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La genealogía literaria: entre la biblioteca y la memoria de Ana María Shua

En un juego de espejos entre su historia personal y su formación literaria, la escritora argentina Ana María Shua, la reina del microrrelato, cuya obra ha revolucionado el género de la minificción, construye una genealogía propia que nace de su ser lectora.

Jonathan Alexander España Eraso

16 de mayo de 2025 - 04:00 p. m.
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Sus raíces están en la memoria de páginas olvidadas que siguen constituyéndola, demostrando que el escritor nace de un universo de lecturas.

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La escritora Ana María Shua utiliza la literatura breve para cuestionar las convenciones narrativas/ Fotos: Soledad Amarilla - Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina (WikiCommons)
Foto: Soledad Amarilla

Ana María Shua se sitúa en el umbral entre el decir y el silencio, en una frontera que no divide, sino que conecta. En su invención, la escritura traza el rastro de lo inasible, convirtiendo la literatura breve en una experiencia límite. El lenguaje, en sus manos, oscila entre la presencia y la ausencia, desdibujando el sentido narrativo en un juego que desafía al lector a encontrar significado en los márgenes del silencio.

Los microrrelatos de Ana María Shua dimensionan un acto creativo que apunta a sugerir lo que reposa más allá de las palabras, ese espacio en el que las cosas apenas comienzan a revelarse, como sombras que emergen en la penumbra. En cada historia, Shua explora las noches de la escritura, habitadas por lo imaginado y sus lenguas.

Para Shua, la ficción es más que un relato; es un acto de fundación ontológica. Como en el mito, sus textos reconfiguran el interior de la cotidianidad, sosteniendo el ser en su fragilidad y, al mismo tiempo, insinuando su disolución. La voz en su obra proyecta la luz de la fantasía que llueve sobre nosotros. En esta entrevista, nos sumergimos en las iluminaciones de su literatura, donde la ficción funda y narra mundos.

En Cartas a un Joven Poeta, Rilke propone que la infancia es la patria originaria, un lugar del que jamás partimos del todo, y al que no podemos volver. La patria es un exilio interno, una geografía emocional que nos acompaña. Los olores y colores de la infancia funcionan como signos, fragmentos del tiempo detenido que nos devuelven a la trama de lo que fuimos. Para ti, ¿qué aromas y tonalidades definen el mapa de tu patria personal?

Fui a una escuela pública de un barrio de Buenos Aires. En esa época era inconcebible que las alumnas o las maestras usáramos pantalones. La escuela no tenía calefacción. Todo el calor provenía de una estufita a kerosén que la maestra se dejaba sobre la tarima, muy cerca de su escritorio, para calentarse las piernas. Todos los inviernos de mi infancia tuvieron olor a kerosén. El delantal blanco era obligatorio, pero la exigencia de blancura absoluta llegaba al delirio en las fiestas patrias. Teníamos que estar en el patio, al aire libre, paradas durante un par de horas en las gradas (era una escuela de mujeres). Usábamos guantes blancos, zapatos blancos, y unos artilugios que nos rodeaban el cuello y entraban en el delantal para asegurar que no quedara a la vista ni la más pequeña franja de color de la ropa. Como estaba prohibido usar abrigo sobre el delantal (los tapados tenían peligrosísimos colores), las madres nos embutían la mayor cantidad posible de prendas de lana por debajo. Pero también estaban los olores y los colores del verano, adonde me llevan otra vez, cada año, la carne fragante de los duraznos, el color sin nombre de la arena.

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Al llegar a este punto, pienso que quien se dedica a escribir literatura infantil comprende que se trata de un viaje que nos devuelve a lo humano. Me refiero a un texto tuyo, Literatura infantil: de dónde viene y a dónde va. No quiero detenerme en los aspectos pedagógicos o didácticos que propones. Más bien, me interesa volver a una patria que ya no existe, a ese territorio perdido que, paradójicamente, es el que mejor revela nuestra fragilidad. En esa sintonía, ¿qué pasa cuando la literatura infantil se convierte en un puente entre la infancia y la literatura misma?

La necesidad de retener la infancia hasta la muerte puede ser un deseo más o menos satisfecho para toda la humanidad, pero es una necesidad intrínseca para los que ejercemos este oficio que pretende ser arte. Si no logramos sostener algo de esa mirada de asombro previa al lenguaje, naturalizamos lo que es humano, dejamos de entender, dejamos de sentir. Creo que la mejor respuesta a tu pregunta es una parte del microrrelato que introduce mi libro Botánica del caos:

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La tierra es informe y está desnuda pero no vacía. No vemos su desnudez porque nos ciega piadosamente la palabra. Antes y por detrás de la palabra, es el caos.

El lenguaje nos consuela con la falsa, platónica certeza de una Mesa que representa todas las mesas, un concepto de Hombre que antecede a los múltiples hombres. En la realidad multiforme y heteróclita solo hay ocurrencias, la babélica memoria de Funes.

Cuando un niño dibuja por primera vez una casa que nunca vio pero que significa todas las casas, ha conseguido escapar a la verdad, se ha tapado los ojos para siempre con las convenciones de su cultura y sale del caos, que es también el Paraíso, para entrar al mundo creado.

