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Los infinitos nacimientos de Borges

Porque Borges también nació de los recuerdos perdidos de la ciudad porteña.

David Iregui

24 de agosto de 2025 - 10:13 a. m.
Hoy, 24 de agosto de 2025, se cumplen 126 años del nacimiento del escritor.
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En la Plaza Serrano de Buenos Aires ocurre un pequeño prodigio: la calle Serrano, que viene del suroccidente desde Villa Crespo, cambia de nombre y se convierte en la calle Jorge Luis Borges. Para ese momento, ya se intuye la razón de tal variación.

El camino es claro: tomas el bicicarril en Serrano –digamos que vienes desde Corrientes– hasta llegar a la plaza, donde conviene detenerse un instante para curiosear entre las casetas de feria que a veces allí se instalan. Puedes descansar bajo la sombra –la canícula porteña es feroz– o hallar un rincón donde se filtre un resquicio de sol –el invierno es tan frío que hasta las palabras tiemblan antes de salir de la boca– para luego volver al ruedo. Pedaleas de nuevo por Serrano, que ahora ya lleva el nombre de Borges. Esperanzado, avanzas cinco cuadras por el bicicarril –olvidando la paradoja de Zenón sobre la imposibilidad del movimiento, que Borges tan bien conocía– hasta que en la esquina aparece el letrero buscado: Guatemala.

Si bien Jorge Luis Borges nació en el centro de Buenos Aires, en la calle Tucumán, entre Suipacha y Esmeralda, el 24 de agosto de 1899, su infancia transcurrió en una casita ubicada en el barrio Palermo, entre las calles Serrano y Guatemala. Allí, de la ilusión inicial con que habías pedaleado solo queda un hálito. Observas con prolijidad el lugar: altos edificios, restaurantes coloridos de una o dos plantas con terrazas sobre la acera, la estación de bicicletas, los carros estacionados a ambos costados de la calle y otros que pasan por la mitad. Lo ves todo, pero no escuchas el silencio del arrabal sórdido del norte que tanto evocó Borges, aquel Palermo de su infancia. Alzas la mirada, acaso esperando ver un compadrito errante o presenciar un duelo a cuchillo, pero la espera es en vano. El barrio que fue periferia semirrural y bravío, cuna del tango y del que muchos renegaban –al punto de preferir decir vagamente que vivían “en el norte” antes que confesar que vivían en Palermo– es hoy un territorio central, moderno y cosmopolita, donde la vida nocturna y cultural no conoce de reposo.

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De la casita de su infancia, en la esquina de Serrano y Guatemala –con sus dos patios, el jardín coronado por un molino de viento y el baldío que se abría al otro lado del patio– apenas sobrevive la imagen difusa que Borges dejó sembrada en su obra. Ese escenario de su niñez, con la mezcla de patios y baldíos, se convirtió en el telón de fondo de un descubrimiento mayor: la biblioteca paterna.

Y es que Borges también nació en la biblioteca de su padre, una habitación entera poblada de estantes acristalados y de varios miles de volúmenes, cuyo recuerdo se condensa en apenas unas líneas de su autobiografía. Allí, entre páginas y lenguas variadas, el pequeño Borgesse inicio en la literatura, la filosofía y la poesía, que lo marcaría para siempre. Si bien su miopía –heredada de su padre– lo ayudó a borrar los rostros de aquellos primeros años, nunca se desdibujaron de su memoria los grabados en acero de la Chambers’s Encyclopedia ni las páginas de la Encyclopaedia Britannica. Tampoco olvidó las novelas que descubrió en la biblioteca paterna: Huckleberry Finn, La isla del tesoro, Las mil y una noches o el Quijote, que leyó primero en inglés, hasta el punto de que, al enfrentarse más tarde con el original, le pareció estar leyendo una mala traducción.

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Pero su formación no se agotó en los estantes literarios de aquella casa: habría de nacer otra vez, lejos de Buenos Aires, en las ciudades europeas que marcaron su juventud. Se encendió para él un mundo nuevo que le dio a Ginebra, a Sevilla y a Mallorca; el idioma francés, el alemán y algo de latín; le dio a Schopenhauer y a Heine, le dio el ultraísmo y a Cansinos Assens. Sin embargo, no es descabellado afirmar que Borges nació, sobre todo, en el retorno a Buenos Aires: sus ojos se alzaron ante una ciudad que se le ofrecía extraña y al mismo tiempo infinita, y que buscó descubrir en los poemas escritos entre 1921 y 1922, publicados al año siguiente en Fervor de Buenos Aires. El libro fue un despertar ante un mundo que, súbitamente, se le imponía como desconocido, y su escritura le permitió renacer. Los atardeceres y los arrabales, la soledad, la quietud y el silencio se transformaron en el leitmotiv de un tono tenue y melancólico con el que Borges intentaba, al mismo tiempo, reconocer y abrazar una ciudad que, siendo suya, le aparecía como recién descubierta.

