Mario Vargas Llosa vivió muchas vidas. Tras su muerte, el pasado 13 de abril, los homenajes en su nombre han recordado algunas de ellas: la carrera política que casi le dio la Presidencia de Perú, la amistad (y enemistad) que tuvo con algunos de los personajes del mundo cultural latinoamericano e incluso los amores que lo acompañaron a lo largo de los años. Sin embargo, sería injusto olvidar que, ante todo, fue un escritor y siempre defendió que todo lo demás no era sino el alimento para su única y verdadera vocación.
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Al principio sus planes fueron distintos, pero cuando asumió la escritura como su propósito de vida nunca volvió a soltarla. Como lo escribió Javier Cercas, “(p)ara Vargas Llosa el escritor está obligado a ser un héroe o un titán, un fanático para quien lo primero no es vivir, sino escribir (según escribe en 1964 acerca de Hemingway), un kamikaze capaz de aceptar su destino ‘absorbente y tiránico’ de escritor ‘como hay que hacerlo: como una diaria y furiosa inmolación’ (según escribe en 1967 acerca de Oquendo de Amat) un egoísta sin contemplaciones dispuesto a sacrificarlo todo con el fin de satisfacer su vocación literaria, puesto que (según escribe en 1966 sobre Sebastián Salazar Bondy) ‘un escritor demuestra su rigor y su honestidad poniendo su vocación por encima de todo lo demás y organizando su vida en función de su trabajo creador: la literatura es su primera lealtad, su primera responsabilidad, su primera obligación’”.
Con su obra, compuesta no solo por novelas y cuentos, sino también por piezas de teatro, ensayos literarios, notas periodísticas, unas memorias e incluso un par de libros infantiles, Vargas Llosa cuestionó las estructuras de poder, exploró las ambigüedades de la moral y la conciencia, revivió algunos de los más dolorosos episodios de nuestra historia latinoamericana e invitó a sus lectores a presenciar, de primera mano, los experimentos narrativos que transformaron la novela durante la segunda mitad del siglo XX. Fue la literatura la que lo hizo inmortal. Sus libros, traducidos a más de 30 idiomas, fueron la razón por la que su imagen inundó esta semana los periódicos de todo el mundo.
Además, no se puede olvidar que fue uno de los pocos latinoamericanos que recibieron el reconocimiento más importante del mundo de la literatura: en 2010 le fue otorgado el Premio Nobel “por su cartografía de las estructuras del poder y sus afiladas imágenes de la resistencia, rebelión y derrota del individuo”. Para ese entonces, Vargas Llosa ya se había hecho con otros importantes galardones como el premio Rómulo Gallegos (1967), el premio Príncipe de Asturias de las Letras (1986) y el premio Cervantes (1994), por la forma en la que sus novelas cambiaron la manera en la que se concebía la literatura latinoamericana hasta su llegada.
Todo este reconocimiento y, sobre todo, la afirmación de la Academia Sueca puede parecer vacío para quien aún no ha tenido un acercamiento real a su literatura. Mario Vargas Llosa logró destacarse como uno de los escritores más prominentes de la segunda mitad del siglo XX, un tiempo en el que nacieron obras del tamaño de “Rayuela” (1963), “La muerte de Artemio Cruz” (1962), “El siglo de las luces” (1962), “La pasión según G. H.” (1964) y muchas otras que fueron hitos de la creación artística en el continente. Por eso es necesario regresar a sus novelas, sus cuentos y ensayos para entender qué fue lo que le dio su lugar en la historia de la literatura universal.
La novela total
La historia de este autor peruano tuvo una particularidad, y es que, recién entrado al ring, lanzó un golpe que le dio una victoria por knockout. “La ciudad y los perros” (1963), su primera novela, fue reconocida como una de las más importantes de la literatura peruana y lo puso codo a codo con otros de los autores más reconocidos de su país, como Julio Ramón Ribeyro, José María Arguedas y César Vallejo. El libro, ambientado en el Colegio Militar Leoncio Prado de Lima —una institución por la que el autor pasó en su adolescencia—, contó la historia de un grupo de cadetes, o “perros” como se les conocía en la jerarquía castrense que reinaba allí adentro, que se enfrentaron a la violencia, el machismo y el autoritarismo de la vida militar.
La historia narró la vida cotidiana dentro del colegio, que incluyó las maneras en las que los cadetes evadieron o desafiaron a su autoridad. Pero lo novedoso radicó en la manera en la que los lectores conocieron cómo fue la vida allá adentro. Se trató de un relato fragmentado en el que el punto de vista saltaba constantemente y, lo que sucedía en un capítulo, se conectaba con un diálogo que otro personaje había dicho 70 páginas antes. Esto hizo que Mario Vargas Llosa marcara un punto de inflexión para los lectores de esa época.
