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Una casa en total silencio. De ese silencio que es necesario para poder escribir y poder pensar. Ese silencio para el que no está preparada una sociedad que todo el tiempo está expuesta al sonido de un claxon, de un parlante, de un grito, de un caos. Libros en todos los muebles. Un silencio que, “cuando el silencio se prolonga demasiado, cuando el aislamiento se prolonga, de ahí a la locura no más hay un paso”, dice Piedad Bonnett.
En su biblioteca, un computador con centenares de fotografías. Hojas en blanco, otras que apenas tienen un par de frases iniciadas y otras que ya superaron la constante confrontación de la nada, de la incertidumbre de lo que puede ser o de lo que puede no ser en un papel. Un libro de Cartier Bresson, un libro de Manuel Vilas y uno de Chantal Maillard sobresalen por encima de aquellos libros de poesía, filosofía y literatura que conviven en los estantes de cada una de las secciones de su biblioteca.
Entre esos libros, entre ese olor a café y a té, Piedad Bonnett hablaba de la memoria, de los desamparados, de los aislados. Hablaba de la vida, de su forma de compadecerse con individuos a los que se les dificulta relacionarse, de aquellos jóvenes que viven presentes en su memoria de profesora y que aún la buscan, como si su carisma los llamara para hacerles ver que en algunos versos y palabras aún hay algo que hacer.
“La literatura me dio el soporte. Se me puso como un riel en el que yo podía ir sin descarrilarme. Por supuesto con incertidumbres, con cansancio, pero con la pasión. Si tú tienes una pasión estás salvado de la náusea”.
Hablaba también de las universidades, de su experiencia por más de 30 años como profesora, como mentora, como conductora de ese tren que encarrilaba a varios estudiantes hacia las artes, hacia las reflexiones humanas que trascienden cualquier petición institucional.
A su hijo Daniel lo sujeta en todos sus caminos de pensamiento y de obra. Sus remembranzas son otra forma de abrazar a las artes y de soltar las sensaciones más ingrávidas. Daniel, que aún vive en sus letras y que más allá de las fotografías que persisten en los retratos de su apartamento perdura, entre muchos otros jóvenes, entre los recuerdos del porvenir.
¿Qué hay detrás de los silencios?, nos preguntamos. Gabriel, el personaje principal de Donde nadie me espere, la nueva novela de la escritora colombiana, es el símbolo y el pintor de ese lienzo en el que el ruido de colores y formas nos hablan de seres solitarios, producto del cansancio que demanda un sistema que pretende a la acumulación. La opulencia de títulos, transformada en la sed de reunir capital y de creerse el mito de que el éxito depende de la cantidad de cartones y reconocimientos que nos otorgan las instituciones derivan en constantes angustias, en sumirnos en el miedo al fracaso y el miedo a no cumplir con las reglas de subsistencia que carcomen nuestro apaciguamiento y nos llevan a caminar sobre el borde del risco que se llama depresión. Y es ahí, justo en ese límite, donde Bonnett se ubica para observar ese vacío que muchas veces es insospechado y en el que muchas veces no sabemos que estamos hasta que caemos en el más cruel de los azares.
Entre todos los senderos indeterminados de nuestras decisiones se camuflan nuestros temores y convicciones. Huimos para bien y para mal. Alejándonos ante lo desconocido y ante lo establecido. Y entre cavilaciones y elucubraciones vamos perfilando y delimitando los refugios que nos facilitan los días escabrosos y nauseabundos. Así, entre un trasegar y otro, llegamos a la conclusión de que “la literatura es la forma más bonita de huir. Es huir en su posibilidad positiva, porque siempre pensamos que huir es una cosa negativa. Desde que era una niña, empecé a huir. Leía los cuentos de hadas y ya estaba huyendo. Y no porque mi entorno fuera especialmente problemático. Pero de todas maneras era muy sensible al autoritarismo de mi papá, a los miedos, a la religión castigadora. Si hay algo de mí en Gabriel es ese mundo que siempre me agobió un poco y que en la literatura encontré una manera de refugiarme. Huir para refugiarse. Para mí, cuando la vida se pone conflictiva encuentro que un libro es un refugio”, cuenta Bonnett.
En las ausencias, en los aislamientos, en el contraste de lo que guardamos con las palabras pero gritamos con los pensamientos, se asoma una incesante intención de despojarnos, de volver a lo esencial, como dice Piedad Bonnet. Y en esa intención, en la que se esconden las más altas pasiones y deseos, surge la añoranza de abandonarnos a nuestro propio destino y asumir un renacer.
“Me impresiona mucho la gente que no es capaz de sentir compasión. Esta sociedad se ha blindado mucho contra el dolor ajeno. La violencia de este país ha matado el corazón de la compasión. Yo le ruego a la vida que no me quite nunca esa sensibilidad”, dice la escritora luego de haber compartido relatos personales o que pasan de voz a voz. Y justamente en el intercambio de testimonios coincidimos en esa atmósfera en la que ninguno está exento de salvaguardarse y en la que todos hemos normalizado y, por ende, ignorado el sufrimiento. Desviamos las miradas y espantamos los sentimientos que en un pasado nostálgico y a la vez alegre expresábamos para construirnos espacios de convivencia y bienestar comunitario.
Bonnett menciona a los viejos amores, las buenas amistades, todos aquellos vínculos que dejan algunos rastros en la piel y varias huellas en el alma. Recuerda sus alegrías, sus frustraciones, sus tristezas. Cada evocación de un tiempo pasado provoca la reflexión de este eterno presente. Cada vivencia, cada retrato son, quizá, una nueva letra, una nueva oportunidad de reinventar su escritura. “Escribir es transformar. Convertir lo inquietante y lo que mortifica en una comunión con otros”, afirma Bonnett.
La acción de escribir se convierte entonces en una posibilidad para borrar algunos trazos de sueños frustrados, de algunos anhelos que todavía buscan abrirse paso entre obligaciones y posibles impedimentos.
Donde nadie me espere se muestra como un relato intenso, en el que el hecho de adentrarse en los vericuetos de una mente que vive en constante conflicto nos acerca a la realidad de un “solitario crónico” como Gabriel, un personaje que podría ser cualquiera de nosotros, que representa la sociedad de individuos aislados, que conviven y se rozan constantemente con otros, pero cuya inercia los lleva a los escenarios más solitarios e inhóspitos.
El personaje de la novela parece ser un símbolo del individuo actual. ¿A qué se debe esa soledad y ese aislamiento?
Como Gabriel, hay seres humanos que nacen con una desgana. O que la vida les inflige unas heridas que les crean una especie de depresión permanente de la que no son ni siquiera conscientes. El filósofo coreano Byung-Chul Han habla de que esta es la sociedad del cansancio y la sociedad de la depresión. Es decir, en otras épocas podía ser la locura, pero esta es la sociedad depresiva.
Más allá de las experiencias personales. ¿No podría uno pensar que ese cansancio y esa depresión tienen que ver con el afán de acumular el capital tal como lo demanda el sistema?
Es la época de la superproductividad. Estamos agobiados por ello, por una sociedad de consumo que nos hace pensar que tenemos que adquirir y adquirir. Para adquirir hay que trabajar y tener dinero. Pero también influye la sobreinformación. No hay posibilidad para el silencio, para el reposo. Gabriel lo que hace es buscar ambas cosas. Eso es lo que va buscando. Yo no me quiero quedar en un caso patológico, ni quiero que a mi personaje lo juzguen como si estuviera fuera de sus cabales, sino como un producto de la sociedad en la que vivimos.