Y si la ciudad le ofreció un paisaje nuevo, Macedonio Fernández le ofreció una manera distinta de pensarlo y de pensarse. Al bajar de la embarcación tras su estadía de años en Europa, observó a un hombre apostado sobre la dársena norte del puerto esperando a su familia. El mayor acontecimiento de su regreso, el nuevo nacimiento de Borges, fue Macedonio Fernández. Recuerda en su autobiografía las palabras que algún sábado le susurró: “si pudiera acostarse en la pampa y olvidar el mundo, olvidarse a sí mismo y olvidar lo que buscaba, de pronto la verdad podría revelársele”. De allí que el olvido se halla vuelto un juego para Borges, como una partida de truco, quizá con la pretensión de encontrar en él la verdad huidiza de la Buenos Aires de su evocación.

Porque Borges también nació de los recuerdos perdidos de la ciudad porteña. Algún tiempo después de su regreso de Europa, el Borges solitario de Fervor de Buenos Aires reencontró la ciudad que creía perdida y reconoció que, en verdad, jamás la había abandonado. En la urdimbre de un olvido incierto permanecían –nunca del todo borrados– los recuerdos de su infancia en tal lugar, destellos persistentes que, al aflorar, propiciaron el renacimiento del niño transfigurado en escritor. Por eso en 1929 publicó el Cuaderno de San Martín cuyo poema de apertura, “Fundación mítica de Buenos Aires”, se ha vuelto una elegía: allí el poeta no celebra la ciudad de los conquistadores españoles, sino la suya propia, la Buenos Aires de su niñez, la del pasado ilusorio erigido al son de coplas y tangos, la que vuelve a descubrir tras su paso por Europa. Un año más tarde, en 1930, dio a la imprenta Evaristo Carriego, un libro de ensayos concebido, en principio, para narrar la vida de aquel poeta y vecino de la familia. Sin embargo, pronto el texto amplía sus horizontes: más que una biografía de Carriego, se vuelve la de Buenos Aires misma, esa ciudad oscilante que habita entre el recuerdo y el olvido.

En efecto, mal haríamos en desatender la voz del propio autor sobre su obra inaugural Fervor de Buenos Aires: “Tengo la sensación de que todo lo que escribí después no ha hecho más que desarrollar los temas presentados en sus páginas; siento que durante toda mi vida he estado reescribiendo ese único libro”. Por supuesto, si bien Borges no se agota en estos primeros poemarios –su obra posterior, vasta y diversa, lo convierte en un escritor del mundo–, me decanto por aludir estos versos iniciales en los que palpita la matriz poética de todo lo que vendrá después. Y es que, aunque algunos –el mismo Borges entre ellos– digan que Ginebra fue la ciudad de su destino, me atrevo a intuir que Borges es, en verdad, Buenos Aires: un ámbito que lo desborda –dada la universalidad de su obra– y al mismo tiempo le basta, con sus arrabales y atardeceres, sus patios en penumbra y sus umbrales gastados, esa respiración secreta de la ciudad que siguió latiendo en cada página de su escritura.

En fin. La temática del doble –tan magistralmente lograda por Stevenson y asimilada por Borges– no es sólo un artificio literario; es también una manera de observar el mundo. El Borges íntimo nació el 24 de agosto de 1899, hace ya 126 años, en una casita modesta del centro de Buenos Aires, con azotea, zaguán, dos patios y un aljibe del que brotaba el agua de la infancia. El otro, el Borges escritor, renace cada día en la relectura de sus poesías, cuentos y ensayos: porque no hay dos lecturas iguales del mismo texto, porque volver a un mismo cuento o poema suyo no es repetir la experiencia, es descubrir una nueva, distinta, irrepetible. En cada regreso a sus páginas se nos concede la posibilidad de vislumbrar un destello más de ese Borges escritor, acaso también del Borges íntimo y, tal vez, de reconocernos a nosotros mismos en el reflejo de sus palabras, de oír su voz resonando en el silencio de nuestra memoria y renacer, una y otra vez, bajo el encanto de su literatura.

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Por David Iregui

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