Este libro de Federico Díaz-Granados es una nueva colección de piezas para su museo de la nostalgia: Las prisas del instante, recuperadas y restauradas por la palabra. Con la sencillez y honestidad características en su poesía, advierte extravíos del pasado y del presente, y recupera sus horas en depósitos del olvido.
Con el pulso de quien tiene en sus manos las huellas de una tradición poética cuyo rasgo esencial es la claridad, agrega, con cada uno de sus poemas, despedidas a ese Álbum de los adioses que es su obra. Nos entrega aquí un nuevo canto al desarraigo, pero con la misma voz pesarosa de sus libros anteriores.
En esta exposición de recuerdos podemos ver su retorno al hastío por otras rutas, desembocando en las imborrables y recurrentes calles de la infancia. La sensibilidad lastimada del hombre invoca una vez más la del niño. Entonces vuelve a la encrucijada: mirar el mundo desde la inocencia de la niñez o percibirlo con la saudade de quien la ha dejado atrás. Pero no elige, porque la nostalgia lo ha hecho palabra y se escribe y solloza a través del niño y del hombre.
Federico Díaz-Granados sigue el consejo de Álvaro Mutis: “no mezcla la miseria en los asuntos de cada día. Aprende a guardarla para las horas de su solaz, a tejer con ella la verdadera, la sola materia perdurable de su episodio sobre la tierra”. Un consejo acatado, tal vez sin recibirlo, desde su ópera prima (Las voces del fuego, 1995), donde se vislumbraba dicha prudencia. Cada libro del poeta bogotano ha sido testimonio de su persistencia, de su amor verdadero y fiel a la poesía: única certeza en medio de la perplejidad develada en su obra. Y ahora, tras 22 años de persistencia, es posible constatarlo.
“Acaso estos poemas son fragmentos de una vida que nunca debió ser contada”. Con fluctuaciones como esta, el escritor evidencia su vacilación, no respecto al oficio, sino a convertirlo en lienzo para dar cuenta de sus ausencias, miedos, hastíos y cuanto concibe en sus textos. En ese ir y venir de su búsqueda, también afirma: “Estas palabras buscan, así mismo, algo de belleza y extravío”. Y ambas miradas, opuestas y transigidas a través del lenguaje, habitan su universo poético. A pesar de su recomendación, “Elige entre las ventanas aquella que te muestre el mundo / y sus nombres verdaderos”, aun con la certeza de haber elegido la poesía como la ventana para ver el mundo, duda cuando su pesadumbre desea asomarse con él.
En estos pasajes vitales sujetos a la indecisión de ser referidos, Díaz-Granados señala el hallazgo de lo bello a través de la pérdida y el naufragio de la gracia, cuando las prisas del instante le permiten o le roban el asombro.
Como el autor, los lectores oscilarán, guiados por la franqueza y fatiga de sus palabras, entre el escepticismo y la confianza. Afirmarán que “No hay a quién darle cuenta de un tiempo envejecido” y, de igual forma, sentirán que “Tenía razón el tiempo en llevar su ritmo / y la vida en tener sus afanes / para quedarse acá / con todas las prisas del instante”. Concluirán, como yo, que el tiempo tuvo a bien confiarle sus afanes y perdonarlo “por no saber la gramática ni las palabras de una lengua olvidada”, porque, pese a esto, recobra con el lenguaje cuanto se ha desvanecido para quienes perdieron el asombro.