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Kiev, Sarajevo, Grozni, Alepo, Bagdad, Kabul (Cuentos de sábado en la tarde)

Truman Percales, especial para El Espectador
05 de marzo de 2022 - 05:34 p. m.
Una niña se despide de su padre al partir desplazada en tren de Kiev (Kyiv), Ucrania, por la invasión violenta de Rusia. EFE/EPA/ZURAB KURTSIKIDZE
Una niña se despide de su padre al partir desplazada en tren de Kiev (Kyiv), Ucrania, por la invasión violenta de Rusia. EFE/EPA/ZURAB KURTSIKIDZE
Foto: EFE - ZURAB KURTSIKIDZE

Algo me despierta temprano. Confundo la claridad del amacer con los incendios que se cuelan por mi ventana. Bajo a la panadería. El mismo lugar donde he comprado el pan todos estos años de mi vida. Donde compraban mis padres. Camino hacia la escuela de mi barrio, en donde me gradué y empecé mis primeras lecciones de ballet clásico, las mismas que toma mi hija. Recorro el camino que separa la escuela de la parada del autobús y me siento, esperando para ir a mi trabajo. Alguien me dice que ningún transporte va a llevarme a mi trabajo. Me dirijo al mercado. No hay nadie dentro. Es la primera vez que me encuentro sola en un mercado. Camino por sus galerías, en penumbra, mirando sus puestos y neveras vacías, empujando un carro viejo, oxidado, destruido, como mi patria. En el suelo se amontonan bultos de comida podrida, para perros. Llego al final del mercado. Un grupo de mujeres han encendido un fuego. Están cogidas de la mano alrededor del calor, con los ojos cerrados, pidiendo a Dios por sus hijos. Rezo con ellas.

Mientras me alejo de allí, una explosión se escucha al final de la calle, cerca de la biblioteca a la que me dirijo. Imagino todos esos libros quemados, encima de mí, sepultándome. La onda expansiva me tira al suelo. Me levanto aturdida y corro deprisa, sin mirar atrás, sin detenerme, sin saber exactamente a dónde ir, sin saber por qué está pasando todo esto en mi ciudad. Me esfuerzo por ir más deprisa, sorteando las vidas demolidas, esparcidas en pedazos por las aceras, ante la atenta mirada de los francotiradores que han tomado las azoteas. Llego a la orilla del río, sudando. Mi río. Me sumerjo en sus aguas heladas de miedo. Mientras la corriente me desplaza lentamente hacia la muerte, me fijo en la belleza de los puentes que lo cruzan, en su agotamiento después de días de resistencia, a punto de colapsar. Veo a la gente deambular, buscando una panadería donde comprar los dulces del domingo, aguardando el autobús, recorriendo el mercado. Veo las estatuas abatidas en las plazas y los cuerpos tendidos en las calles. No veo a mi hija haciendo ballet en mi colegio. Oigo el estruendo que precede a la muerte cruzando el cielo gris. Siento el agua fría inundando mi corazón. Odio. Silencio.

Por Truman Percales, especial para El Espectador

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Guillermo(55767)05 de marzo de 2022 - 05:46 p. m.
¡Ojo con la ortografía: cogidas!
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