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En su ensayo Ideología y ficción, Ricardo Piglia nos recuerda que en Borges se observa un juego de espejos: su escritura emerge en la intersección de dos genealogías. Por un lado, el linaje familiar —donde figuras como su madre y su abuelo se transforman en los pilares de su imaginario narrativo—, y por el otro, un linaje literario, el universo de libros y autores que tejen su proceso de «autoformación». Al respecto, ¿cómo se configura tu propia genealogía literaria? ¿De qué manera tus raíces familiares dialogan con tu relación con la tradición literaria que te ha formado y, a su vez, definido como escritora?

No recuerdo casi nada de la mayor parte de los libros que leí y, sin embargo, cada una de sus olvidadas páginas me constituyen. No hay un libro, ni cinco libros, ni diez libros que podrían haber cambiado mi destino si no los hubiera leído. Y al revés, se podría quitar de mi historia uno, cinco o diez libros, o incluso autores, sin que eso modificara mi historia. Ningún escritor nace de un libro. Nacemos de una biblioteca. Nunca me pregunté por mi linaje literario. Tampoco encuentro una relación entre mi genealogía literaria y familiar. Soy nieta de inmigrantes pobres, que leían poco y trabajaban mucho. En la biblioteca de mis padres había muchos libros del secundario encuadernados, muchos libros de la universidad: tristes historias de molares cariados en el caso de mamá, que estudió odontología y después psicología, conmovedores consejos para la cría de conejos en el caso de papá, que estudió agronomía, amó la botánica y se dedicó a la fabricación de cables.

También me parece importante pensar en los escenarios de tu literatura, no solo desde tu papel de madre sino también desde tu papel de abuela, porque yo creo que, y de nuevo evoco a Ricardo Piglia, un narrador, como una madre y como una abuela, debe ser detallista, minucioso e incapaz de condenar lo que hacen los otros, es decir, los personajes de su historia. Entonces, ¿cómo tu historia familiar actual moldea la forma de tu propia vida y también la forma de tu literatura por venir?

Un narrador debe ser detallista y minucioso en ciertos momentos de su narración y sobrevolar minucias y detalles en otros. De eso (entre otras cuestiones) se trata el arte de narrar. Debe incluir esa minúscula observación que dará verosimilitud a su personaje y omitir la información sobre la familia, la forma de vestir o las motivaciones de otros. Pero sí creo que la literatura es mejor si no hay condena, tal vez por eso nunca pude escribir sobre la represión de la dictadura en mi país. Lo están haciendo mejor, hoy, escritores que no vivieron esa época. Mi historia familiar actual moldea, por supuesto, mi vida. Soy una abuela muy presente, como fui una madre muy activa. Pero eso es parte de mi personalidad, que las circunstancias, a esta altura, cambian poco. Un autor siempre trata de escribir el libro que le gustaría leer. Cuando escribo para chicos, trato de escribir eso que me hubiera gustado leer a esa edad. Cuando escribo para adultos, trato de llegar a ese libro que podría darme felicidad como lectora. Nunca lo consigo del todo y siempre vale la pena intentarlo.

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En el prólogo a tu libro Contra el tiempo, Samantha Schweblin te recuerda escribiendo garabatos a los tres años, convencida de que tus palabras tenían un sentido claro, aunque nadie más pudiera entenderlo. Esa certeza interior, ese impulso de escribir sin lector, fue el germen. El teatro y la poesía te dieron luego el espacio para descubrir que la palabra transforma y narra lo invisible. El verdadero acto literario, comprendiste, es ese cruce entre lo que queremos decir y lo que las palabras realmente logran capturar: una tensión entre lo vivido y lo escrito. ¿Cómo fue que el teatro y la poesía, con sus intensidades, te hicieron ver que las experiencias humanas podían ser narradas a través de las palabras?

Muchas gracias por traer a la memoria esos recuerdos, por evocar el viaje de mi espíritu narrativo a través de la infancia. Debo decirte que el teatro ni la poesía fueron mis fuentes de acercamiento a la narrativa. Amé la narrativa desde siempre. Lo que más me gustaba en el mundo, lo que más me gusta hoy, es que me cuenten historias bien contadas, inesperadas, sorprendentes, originales, con ese trabajo del lenguaje que solo el aliento poético permite alcanzar. Hoy ya no leo teatro ni poesía, solo leo narrativa, pero en su momento el placer de la poesía me llevó a depurar mi lenguaje, me sirvió para encontrar el ritmo y la sonoridad de mi voz propia, para intentar que cada texto sea único y necesario. No todas las cosas humanas pueden narrarse. Si fuera posible narrarlo todo, no existiría la literatura, que es el arte de acercase con la palabra a lo indecible, a lo que no hay palabras para expresar.

Las narrativas convencionales suelen someter la estructura a la intriga, y ésta, a su vez, a la ficción; una dinámica que nos lleva a pensar en la historia y el mito, que se entrelazan. Ahora bien, si la retórica modela la historia y la historia se subordina al mito, ¿hacia qué impulso primigenio crees que se orienta el microrrelato?

La poesía usa la palabra para cruzar el cerco que separa el mundo creado, el mundo humano, de esa asombrosa realidad previa a la palabra que olvidamos al abandonar la infancia: se clava en la corteza de palabras abriendo heridas que permiten entrever el caos como un magma rojizo. En esas grietas, en ese magma, hunden sus raíces los microrrelatos, estas brevísimas narraciones, estos ejemplares raros. Pero su tallo, sus hojas, crecen en este mundo, que es también el Otro.

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Por Jonathan Alexander España Eraso

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