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“Los miedos no visibilizados en la infancia se convierten en condenas adultas”

La autora del libro infantil “Llorona”, Catalina Perdomo, habló sobre la readaptación de este personaje y resaltó la importancia de abordar el tema del duelo.

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Micaela Chiliquinga
28 de noviembre de 2025 - 12:13 p. m.
Catalina Perdomo lanzó “Llorona” en abril, junto a la editorial Ajolote Libros.
Catalina Perdomo lanzó “Llorona” en abril, junto a la editorial Ajolote Libros.
Foto: Emilia Vanegas
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¿Desde cuándo empezó a dibujar?

Me he sentido una mujer muy poseída por las imágenes desde mucho antes de poder manipular instrumentos de arte. Por eso diría que el dibujo es algo muy temprano; ni siquiera me atrevería a afirmar que pertenece únicamente a la infancia.

“La Llorona” es parte esencial del folclore latinoamericano, ¿cómo surgió la idea de adaptarla?

La idea nació porque es una canción popular, cuyo creador no se conoce, así que está libre de derechos de autor. Aprovechamos que es una historia con múltiples dimensiones e interpretaciones y reelaboramos este personaje que sabemos que tiene un origen más reconocido dentro del folclore mexicano.

¿Cómo es la versión de la Llorona que aparece en su obra?

Esta Llorona nació como una compañía para el duelo. Todos hemos escuchado la versión donde ella es una mujer que llora por sus hijos y asusta a la gente, transmitiendo miedo y horror en torno al duelo. Nosotros hicimos una reelectura para verla no solo como una mujer que duela, sino como una presencia que acompaña el luto en el contexto latinoamericano. Esta Llorona acompaña a una niña, porque quisimos enfocarnos en la infancia y la intención es visibilizar la depresión infantil utilizando un recurso de enorme peso cultural.

Su libro invita a explorar esos mitos y miedos de la infancia. ¿A qué le tenía miedo cuando era niña?

Como niña, no era muy consciente de mis miedos. Era una sensación profundamente biológica, pero nadie me los comentó, porque el miedo infantil suele ridiculizarse. Lastimosamente esos miedos no visibilizados en la infancia se convierten en condenas adultas. Tal vez por eso tenemos una adultez tan mutilada emocionalmente: no se visibiliza la profundidad de la infancia ni la sensibilidad que hay allí. Mi intención es mostrar que la infancia es fundamental para descubrirse a uno mismo y evitar padecer, durante el resto de la vida, algo que siempre estuvo ahí, pero que decidimos no ver.

¿Qué retos implicó hacer un libro ilustrado?

Cuando mi editor me propuso hacer este libro, mi primera respuesta fue: “No puedo porque no soy ilustradora”. Hoy en día, ya puedo bautizarme con más facilidad, tal vez no como ilustradora, pero sí como dibujante, porque me parece un término que democratiza más este medio y resulta menos intimidante. Vivimos en un contexto que no está formado para habitar los productos editoriales de manera profunda y rigurosa, sino que responde a exigencias del mercado. Ese es el mayor reto: enfrentarse no solo a la industria editorial tradicional, sino también a la alternativa, que sigue siendo un mercado invisibilizado en Latinoamérica. Como decía Jairo Buitrago, hacer un libro ilustrado en Latinoamérica es un hito, algo que se consigue a capa y espada.

¿Por qué hablar de duelo y depresión en libros infantiles?

El duelo es algo muy invisibilizado. En nuestra cultura somos muy cálidos y festivos, pero preferimos “lavar los trapos sucios en casa”. Por eso creo que el luto debe abordarse desde la infancia. Veo jóvenes que nunca pudieron entrar en contacto con su tristeza y, con los años, esa emoción muta en rabia. Así crecen muchas personas, incluyéndome, que jamás lograron nombrar esa emoción y cargan con situaciones que fueron catalogadas como “infantiles”, pero que venían de un profundo dolor. El propósito del libro es ese: empezar a nombrar la tristeza para poder deconstruir la rabia y dar más trazabilidad emocional a las personas.

¿En algún momento de su vida el dibujo ha sido un espacio de catarsis?

Para mí el dibujo siempre fue bastante tortuoso. Si bien era mi manera de expresión personal, también era algo muy ridiculizado. Sentía que era algo infantil y no una labor seria, lo cual era muy doloroso, porque me sentía culpable cada vez que dibujaba. Sin embargo, el arte es algo de lo que nunca pude escapar. Al final, más que una catarsis, fue un proceso de autoestima: reconocer que quien determinaba esa labor era yo y que no tenía que escuchar críticas que no tenían relación con mis decisiones de vida. Incluso fue una cuestión pedagógica, además de catártica, porque el dibujo tiene muchas experiencias colectivas, por lo que para mí terminó siendo también una manera de socializar.

Tiene un proyecto de fotografía análoga en redes, ¿qué es lo que más le gusta de narrar con imágenes?

Mi proyecto surge para desmontar un mito: que la función social de la fotografía es el archivo, cuando, para mí, es el cuestionamiento. La fotografía análoga permite cuestionar esa producción interminable de imágenes digitales que responden a la inmediatez y a la necesidad de reportarlo todo. También cuestiona lo contaminante de este mismo medio; eso empuja a visualizar alternativas más ambientales y políticas.

Google Images no debería ser tan importante en nuestra vida. ¿Qué pasa si mañana fallan esas plataformas y no queda una sola foto propia? Nos hicieron pensar que las fotos no necesitaban un soporte personal. Nuestras imágenes se desgastan: aunque tengamos miles, no tenemos las suficientes para entendernos porque el tema no está en la cantidad, sino en la dedicación. Por eso exploro estos medios buscando alternativas más sostenibles y que democraticen la imagen, donde más personas tengan sus propias visiones y las reproduzcan.

Usted participó hace poco en Noviembre Independiente, iniciativa del sector editorial colombiano, dictando un taller de ilustración. ¿Qué importancia tienen este tipo de espacios?

El ser humano ha evolucionado para convivir y aprender de otros. Cuando uno está en un taller con otras personas y existe el simple afán de que todos participemos, se revela algo esencial: el ser humano quiere pertenecer. Este no es solo un espacio de democratización; sino de convivencia. Nos recuerda que el propósito de la sociedad no es la educación: uno no va a un taller solo a adquirir conocimiento, sino a convivir. Un taller, al final del día, te pone un espejo: te muestra con quiénes estás, en qué sociedad vives, cuáles son los sesgos y aprendizajes de los demás. Las plataformas digitales nos han quitado esos espacios sociales y la gente ya no tiene dónde aplicar su humanidad.

Desde su experiencia en el taller, ¿qué valor le agrega la creación colectiva al arte?

El arte siempre será colectivo. El símbolo que saca cualquier artista fue construido por alguien más. Las ideas nacen a través de nosotros, pero se consolidan mediante muchas mentes y diálogo. En el taller, cada vez que alguien tenía una idea, otro la ampliaba o la modificaba. Surgieron personajes muy personales, pero construidos colectivamente. Lo fundamental es verse y encontrarse en el otro: crear es reconocer al otro. Lo más grato fue ver cómo todos estaban alegres de reconocer la cantidad de ideas presentes y de aceptarlas como algo en lo que todos participaron.

Por Micaela Chiliquinga

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