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Un joven de contextura delgada canta una canción en un teatro pequeño con unas cuantas bancas rojas: “Eran las siete de la mañana/ Y uno por uno al matadero/ Pues cada cual tiene su precio/ Buscando visa para un sueño”. Mientras tanto, un hombre que lleva un sombrero le explica a otro los movimientos que deben ejecutar en escena. “Listo, hágale pues”, le contesta su compañero. En el escenario, pero cerca de los asientos, alguien se encuentra pelando con un cuchillo lo que parece ser una fruta. De repente, un señor comienza a realizar ejercicios de vocalización. Se escuchan muchas erres. La escena no estaría completa sin actividad física de por medio, entonces el muchacho delgado hace un par de flexiones y hasta se “para de cabeza”. Ahora hay dos hombres con sombrero intercambiando miradas mientras se encuentran sentados en cada una de las puntas del escenario. Alguien anuncia la hora, esa que indica que están retrasados, así que los ocho actores forman un círculo. “Vamos a brindar por el ausente”, dice una mujer, quien pronuncia un par de palabras más. Todos gritan y luego reparten abrazos. La oportunidad que desde hace veintidós años y siete meses no tienen las sesenta víctimas de la masacre de El Salado.
A ellos permitieron que les arrancaran la vida, pero no impidieron que desde hace seis años el colectivo del Teatro Estudio Alcaraván recreara su historia en las tablas. “A pesar de que nosotros estamos hablando de la masacre de El Salado como un homenaje a estas víctimas, realmente es la excusa para hablar de las masacres en Colombia, de la forma como se destruyen con la violencia la cultura, la idiosincrasia y la ancestralidad de un pueblo”, dice Paola Guarnizo, escritora, directora y actriz de La caída de las águilas. Pero en esta obra no hay sangre ni múltiples torturas como sí las padecieron los habitantes de aquel pueblo de los Montes de María durante seis días. Entonces, lo que hay es oscuridad, no por la ausencia de luz en el lugar, sino por la representación de lo humano.
En el escenario aparece un hombre portando una cruz en su cuello, ese llamado el Gallo y quien se entera de los movimientos de la gente de La Curva del Silencio gracias a la Mosca y el Pollo, sus dos subalternos. “Si por mí fuera, hace rato hubiera acabado con este pueblo”, son las palabras que dice el Gallo en algún momento. Pero aquella decisión no depende de él, quien es tan solo una ficha más del rompecabezas, esa que se encarga de recibir órdenes y al mismo tiempo darlas. “La caída de las águilas también es una obra que devela que allá arriba hay otra gente. El problema no es el paraco o el guerrillo, el problema es quién está arriba”.
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El Pollo quiere seguir el ejemplo de su jefe, desea llegar algún día a ser como el Gallo. “Para ser como el Gallo hay que tener mano fuerte y corazón grande”, le dice en una ocasión a la Mosca. Esa vez que se encuentran en una especie de bar mientras la Mosca está pensativo e intranquilo. De repente, entra a aquel lugar Salvador, quien conoce a Ezequiel —como en realidad se llama la Mosca— desde pequeño. “Cuando los pensamientos están en mala compañía, ahí sí que no se puede tapar el sol con un dedo”. Aquellas palabras de Salvador causan malestar en el Pollo, quien saca una agenda pequeña, en donde al parecer hace un chulo en una de las hojas con un lapicero.
Ezequiel estuvo fuera del pueblo por varios años y ahora ha regresado como un informante, quien se encuentra enamorado de Magdalena, la hija de Salvador. Por eso, en las noticias que le reporta al Gallo nunca menciona ni a su amada ni a su padre. Salvador desconfía de Ezequiel, así que su hija evita contarle sobre los pequeños encuentros que sostiene con él. Todos coinciden en el pueblo que aquel muchacho está muy cambiado, pero nadie sabe que su transformación va más allá del aspecto físico. “El mundo es un telón de teatro en donde se esconden los secretos más profundos”, diría más adelante Salvador. Un día, Ezequiel se encuentra en la calle con Magdalena, quien carga un palo que lleva unas cuantas hojas de tabaco secas. Ella no quiere detenerse a hablar con aquel joven, entonces él le dice: “Al menos deje de mirarme así, como si tuviera el diablo adentro”. “¿Por qué no se mira en un espejo?”, le pregunta ella.
Entonces, la Mosca va a una peluquería, en donde se encuentra con dos conocidos. En algún momento llega Salvador, quien menciona la preocupación que se vive en La Curva del Silencio debido a unos papeles que fueron arrojados de un helicóptero. Le pasa uno de esos al estilista, quien lo lee. “Cómanse las gallinas y los carneros y gocen todo lo que puedan porque no van a disfrutar más”. Al escuchar aquello, Ezequiel dice que eso deben ser amenazas y nada más. “¿Usted qué sabe?”, le cuestionan las personas que están en aquel lugar. Asustado, la Mosca prefiere partir de ahí.
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Se reúne con el Gallo y el Pollo, a quien se le sale que van a tomarse el pueblo. Ezequiel trata de convencer al Gallo de que los habitantes de La Curva del Silencio no tienen nada que ver con la desaparición de las reses de una señora. Entonces, su jefe le dice que hable él mismo con la señora por teléfono. “¿Usted qué talla de cabeza es?”, le pregunta el Gallo, mientras le pone una bolsa negra encima. “Infortunadamente solo hemos tenido una víctima de El Salado que ha visto La caída de las águilas. Para esa persona fue tenaz, yo creo que lloró durante toda la obra y se preguntaba cómo era posible que esta obra no fuera a El Salado (…) No hemos tenido la posibilidad de llevarla, porque allí alguien dijo que estábamos revictimizando”.
Ahora Ezequiel se encuentra en la casa de Magdalena y carga un costal en la espalda. Salvador le abre la puerta, le parece extraña la presencia del joven a esas horas. Pero entonces, la Mosca le cuenta que se van a tomar el pueblo y necesita que empaquen todo para que puedan huir de ahí. Magdalena escucha aquello, pero no quiere partir sin su papá, quien se rehúsa a dejar su casa. “Yo me quedo aquí defendiendo la tierra, es lo único que tengo para dejarle a mi hija”. Cuando parece que Magdalena por fin entra en razón y se va a ir con Ezequiel, se escuchan unos disparos y unas voces. Ya es demasiado tarde para tomar una decisión. Luego de unos minutos, un muchacho grita el nombre de su amada, a quien le dedica un par de palabras.
Al final de cuentas, La caída de las águilas es una lucha contra el olvido, contra ese que puede ocasionar preguntas como la que se hacía el padre Francisco de Roux hace casi tres meses, cuando se conoció el Informe Final de la Comisión de la Verdad: “¿Cómo nos atrevimos a dejar que pasara y cómo permitimos que continúe pasando?”.
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