El Magazín Cultural
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La noche que conocí a Elvis

De verdad, el viernes conocí a Elvis Presley y me convertí, tardíamente, en admirador de sus hermosas y trepidantes canciones.

Orlando Plata González
03 de julio de 2021 - 08:05 p. m.
Elvis Presley y la tarde que el autor de este texto lo conoció sin necesidad de ir a Estados Unidos.
Elvis Presley y la tarde que el autor de este texto lo conoció sin necesidad de ir a Estados Unidos.
Foto: S. Hermann & F. Richter en Pixabay

Ante todo, debo aclarar que aun conociendo algunas canciones del “Rey del Rock” desde muy tierna edad, nunca se había metido bajo mi piel de esa manera como aquel día. Aunque una vez, de niño, tuve la oportunidad de escuchar el álbum That’s the Way It Is (traducido como “Esto sí es Elvis”), en casa del mejor amigo de unos primos que se perdieron en la niebla del pasado (en cuya se casa el rock era una lengua extranjera y los ídolos tutelares eran Pastor López y Los Melódicos; contra quienes no tengo nada, por supuesto). No olvido aquel día cuando escuché por primera vez Patch It Up, lo más rocker que había oído hasta ese momento después de Sandro de América, y I Just Can’t Help Believin’ (“Apenas puedo creerlo”), una balada rock que alguna vez pesqué en la radio (mi compañero inseparable en aquella tierra extraña, hostil y distante).

Al ver mi fascinación por ese ruido que salía de los parlantes, Mauricio (mi primo) dijo:

―¿Entonces qué? Vamos por las cometas ―urgió.

―Ni lo sueñe ―me rebelé―. Esto está buenísimo. ¿Para qué comprar una cometa, si ustedes ni me la dejan volar?

―No ve que si se la suelto, usted la deja ir ―reclamó airado.

Rara vez me negaba yo a seguir sus planes; pero la música no me dejaba salir.

―Usted, ¿qué dice? ―le preguntó a Miller, desviando la atención del hecho de que era yo quien financiaba la diversión… de los demás.

―Déjelo, fresco. Si él se quiere quedar, está bien. Esto sí es Elvis ―enfatizó abanicándose con la carátula del disco.

Eso fue hace unos treinta años, quizás, y el mencionado álbum no volvió a cruzarse en mi camino. Por la radio solo pasaban Heartbreak Hotel y Don’t Be Cruel, que no me producían un gran efecto. Así que, con el pasar del tiempo, me decanté por Black Sabbath, Pink Floyd, Deep Purple, King Crimson y toda la gama de colores del ámbito del rock clásico. Mi ABC lo aprendí con ABBA, Beatles y Carpenters. Fui de AC-DC a ZZ Top; pero la E no podía ser sino de Emerson, Lake & Palmer. Elvis no estaba en mi lista y me bastaba con Sandro, nuestro verdadero y único rey. En mi musiteca, un lado de un casete era todo lo que había dedicado a Presleyhast ese momento.

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A principios de agosto, cuando hallé por fin el álbum de vinilo de marras en el Mercado de las Pulgas, no sabía que se cerraba un ciclo y se abría una puerta inesperada. Pasé un par de semanas recreando el pasado y comprobando que aquella música era plata de ley (valoro más la plata que el oro). Naturalmente, la casualidad es una red tan sólida como invisible; con gran alegría recibí una invitación por parte de mi amiga Joy a un concierto en homenaje al aniversario de la muerte de Elvis (ocurrida el 16 de agosto de 1977 en Memphis), en donde tocaría nada menos que el baterista de Elvis Presley, un colombiano hoy radicado en Villa de Leyva, Bill Rueda Lynn.

Con semejante anzuelo no lo pensé dos veces. Mas suele ocurrir que a las puertas del tesoro inminente se agazapan dragones que lo protegen; por lo que temí que todo fuera una burda parodia. ¡Qué equivocado estaba! Eso sí, los obstáculos no faltaron: nuestro auto se recalentó a medio camino; es decir, casi a cuarenta minutos de recorrido. Pensé que no habría caso insistir; pero volvimos a casa, lo tomamos con calma y abordamos el vilipendiado Transmilenio. El caso es que llegamos con tiempo para escoger buena mesa y relajarnos. La decoración del bar es muy original y acogedora. Un collage de estupendos afiches de Sandro, Leonardo Favio y Sabú nos saludó al llegar. En el segundo piso, presiden el escenario enormes fotos de David Gilmour, The Doors, The Beatles, The Rolling Stones, Syd Barret, Led Zeppelin, Roger Daltrey y Jim Morrison solos.

La música de ambientación nos recibió con una maravillosa versión de la Obertura Miniatura del ballet El Cascanueces en versión rockera años 50; luego se alternaron, cómo no, Sandro, Nino Bravo, Ray Charles, Simon & Garfunkel y así por el estilo. Para nosotros, que no frecuentamos bares, aquello fue más de lo imaginado. La carta estaba escrita en discos de vinilo con letras plateadas; por mera curiosidad me quedé viendo el sello ―era un disco de Raphael―, porque ya no bebo más que Ginger después de aquellos años tan locos. El mobiliario se compone de cómodas poltronas de cuero y elegantes mesitas de madera oscura. La galería de fotos incluye a personajes como Robert Redford, Tom Selleck, Clint Eastwood y Mario Moreno (Cantinflas). Aquello es muy parecido al Valhalla, al Nirvana, el Edén… lo que sea.

