Tenéis suerte.
La vergüenza no alcanza a los muertos.
Apaga pues
tu odio por los difuntos asesinos.
El líquido más puro ha lavado
el pecado del alma emigrada.
¡Tenéis suerte!
Pero yo,
a través de las líneas del frente,
a través del estrépito,
¿cómo sostendré mi amor de ser vivo?
Un paso en falso
y la migaja del más insignificante de los amores
rodará para siempre al abismo del humo.
Vladímir Mayakovski, “La guerra y el universo”
Es duro. Es tremendamente difícil. Cómo vivir sin demonios dentro, cómo caminar sin verse reflejado en el otro, cómo pasar los días y las noches sin juzgar a quienes nos han lastimado, y a quienes no, y a quienes se cruzan y a quienes se limitan a pasar sin determinarnos.
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Juzgar el clima, juzgar las medias, juzgar los pitos y el humo y la polución. Juzgar al jefe y al perro lambón de al lado. Gruñir, cerrar los ojos, pensar en otra cosa, tragarse la saliva y el ego y esas ganas de vomitar la corrección política barata. Luego viene esa acción que nos rige a cada segundo y nos convertimos en un Juicio Final humano, como si el mismo Miguel Ángel nos hubiera esculpido el cuerpo.
Y así es como andamos y desandamos estos caminos, creyéndonos los heraldos de verdades únicas. No es extraño que, luego de la Revolución Rusa, los tribunales del régimen zarista fueran abolidos, los códigos derogados y los jueces enviados a paliar nieve. La verdad estaba en el campesinado, en los trabajadores, en cada una de esas cabezas que, juntas, formaban la “conciencia proletaria”.
Lo que no tuvo en cuenta el pueblo ruso fue que los jueces… no juzgan. Son contradicciones vivientes cuyo trabajo es, precisamente, hacer aquello que los demás no hacen. Su ideal es ser sabios y guías, pero la mayoría de las veces no son más que muñecos de carne y hueso que buscan constantemente seguridad en sí mismos, y no logran más que algo de ingenio.
No se rinden, pues por algo es que tienen la toga puesta, pero si han hecho su trabajo bien, se percatarán, poco a poco, de que son cada vez menos sabios, que se adentran cada vez más en un bosque oscuro. Incluso pueden llegar a sorprenderse cuando empatizan con los peores seres humanos, y el susto visceral llega cuando se ven parcialmente reflejados en la mirada de los criminales.
—¿Qué haces? —pregunta el juez Haynwood en la película “Vencedores o Vencidos”
—Convencerte de que no todos somos unos monstruos —responde un nazi.
He ahí la tragedia del juez, del verdadero juez. Si todos los acusados fueran simples cáscaras, unos depravados sin matices, unos asesinos vacíos, no habría necesidad de su existencia. En cambio, a lo que se enfrenta este héroe trágico es a la conciencia de que todos, sin excepción, somos capaces de realizar atrocidades. Con la dosis suficiente de crisis nacional, de un pasado perturbador, de una fiebre de desgracia, de indignidad o de hambre, todos podemos caer. Todo se reduce al miedo. Al miedo del ayer y del mañana, al miedo a nuestros vecinos, a la patria, a cualquier verdad intersubjetiva que nos haya cubierto. Al miedo a nosotros mismos.
Así es como el juez termina siendo un oxímoron cuya función es desdoblarse, olvidarse de sí mismo y encontrar refugio, no vaya a ser que el acusado lo juzgue a él también. Se defiende con la Ley, se escuda en las costumbres que hemos construido con los siglos, se esconde bajo una venda y la diosa Temis sostiene por él una balanza. Tal vez no venimos de Zeus, sino de la diosa de la justicia, que se venda los ojos para no sucumbir a la mortalidad.
… Y quizás… sólo quizás… De eso se trata la vida que juzgamos y juzgamos, de vendarnos a lo largo de estos caminos que andamos y desandamos. De aprender a paliar nieve en lugar de ser parte de una conciencia colectiva que no entendemos. De ver los grises y los matices y los colores donde otros sólo ven a blanco y negro. Tal vez así y sólo así, siendo dignos hijos de la diosa Temis, haremos de este mundo algo más habitable.