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La magia de no escuchar tu voz (el sueño de una vida sin fricciones)

Esta entrega de sobrepensadores aborda la exposición y sobreexposición a la que nos enfrentamos en la era de las redes sociales.

Roberto Palacio

25 de septiembre de 2025 - 06:08 p. m.
Imagen de referencia.
Foto: EFE - Carlos Durán
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Los mercaderistas, que parecen saber más de la criatura humana que todo el ejército de psicólogos, psiquiatras, filósofos, educadores etc. descubrieron ya hace años que una de las tareas más importantes en la creación de “experiencia de usuario” en cualquier venta, era proporcionar un “recorrido” que minimizara las ficciones. La fricción era todo lo que le causaba pánico a los que procuraban la venta: esos momentos en los que en el usuario se instauraba un instante de reflexión crítica en el cual se preguntaba si realmente necesitaba ordenar esa pizza teniendo la cena ya servida en el microondas. Muchas cosas procuraban fricción: una app complicada de manejar, los precios altos, la falta o el exceso de opciones. Todo el sistema debía fluir. Eran mínimos.

Pero más allá de toda loca predicción, descubrieron que una de las mayores zonas de fricción no estaba en el sistema, ni en el funcionamiento de la app o en los inconvenientes implicados con introducir una tarjeta de crédito. Una zona candente de roce era pura y simplemente la voz de los demás, por no decir que la propia presencia humana que se asomaba por detrás de las grietas. En efecto, era mucho más probable que una persona de cierto grupo etario pidiera esa pizza si no le tocaba escuchar a nadie ni usar sus propias cuerdas vocales. Los demás eran fricción; las modulaciones de sus palabras, sus inflexiones, su presencia que se alcanza a transmitir vía sonido y mucho más así por la imagen… todo resulta un algo que evitaríamos si se nos da la oportunidad. Yo… ¿tener que hablar con otro?… ¡ni pensarlo!

En 1944, en la París ocupada de la Segunda Guerra Mundial, el filósofo Jean-Paul Sartre estrenó una obra de teatro que ya poco recordamos, A Puerta cerrada. En ella, tres personas mueren y van a un cuarto de hotel. No les falta nada; de hecho, tienen un estupendo Room Service. Sólo hay dos condiciones infranqueables: no pueden salir de ese cuarto, y sea donde sea que se ubiquen, son vistos por los demás y no pueden evitar verlos. No demoran en darse cuenta de que están en el infierno. Garcin, uno de los atrapados, pone sobre el escenario del mundo una de las frases que no he podido dejar de pensar desde que la leí por primera vez hace años:

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GARCIN. Este bronce. [Lo acaricia pensativo]. Sí, ahora es el momento; estoy mirando esto en la repisa de la chimenea y comprendo que estoy en el infierno. Te digo que todo está pensado de antemano. Sabían que estaría junto a la chimenea, acariciando este bronce, con todos esos ojos fijos en mí. Devorándome. [Se da la vuelta bruscamente]. ¿Qué? ¿Solo dos de ustedes? Pensé que había más; muchos más. [Ríe]. Así que esto es el infierno. Nunca lo habría creído. Recuerdas todo lo que nos contaron sobre las cámaras de tortura, el fuego y el azufre, la “marga ardiente”. ¡Cuentos de brujas! No hay necesidad de atizadores al rojo vivo. ¡El infierno son los demás!

El infierno no es un lugar con tridentes e insoportables olores azufrados; son los demás. Nunca imaginé que la sentencia se volvería una verdad ineludible en tiempos en los que hemos procurado estar más interconectados que nunca. ¡El infierno son los demás! No soportamos la presencia del otro, sus cuerdas vocales en movimiento, su imagen… mucho menos su olor. Hay gente que tecleará todo el día en WhatsApp con tal de no recibir un mensaje de voz o tener que enviarlo; todos lo hemos visto o de hecho pertenecemos a esa subcategoría de usuarios. Si yo tuviera que caracterizar el presente con una sola idea, nos dice el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, diría que lo marca la desaparición del otro.

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Todo un enorme arraigo de dispositivos automatizados hacen posible dejar de lidiar con las texturas de otros seres humanos. Probablemente, en el futuro será más marcada la tendencia. Encontraremos cada vez más mecanismos que nos complazcan sin cuestionarnos, que como a niños malcriados nos ofrecerán una y otra vez lo que yo quiero… lo que YO quiero. Piénsese en las parejas virtuales. Ni confrontación, ni crítica, ni verdadera retroalimentación. Sólo el loco juego de ir con mis deseos. Nada me podrá ubicar en un mundo así; si los demás han desaparecido, lo que queda es la soledad radical que estar deshabitado entre una multitud de solitarios.

Las opciones son fundamentales en el mundo contemporáneo, en donde el principal objetivo de la sociedad parece ser que vayamos al carrito de compra y demos de una buena vez “click” en “pagar”. Lo que no hemos pensado es cómo nos modificará un mundo en el que puedo a voluntad dejar de lado al otro y deponerlo como una fricción innecesaria. Ya no tendré que negociar con nadie, no me pondré en la posición de tener que vivir con lo que medianamente (mucho menos con lo que mayoritariamente) no me cuadra de los demás, todo crítica se ha de convertir en un ataque despiadado de quien desconoce mis derechos.

Hay algo, sin embargo, paradójico en la cita que comparto. Garcin se queja de que otros lo miren, y al tiempo de que no lo miren lo suficiente. El infierno es la mirada de los otros, de la cual paradójicamente nos quejamos, como Garcin, de que sean tan pocos los que miran, y al mismo tiempo del enfoque permanente de sus ojos sobre nosotros, auscultándonos. Recuerdo la cita de una anciana neoyorquina, personaje de uno de los cuantos de Woody Allen, que se quejaba de lo horrible que era la sopa que se tomaba todos los días en el mismo restaurante… ¡y tan poquita que dan! El título de la obra en francés juega con el doble significado: el infierno son los demás, pero al tiempo, el infierno sin los demás. ¿Pudiera haber algo que describa mejor nuestra situación actual en las redes? Las miradas de los demás son inclementes, nos invaden, nos juzgan… pero ¿por qué diablos son tan pocas?

*Este texto ha sido elaborado con ideas tomadas de mi libro de próxima aparición “Consumidores de Atención”, Editorial Debate

Por Roberto Palacio

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