Hubo, eso sí, un interludio un poco aburrido. Un señor de gafitas se trepó al escenario (no sé si de espontáneo o por ser el dueño del bar) y nos aburrió durante unos veinte minutos con su falta de ángel y su soso repertorio (cantó ¡El carretero!). Por fortuna, Los Twisters ascendieron al escenario y comenzaron a rockear de verdad. Su versión de Twist and Shout fue algo notable; así como Twinkle Twinkle Little Star. Uno tras otro sus temas nos llevaron a la gloria; en especial Put Your Head on My Shoulder, aquel inolvidable tema de Paul Anka que cantaron en español. Crazy Little Thing Called Love fue uno de los últimos. Recuerdo que eran todas canciones conocidas para mí y cómo cantaba a voz en cuello con Fabio Gómez (ex-Flippers y novio de Joy) cada vez más emocionado… la Ginger se me había subido a la cabeza, siguiendo el método sugerido por Henry Miller en uno de sus libros: bebes agua y piensas que es alcohol ¡Es perfecto! Lo cierto es que realizaron tal despliegue de fuerza, sonoridad, virtuosismo musical y entrega, que el público (o al menos yo; no sé los demás) se sacudía sentado como títere de Jim Henson al son de sus canciones.

Fue una noche inolvidable; ¡vaya noche la de aquel día! Y entonces, tras un corto intervalo, de la nada surgió un hombre vestido de blanco y lentejuelas, se acercaba… era Elvis (Marco Tulio Sánchez); nuestro Elvis. Ya había oído decir que Elvis no murió, pero aún no lo creía. Entre ovaciones y risas saltó ágilmente al escenario. Con cada canción iba calentando motores y sus movimientos se hacían más desenfrenados a medida que entraba en calor. Creo que comenzó con Tutti-Frutti, siguió con Rock ‘n’ Roll Jail House, Suspicious Mind, I Just Can’t Help Believin’, You’ve Lost that Loving Feeling, Hound Dog (que tradujo como “perra callejera”, pero jocosamente advirtió que el Rey la dedicó a su mascota), y cerró con My Philosophy —que ha vuelto a las listas de éxitos—. Era un éxtasis colectivo total. Por encima del atuendo, sus bromas (se le enredó el micrófono en el cuello), su baile insinuante y su presencia escénica, era Elvis Presley reencarnado por su voz… ¡qué voz! No, eso fue la locura. Y para rematar ¡era el cumpleaños de Sandro! Y aplaudimos a rabiar por la salud de nuestro rey gitano.

Al final, el triste final, oyó peticiones, y grité con todas mis fuerzas “Patch It Up” (remiéndalo) y una chica de atrás, medio ebria, aulló algo así como blu drible shueidi babble shúz. Él apenas sonrió y dijo: “Patch It Up”, y el veloz sonido nos arrolló con su mágica potencia. El guitarrista aprovechó para demostrar que conocía y veneraba a Jimi Hendrix, Eric Clapton, Carlos Santana y por suerte no homenajeó también a Pete Townsend, pues las astillas se nos habrían incrustado en la ropa y arruinado la bebida; estábamos a escasos tres metros de Elvis, sin necesidad de ir a Las Vegas ni a Graceland; ni tener que soportar a esos payasos que se disfrazan de Elvis para salir en televisión y no saben cantar ni London Bridge. No, no, no; ¡esto sí es Elvis! resucitado gracias a la magia de un fan, las poderosas manos de su baterista a lo largo de su mejor época (1963 a 1969), Fabio Gómez, un rítmico bajista seguro y divertido con las maromas de Marco Tulio, y sustentados por la perfección técnica exhibida por Andrés Delgado, joven guitarrista fuera de serie.

Cuando Elvis me dio la mano sentí una vibración propia de las estrellas. De verdad, el viernes conocí a Elvis Presley y me convertí, tardíamente, en admirador de sus hermosas y trepidantes canciones.

Y un epitafio inesperado…

No habían pasado seis meses desde que escribí estas impresiones, cuando una mañana me sorprendió la infausta noticia: Bill Rueda Lynn se había quedado sin aliento en Villa de Leyva. Así que tuve que conformarme con no conocerlo y, casi sin darme cuenta, terminé escribiendo un humilde epitafio y mis divagaciones en torno al dolor que nos produjo su partida. Fue el infausto 5 de enero de 2006.

Y tu canción terminó, aunque el vibrante sonido de tus platillos se difuminó en el espacio uniéndose a la música de las esferas.

Sé que todos los músicos (los buenos músicos) van al cielo, pues se supone que allí todo es una rumba. Mejor dicho, que, por definición, es una experiencia celestial. ¿Y acaso algún lugar podría ser perfecto y paradisíaco sin la música? No lo concibo.

De todas formas, estoy triste por esa inesperada partida; pues gracias a él (y a Marco Tulio Sánchez) aprendí a reencontrar la grandeza de las canciones del Rey... Y siempre pensé que “en el próximo concierto” sí me acercaría, balbucearía torpemente mi admiración y obtendría la foto prometida y quizás un apretón de manos…

En fin, estoy triste, pero también feliz porque ha ido a encontrarse con Elvis y también con John Lennon, Jim Morrison, Jimi Hendrix, Janis Joplin y Brian Jones; y también con Keith Moon y John Bonham, con quienes intercambiará baquetas y lo recibirán con un magistral redoble de tambores); y además con George Harrison, Ray Charles, Karen Carpenter, Celia Cruz, Nino Bravo, Sabú y tantos otros músicos que han tocado el Cielo con las manos y con su voz, y han dejado una huella imborrable en nuestros oídos y en nuestro corazón.

Por Orlando Plata González

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