Querido Alfonso
Se inaugura el mes de noviembre. Imposible dejar de escribirte, aunque me faltan palabras para relatar este trance. Ya son las doce de la noche. No escuché ningún reloj, pero todos saben que es la hora y hay que proceder. Miro la calaca (1) de frente, posada en mi mano, y ni siquiera un recuerdo de Hamlet. ¿Ser o no ser?… ¡qué va!, eso aquí está superado; es más, nunca tuvieron dudas. En México, vivo o muerto, siempre se es. Y procedo: le doy un pequeño mordisco en la mandíbula, lo más lejos posible de la frente. Ahí es donde tiene grabado mi nombre. Y es que comerse uno su propia muerte no es plato de todos los días. El recelo te inunda, pero el chocolate está exquisito, la verdad.
En una noche como esta, la del 1 de noviembre, noche de difuntos en el Distrito Federal y en todo México, la costumbre católica obliga a comulgar con la muerte, y los mexicanos comulgan, a su manera. La gente regala la muerte. Los escaparates de la ciudad se llenan de calacas dulces esperando, con la frente altiva y la boca divertida, a que un vivo quiera enfrentarse a su propio óbito. Me regalaron la mía y ella sonreía a pesar de que la iba a devorar, ¿o quizás por eso precisamente? No lo sé. Estoy tan impresionado como confundido, todo este asunto, a los ojos de un cristiano viejo de formación, parece poco serio. Más diría, es festivo. Es la Fiesta de los Muertos, así la llaman: un ambiente de lúdico respeto y de respeto lúdico se apropia de la ciudad. ¿Cómo es eso posible si hablamos de muertos?. Pues la culpa la tienen ellos mismos.
En México, vivo o muerto, siempre se es. Sí, amigo mío, los muertos no son personas que han dejado de existir. Existir, existen, aunque no están aquí exactamente. Por eso en estos días son ellos los que vienen de visita y no al contrario. Los muertos mexicanos visitan a sus vivos, los vivos se saben visitados. Y la ocasión, una vez al año, es motivo de fiesta, claro. Ya se encarga Doña Catrina (2) y su corte de calacas de que así sea. La ciudad queda en sus manos y comienza a transformarse. Lúdica decoración, alegre artesanía (3), divertidos carteles, atractivas formas de papel recortado, jocosa literatura (4) y cempasuchitl (5) por todos los lugares, tanto en los campos santos como dentro de la ciudad. Flor mexicana de los difuntos, el cempasuchitl, de intenso naranja como el amanecer del trópico, representa el color de los muertos mexicanos, la intensidad de la muerte tropical. Ya se encarga Doña Catrina y su corte de calacas.
Se les ve por toda la ciudad: escaparates comerciales, autobuses, metro, casas, calles, instituciones, mercados, parques. Cualquier soporte es bueno para emerger entre los vivos-vivos y anunciar la llegada de los vivos-muertos. Doña Catrina elegante, imponente, tierna y siempre sonriente. Doña Catrina la calaca madre, la madame de la muerte, la muerte mexicana: gallarda y alegre a la vez. Y su sonriente corte de calacas desnudas, asimismo imprescindibles: mucho trabajo por hacer. Distrito Federal, la más grande concentración de vivos produce la mayor cantidad de muertos, demasiadas visitas por recibir. Los cementerios y la ciudad se vuelven indistintos. Fusión de tumbas y casas, de muertos y vivos, de cipreses y magnolios. No son los cementerios los que abren sus puertas a la ciudad, es la ciudad la que se abre a ellos, los difuntos también son ciudadanos. Ciudad y campo santo confundidos en un extenso jardín de cempasuchitl. La casa se hace panteón y el panteón se hace casa, y a los difuntos se les puede recibir donde uno quiera, sólo hay que proporcionarles la puerta de acceso.
