Nosotros corríamos de una calle a otra, contábamos monedas e íbamos al quiosco. Reclutábamos amigos para turnarnos las bicicletas, los patines y las tablas. Era el mes del año en que gozábamos de mayor libertad y aprovechábamos para instaurar nuestra ley. Siempre los tres: Jota, Juana (que en ese entonces nos parecía la niña menos niña del mundo) y yo.
La Emperatriz se sentaba en su silla de playa fuera de su casa todas las tardes. Jugaba con una cajita de fósforos que se pasaba de una mano a otra. Las manos con cenizas, grisáceas, ásperas y ágiles que daban ganas de tocar para comprobar si se parecían a la superficie de una roca.
Prendía una cerilla y la dejaba caer en la falda, sin soplar la llama, que moría al hacer contacto con su regazo. Interrumpía esa danza solo para tomar el mate que dejaba a su derecha en el suelo, o para comer mandarinas, cuyas cáscaras iba depositando junto a los fósforos quemados.
Una vez mi madre se paró en seco al verla hacer ese juego. Escandalizada, abrió los ojos y cerró la boca. Pero no dijo nada. La gente no solía detenerse mucho en esa esquina, en Paullier con Canelones.
La observábamos de lejos, pero a nosotros nos fascinaba.
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La mujer tenía tantas manchas de sol que su piel parecía un mapa, con pedazos oscuros que subían y bajaban cuando masticaba, como si fueran parches depositados en sus mejillas.
Nunca habíamos entrado a su casa y no sabíamos a qué olía. Si a jamón, como la de Don Manuel, o a sábanas limpias, como la de Rosa. Era la vecina de la que menos sabíamos y de la que más queríamos saber.
–Vamos a hablar con La Emperatriz–me dijo un día Juana, apartándose del rostro la chasquilla sudada que su madre intentaba peinar todos los días. Cargaba una de sus muñecas decapitadas.
Siempre tenía ideas Juana.
Pasamos por Jota, que se levantaba de una siesta con su pelo castaño en punta y corrimos hacia la casa de postigos celestes que alguna vez fueron azules. Nos detuvimos a unos metros. Era el único pedazo de calle sin barrer del Parque Rodó, destacándose como una cuna de hojas y suciedad. Allí estaba La Emperatriz.
–Ya pues–dijo Juana, tomándonos de los brazos y obligándonos a avanzar–Hola, señora Beatriz.
No nos devolvió la mirada. De cerca, sus ojos azules parecían viscosos y quietos como los de un animal mirando a su presa.
–¿Beatriz?–volvió a intentar Juana–Beatriz. Señora Beatriz, hola. ¡Su Emperatriz!
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El grito nos pilló desprevenidos. Jota se tapó las pecas con las manos bronceadas y yo le pegué un codazo a Juana, que se quejó con un au y me devolvió un golpe que me incrustó en las costillas.
Esta vez La Emperatriz sí nos miró.
–¿Cómo?–preguntó lentamente. Las comisuras de los labios le daban un aspecto de tortuga.
Juana se puso a jugar con el dobladillo del vestido de su muñeca.
–Emperatriz–dijo susurrando, tan despacio que creíamos que las letras se habían perdido con el viento de la rambla.
La mujer tomó un puñado de su falda y lo lanzó hacia nosotros. Las cáscaras de mandarinas y los fósforos volaron como confeti. Y nosotros también. Nos entregamos a las calles entre espasmos de risa.
Volvimos la tarde siguiente con una ofrenda. Tres mandarinas que depositamos a sus pies. Esta vez no nos lanzó nada, a pesar de que Juana volvió a llamarla Emperatriz. Tomó las mandarinas y las puso en su regazo. Tampoco nos miró. Solo se movió para que sus ojos siguieran el sonido de un carro de bomberos que avanzaba dejando una estela de vibraciones. Y pareció perderse en ese ruido.
Volvimos cada tarde y jugamos a ser sus súbditos. Le ofrecíamos agua, dulces, mate. Dejaba que la llamásemos Emperatriz. Solo un par de veces nos pidió cosas, sin dejar de jugar con su cajita de fósforos. Nosotros se las traíamos con gusto. Nos sentíamos especiales por haber roto su hipnotismo.
Un día dejó de salir a la calle.
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Esperamos, pero no la vimos aparecer con su silla, y tampoco escuchamos ningún ruido en la casa. Esperamos un par de días, pero la cuna de hojas y mugre seguía solitaria. Nuevamente Juana fue quien propuso ir más allá. Empujó la puerta de entrada que estaba abierta. Los tres entramos sujetándonos de los brazos, adaptándonos a la oscuridad. Jota pidió que nos fuéramos, pero yo no quería parecer cobarde.
–¿Señora Beatriz?–preguntó Juana–¿Emperatriz?
La sala de estar estaba dividida en dos. Una parte, parecía intacta al paso de los años. Sillones verde musgo, una alfombra rojiza. Polvo. Pero cuando nuestros ojos se acostumbraron, vimos que los muebles estaban separados por una frontera en donde iniciaba un mundo calcinado. Muebles negros, polvo, ceniza y oscuridad. Un estante de madera quemado que sujetaba una fotografía antigua. Un niño y un hombre sonreían desde esa misma sala, junto a muebles que alguna vez tuvieron color.
–La casa está quemada–dijo Jota.
No le respondimos. Juana dejó su muñeca sobre un sillón y avanzó dos pasos. No hizo caso a nuestros quejidos. La casa de La Emperatriz olía a fuego.
Escuchamos unos pasos que nos dejaron inmóviles. Quería irme pero no me atrevía a moverme, ni siquiera para acabar con la pequeña distancia que nos separaba de Juana y tironearla del brazo. Ella se dio vuelta para mirarnos y entonces vimos cómo la Emperatriz aparecía desde la cocina con dos velas que iluminaban su rostro y marcaban sus arrugas como un pergamino con respuestas. Juana gritó y tiró su muñeca decapitada al suelo mientras la Emperatriz se reía entre tosidos, como un pájaro que agonizaba y los tres salimos a la luz del día sin mirar atrás.