa sea la función de una ética y una estética real de escribir y también de leer, porque al escribir también leemos y al leer completamos la obra: ser testigos de un mundo real o ficticio y así entender y entender-nos en la estética de la creación. Como diría William Faulkner: “Lo fundamental no es ser uno mismo y contar lo que se es sino dejarse habitar por las voces, ponerse en el sitio del otro.”
¿Cuál es el impacto de narrar el conflicto con las herramientas de la literatura y cuáles son las diferencias y similitudes de las de la historia (ciencias sociales)?
Como bien dice el historiador Jorge Orlando Melo, “La gracia de una novela histórica no está en que cuente lo que los historiadores ya saben”. Es decir, en buen romance, si alguien quiere aprender historia debe leer libros de historia. Lo que hace el narrador con la historia es revisionismo puro, una subversión de los hechos del pasado. No debe mentir, pero si, como lo afirma el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, generar un acto deliberado de distorsión, no para cambiar la historia, sino para reescribirla y reinterpretarla, en muchos casos contra la historiografía oficial. Dice también que la manipulación de la verdad histórica por el novelista “conduce a la revelación de verdades más densas o ricas que las unívocas o monolíticas verdades de la historia”.
Ahora bien, siguiendo esta estética lo que intenté al escribir Los dormidos y los muertos fue abordar hechos pasados no en clave histórica o historiográfica sino en clave fabulatoria o memoriosa, buscando otra luz sobre los hechos ya contados por la historia, como quien dice, escribir en los márgenes o en el reverso de los grandes momentos las pequeñas historias, la historia de una familia en este caso, para recordarle a los historiadores de oficio respecto de esa dimensión del pasado y del presente en la que lo imaginado y lo posible es tan históricamente relevante como lo acaecido y lo real.
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¿Cree que la literatura se convierte en un recurso de catarsis, en una herramienta para entendernos como sujetos históricos y políticos? ¿Por qué?
Toda literatura comienza con el mito. El mito es en esencia, un relato, una narración, un discurso. Lo que se dice, lo que se cuenta, es a su vez una representación del mundo con sus más y sus menos, sus miedos y sus actos de magia, como el viejo gitano que llega a Macondo a traer las noticias del mundo inverosímil de afuera como una liturgia de la palabra, de aquello inverosímil que se hace verdad en su boca desdentada. Eso es lo que llamamos catarsis que es emoción, pero también purificación, que propone representar los sentimientos y las pasiones de nuestra humanidad y al hacerlo nos libera de los miedos y las angustias de esa realidad a veces incierta a veces inescrutable que acaece afuera y adentro de nosotros. En ese acto de contar nos liberamos y al liberarnos nos hacemos más humanos. Tal vez ahí radica el sentido y la necesidad de contar, el oficio que escogimos.
¿En este momento se aventura en algún nuevo proyecto literario?
Ahora mismo estoy escribiendo un libro de cuentos que se va a llamar La vida que nos merecemos. Sería bonito que saliera y mejor aún que le guste a alguien.