La labor, sin duda, más importante de estos días: preparar los “lugares del encuentro”, lugares indispensables para el contacto de los vivos-vivos con los vivos-muertos: los “Altares de Muertos” (6), puerta entre la vida y la muerte por donde llegan y se van las ánimas corporeizadas (7). Lugares del Ser, del Existir. Toda la ciudad se convierte en un gran Altar de Muertos: altares sobre las tumbas de los que se fueron y sobre los espacios cotidianos de los que permanecen. Espacios para festejar, en ellos se prepara todo lo ‘vital’ para recibir a los difuntos. Parecen la mesa de un gran festín, parecen el aviso de un mercado popular: colores fuertes, comida tradicional, olores suaves, flores, velas, panes, frutas, bebida, retratos, cerámica y todo ello sobre un decorado de finos bordados y figuras recortadas de papel chino (8). Lúdico respeto, respeto lúdico. Estos altares transmiten espiritualidad, hay solemnidad en la disposición, simbolismo en las formas, mensaje en la composición, pero también festividad, hay colores para la alegría, sonrisas para el bienestar, alimentos y bebidas para el disfrute. Es la confusión del ajeno, el altar de muertos desconcierta a quienes vivimos de espaldas al óbito. Puerta entre la vida y la muerte, la tradición mexicana ha recurrido a su mejor saber hacer de sincretismo religioso: sabidurías prehispánicas y haceres cristianos.
Resultado: un lugar “esencial”, sin fronteras, un lugar construido sólo con la esencia de la existencia: los sentidos y los elementos, un lugar donde espacio y tiempo son neutralizados, abstraídos; tiempo y espacio, los dos pilares básicos del existir trastocados, diluidos. En México, vivo o muerto, siempre se es. Existencia en la esencia: los cinco sentidos animales, los cuatro elementos de la naturaleza. El Altar de Muertos, fragancias para oler, comida y bebida para degustar, colores para guiar, música para relajar, objetos para manejar, agua para la sed, tierra para el descanso, fuegos veladores para iluminar el camino, aire para inundar de suave perfume todo el ambiente. Espacio esencial, puerta entre la vida y la muerte, “lugar del encuentro” de vivos-vivos con vivos-muertos, espacio de comunión en la esencia de la existencia. La comunión con la muerte en México elimina las fronteras que separan esos mundos incompatibles a primera vista. Indistinción entre la vida y la muerte: “todo es vida y la muerte es parte de ella; la muerte es el instrumento que transforma cualitativamente la existencia”, se escucha por aquí.
En México, vivo o muerto, siempre se es. Por eso, cuando llega el final de octubre la ciudad se transforma, toda ella se convierte en un gran Altar de Muertos. El Altar de Muertos simboliza la mutación de la ciudad: ciudad abierta a los cementerios, ciudad de los muertos, altares para los muertos, ciudad de los altares, puertas entre la vida y la muerte, urbanismo efímero para la bienvenida de los ya despedidos, de los vivos del último adiós, urbanismo esencial para la comunión con la otra parte de la propia existencia.
El recelo, Alfonso, no desaparece ni aun habiendo ingerido toda la calaca; es más, se convierte en suave angustia vital cuando comes la parte de su frente que tiene tu propio nombre escrito y que un no sé qué te hace dejarlo para el final. Pero el chocolate está exquisito, la verdad.
Un abrazo muy vivo
Blas
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1. Calaca: calaveras o esqueletos completos que representan a la muerte o a los muertos, Sus figuras no son tétricas, muy al contrario, transmiten simpatía y, casi siempre, se muestran sonriendo. Típicas de la Festividad de los Muertos en México, son integradas con naturalidad en la vida cotidiana e, incluso, se las representa vestidas de múltiples maneras y reproduciendo escenas habituales de los vivos.
2. Doña catrina: es el emblema de las calacas y, por tanto, de la muerte. Se trata de una calaca, en este caso de mujer, finamente vestida con un traje señorial de finales del siglo XIX con sombrero. Es elegante, algo coqueta y sonríe tiernamente a los vivos. Sería el equivalente al esqueleto vestido de capa negra y guadaña de la tradición judeocristiana europea.
6. Altar de muertos: es el espacio simbólico de la tradición mexicana sobre la noche de difuntos. Producto de la simbiosis entre la tradición prehispánica y la cristiana, representa la puerta por donde llegan y se van los muertos durante todos los días que dura la festividad. Puede tener varias estructuras: un plano horizontal puesto sobre el suelo y otro vertical sobre él, una mesa, una estructural piramidal con dos o tres niveles, etc. Representa un altar porque en él se disponen una serie de elementos cargados de espiritualidad según la tradición cristiana mestiza.