Algunos meses después de que el zar, Alejandro II, hubiera emitido un decreto por el que indultaba a algunos exiliados en Siberia, entre ellos a Fédor Dostoievski, sentenciado primero a muerte, y luego a cinco años de trabajos forzados por “conspiración”, Rusia comenzaba a vivir la ilusión de que el gobierno emitiera y ejecutara una ley de emancipación de los siervos. Corrían los últimos meses de los años 50 del siglo XIX. “El terrateniente y el campesino se reconciliarían sobre principios rusocristianos. Dostoievski comparó el decreto con la primera conversión de Rusia al cristianismo, en el año 988”, según escribió Orlando Figes en su libro “El baile de Natacha, una historia cultural rusa”.
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Muchos escritores e intelectuales habían formado un grupo al que llamaron ‘pochvennichestvo’, “la tierra natal”, que pretendía convencer a los diversos intelectuales del país de las bondades del campesinado. Los instaba a que fueran a los pueblos y descubrieran esa inmensa parte de Rusia que había sido tantas veces ignorada, pisoteada y condenada, y a que trataran de llevar hasta allá la cultura. En uno de sus escritos, “Uno debe saber”, Dostoievski escribió: “cómo separar la belleza que existe en el campesino ruso de las capas de barbarie que se han acumulado sobre ella (…). Debemos juzgar al pueblo ruso no por las abominaciones que comete con tanta frecuencia, sino por aquellas cosas grandes y sagradas que, incluso en sus abominaciones, anhela”.
“No todos son villanos”, decía, muy a pesar de que en sus “Recuerdos de la casa de los muertos” había descrito que lo que había visto y padecido en Omsk con los presos distaba de lo que él había creído antes de conocerlos, y de lo que él había defendido cuando hizo parte activa del círculo de Petrashevski, que en pocas palabras, pretendía encumbrar al pueblo al poder. En 1854 le envió una carta a su hermano Mijaíl, en la que le confesaba que “Después de todo, no ha sido tiempo perdido. He aprendido a conocer, si no Rusia, al menos a su gente, a conocerla como tal vez muy pocos la conozcan”. Lo que conoció, para Figes, “En ese submundo de asesinos y ladrones”, fue que no había “una pizca de decencia humana, sólo codicia, astucia, violencia, crueldad”.
Al final de su texto “Uno debe saber”, afirmaba que entre los campesinos rusos había “verdaderos santos; y qué santos; ¡son luminosos y alumbran el camino de todos! (…). No juzguemos a nuestro pueblo por lo que es, sino por lo que le gustaría ser”. Para Dostoievski, escribió Figes, el giro que dio hacia “Rusia” “se convirtió en su credo definitivo. Se describía a sí mismo como un nihilista arrepentido, un ateo infeliz que anhelaba encontrar una fe rusa. A principios de 1860, esbozó una serie de novelas que se titularía “Vida de un gran pecador”, y que describiría el viaje espiritual de un ruso educado en Occidente que había perdido la fe y que llevaba una vida de pecado”. Su personaje sería, de algún modo, Alioscha Karamazov.
Habría sido un maestro de escuela que se había vuelto revolucionario y que tenía la firme pretensión de asesinar al zar, para luego redimirse de su pecado por la fe en Dios y el cristianismo. En algún momento, iría a buscar su fe perdida en un monasterio, y entre idas y vueltas, búsquedas y pérdidas, hallaría, como se lo comentó al poeta Apollon Maikov en 1868, “a Cristo y a la tierra rusa, al Cristo ruso y al Dios ruso”. Su idea era escribir en esa novela todo lo que pensaba y sentía, todo lo que debía haber hecho y lo que podría hacer. “Por favor no se lo cuentes a nadie —le pidió encarecidamente a Maikov—, pero para mí esto es lo más importante: escribir esta última novela, aunque muera en el intento, y así sacarlo todo”.
Maikov fue testigo del abatimiento de Dostoievski cuando supo que un hombre, Dimitri Karakozov, había intentado asesinar al zar en 1866. De Karakozov a Karamazov no hubo sino dos letras de diferencia. Para muchos estudiosos, “Los hermanos Karamazov” surgió por Dimitri Karakozov, que podía ser Alioscha Karamazov, un hombre que creía en la humanidad y que veía a los revolucionarios de aquellos tiempos como unos salvadores. El socialismo era el único camino. Él tenía fe, pero la fe no le permitía ver más allá de los ideales. No le importaban los cómo, las estrategias, los pactos, los discursos, los entramados, sino lo humano, la humanidad y creer. Rusia y Cristo, Cristo y Dios, Rusia y la salvación y la salvación del futuro.
En 1854, Dostoievski dejó muy en claro su credo. “Si alguien me demostrara que Cristo está fuera de la verdad, y que ‘realmente’ es cierto que la verdad está fuera de Cristo, preferiría quedarme con Cristo en vez de con la verdad”, escribió entonces. Él no solo creía, sino que quería creer. Cuando dudaba, se aferraba a su deseo. En uno de los pasajes de “Los demonios”, publicada en 1872, un personaje, Shatov, le dice al protagonista de la novela, Stavrogin, “Creo en la iglesia ortodoxa griega. Creo… creo en el cuerpo de Cristo… Creo que la segunda venida tendrá lugar en Rusia… Creo- murmuró frenéticamente”. Stavrogin le preguntó si creía en Dios. “¿Pero en Dios? ¿En Dios?”. Shatov le respondió “Yo… creeré en Dios”.
Cuando iba hacia Siberia, 1850, las manos congeladas y encadenadas, los pies en llagas, la caravana de presos de la que hacía parte se detuvo en Tobolsk, una aldea rumbo a Omsk, y fue recibida por algunas de las esposas de quienes los habían antecedido en aquel camino de destierro y reclusión. En los apuntes consignados en sus diarios, escribió: “Vimos a los grandes mártires que habían decidido seguir a sus esposos a Siberia. Lo abandonaron todo: posición social, riquezas, contactos, parientes, y lo sacrificaron todo por el deber moral supremo, el deber moral ‘más libre’ que puede existir. Sin ser culpables de nada, soportaron durante veinticinco largos años todo lo que soportaron sus maridos convictos. Nuestro encuentro duró una hora”.
Las mujeres les dieron una bendición para que Dios los acompañara durante el resto de su travesía y de sus vidas y se santiguaron ellas también, antes de regalarles una Biblia. Las bendiciones y los evangelios, sus palabras, estaban repletos de aquella fe que quería rescatar Dostoievski, y de una redención que ni siquiera aquellas mujeres debían afrontar o buscar. Sus maridos habían intentado derrocar al zar en 1810, no ellas. Sus maridos habían sido condenados al exilio, no ellas. Sin embargo, habían decidido padecer lo que padecían sus esposos. Sus bendiciones estaban santificadas con la fe y la convicción rusas, y santificaban a quien se las ofrecían. Dostoievski recibió sus evangelios y los guardó bajo su almohada durante “los cuatro años que pasé en la cárcel”.