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Vértigo
El hada negra susurró en mi oído algo ininteligible, parecía una lengua de otro mundo o de otra época. Dormida, soñaba que dormía, y que esa voz me despertaba de un tajo, entonces yo me sobreponía sentada, intentando recuperar la respiración. En mi sueño regresaba a la almohada. El día comenzó de costumbre, abrí los ojos, miré al techo y me enrollé de nuevo para no enfrentar la luz. Pero tocaba ponerse de pie, y ahí el hada regresó. El techo se puso a mis pies, la puerta se volteó ante mis ojos, el mueble de allí flotaba, el de más atrás, caminaba hacia mí, y la banda sonora de ese instante, era un campanario constante con un silencio que vibraba aterradoramente en ondas infrahumanas. Me pegué al suelo como insecto andante. Lloré mi desgracia y trasboqué toda esa locura en sendos líquidos amarillos. Rogué, invoqué al cielo y nada, ningún ángel vino a buscarme. Hoy sigo en la misma posición. Toda una crisálida. Ya pronto mis alas emergerán.
Luz Martínez
El nogal
María oyó un golpe en la puerta de la casa, abrió y era Canelo el perro de Salvador, que tenía un huerto lindando con el de ellos. Canelo salió corriendo, ella detrás, mientras la lluvia la empapaba, ocultándole las lágrimas que iba derramando. Juan, su marido, había salido, como cada mañana, al amanecer a trabajar al huerto. Antes de irse le dio un beso en la mejilla que la despertó, nunca antes lo había hecho. No pudo seguir durmiendo. Se quedó inquieta y con un vacío entre el pecho y el estómago. Cuando llegó María al huerto la lluvia le impedía ver con claridad. En medio del aguacero, vislumbró al fondo la figura de Juan, que colgaba de una rama del nogal.
José María Andreo
Lo invitamos a leer “La droga es sexi”, una mirada desde la obra de William Burroughs
La última morada
Finalmente me llevan a mi última morada, una decisión postergada por años. El ataúd es bastante cómodo, amplio y con olor a madera, a primavera, a bosque. Recuerdo años atrás cuando un día me sentí muerto. Estaba parcialmente vivo, comía, dormía (a veces) y hacía lo que todo vivo sabe hacer, excepto que me sentía vacío, frustrado y sin esperanzas. Desde ese día mi muerte se agudizó, comía menos, dormía un par de horas y veía espíritus por toda la casa con sonrisas de bienvenida y agasajo, en fin de cuentas ya era uno de ellos. Por años estar muerto fue una tortura diaria, andar por la casa sin decírselo a nadie, caminar entre vivos y siempre callando mi secreto. Era difícil, no quería asustar a mi familia con semejante noticia, hasta que un día me atreví. Aquel día en la junta familiar celebrada en el comedor y convocada por mí les informé de las buenas nuevas, qué decir...mi madre lloraba, mis hermanos reían y mi padre negando con la cabeza me decía que yo estaba más loco que una chiva vieja. Los días siguientes fueron un martirio, un pobre muerto como yo recibiendo burlas y sonrisas de comprensión, deambulando por la casa como un sonámbulo; hasta que en la tarde del tercer día me planté y les dije a todos: ¡o me entierran o me vuelvo a morir tirándome del campanario de la iglesia! No tuve nada más que decir, enseguida se agilizaron los preparativos para la ceremonia de mi despedida y aquí voy felizmente hacía mi última morada. Afuera llueve y escuchó la tierra caer sobre el techo de mi casa. Este año la primavera se adelantó, como pretendiendo estar en mi despedida y, claro, llegó tarde mientras estoy en silencio, esperando al otro silencio cuando me vuelva a morir.
Al Agus
¡Atención! ¡Insólito!
El pregón del voceador golpeó la ventana con la precipitud de quién tiene una urgencia, ingresó por las hendijas y vertió la información del periódico en la atmósfera del apartamento 306. El profesor escuchó y se levantó de la silla del escritorio. Tuvo la sensación que despertaba de un mal sueño. Enseguida, decidió asomarse para entender la noticia. Al comprender, lo paralizó no tanto la instridente voz del hombre respecto al hecho acontecido la tarde anterior, justo en el edificio donde él vivía, sino, el titular: En extrañas circunstancias, muere profesor asomado en su ventana del apto 306.
David Cabarcas Salas
Hoy no podré oírte
Al despertarme, algo había cambiado. Se notaba en el modo en que el viento susurraba tu nombre, abuela. Me quedé observando todo, incluso a los hijos de las piedras, los que no tienen vida, y algo había extraño en el ambiente. Me puse nerviosa, y más, cuando te escuché después de tantos años muerta. Encendí la televisión y un nuevo visitante venía a Luvina. Se llamaba Covid-19. Al principio, no te oí pero, con el transcurso de la pandemia, he empezado a hacerlo y me he acostumbrado a ti, cuando juntas recorremos el pasado. Incluso lo hacemos durante el día, cuando como, cuando me siento en el sofá…, pero hoy no podré lograrlo. Si lo hago, apenas te entenderé. Hoy no hace viento y el silencio se ha apoderado de Luvina.
Celia Ortiz Lombraña
Volvo rojo
Otro minuto que se despeña por el abismo de la monotonía, de la vacuidad de los días, uno copiado del otro, como producidos en masa por un obrero sudoroso, ciego y tonto. Línea de producción existencial. Una última chupada a lo que queda de mi cigarro y, luego, con habilidad, lo pongo entre mi índice y mi pulgar y lo disparo hacia el tráfico. Golpea un Volvo rojo, creo. Una bonita chispa de fuego y ceniza explota cuando toca la superficie del auto.
M. Mantra