El éxito no fue inmediato: el choque con la narrativa de Vargas Llosa fue tan grande, que algunos se rindieron después del primer intento. Sin embargo, tal como lo afirmó el poeta uruguayo Mario Benedetti en 1983: si bien es difícil entrar en esta y otras de sus novelas, es aún más difícil salir.
Principalmente, la resistencia se dio porque los lectores se encontraron con una novela vertiginosa y sin asidero en la que el narrador dejó de ser una figura complaciente para convertirse en un guía caprichoso y errático. “Acostumbrado a ser conducido por un narrador atento a sus necesidades, el lector se desconcierta cuando el narrador no le traza el marco general de los acontecimientos, cuando nadie le da a conocer la identidad del personaje que está hablando, cuando no se le señala el orden de los sucesos”, explicó el autor y académico peruano Carlos Garayar en su texto “La ciudad y los perros: la creación de un lector”.
Esta novela es el resultado de un experimento en el que Vargas Llosa intentó solucionar lo que él denominó “el problema del narrador”. Quería alejarse del prototipo de narrador-Dios que lleva al lector a través de los picos y valles de la historia, para pasar a uno que lo condujera únicamente por los momentos de máxima tensión, pues para él estos eran los puntos en los que se reflejaba “la totalidad novelística desde el punto de vista técnico y del estilo”. Esta es una técnica que también utilizó una de sus grandes influencias, el escritor estadounidense William Faulkner, en su novela “El ruido y la furia”, en la que obligó al lector a captar las pistas y a organizar él mismo a los personajes que protagonizan su tragedia.
Esta fue una herramienta que Mario Vargas Llosa siguió explorando en su literatura. Sus lectores sabían que con cada historia se enfrentarían a una narrativa en constante cambio y que, normalmente, ni siquiera seguía el flujo natural del tiempo. Este fue el otro gran descubrimiento que el autor confesó en 2008, durante la II cita internacional de la literatura en español: “cómo el tiempo en una novela es siempre, igual que el narrador, un elemento inventado; cómo ninguna novela, ninguna historia reproduce el tiempo real; cómo el tiempo es un elemento absolutamente artificioso, creado, una manera de disponer el transcurso de la historia, que es siempre inventado”.
“Conversación en La Catedral” (1969) fue otro ejemplo del desarrollo estilístico que el autor construyó durante esta década. Allí, además de un retrato de los años de la dictadura militar de Manuel Arturo Odría, Vargas Llosa creó una historia en la que buscaba responder a la pregunta que Santiago Zavala, el protagonista de la novela, lanzó en sus primeras líneas: ¿en qué momento se jodió Perú? Pero también lo hizo a partir de conversaciones fragmentadas en las que lo que veían y pensaban los personajes se fusionaba en una sola amalgama que, en muchos casos, ni siquiera la puntuación lograba desenmarañar. Llamó la atención que, en el prólogo de la novela, el autor describió este libro como el que más trabajo le costó escribir, por lo que también afirmó que si tuviera que salvar solo una de sus obras, hubiera sido esta.
La narrativa con la que Vargas Llosa se posicionó en la historia de la literatura rompió con todos los esquemas a los que estaba acostumbrado el público lector y marcó así un nuevo horizonte para la creación de ficciones. Movido profundamente por la lectura de Flaubert, Malraux, Sartre, Camus, Baudelaire y tantos más, fue confeccionando su propio estilo, que respondió a esa necesidad de narrar de una manera distinta. Desde el principio se obsesionó con la forma que debían adoptar sus novelas, pues, según afirmó durante la misma conferencia, había llegado a convencerse de que ese era el aspecto fundamental de la literatura. Que la calidad de cualquier historia dependía más de la manera en la que estaba contada que de su contenido.
Toda esta explicación responde, en parte, a la pregunta sobre qué hizo que Mario Vargas Llosa se mereciera un puesto entre los grandes escritores del último siglo. No obstante, la razón por la que se le concedió el Nobel no fue únicamente por su riqueza estilística, sino por la agudeza con la que supo interpretar los sistemas de opresión que reinaron en América Latina. Sistemas que él mismo tuvo que enfrentar.
Una cartografía de las estructuras de poder
Mario Vargas Llosa utilizó constantemente los episodios de su vida en la creación y sustentación de sus obras de ficción. Creía que la novela debía construir un universo autocontenido y autosuficiente, y dejó claro en varias ocasiones que su compromiso siempre estuvo más del lado de la verosimilitud que de la verdad. Con la publicación de su primera novela muchos quisieron atacarlo diciendo que, en realidad, el Leoncio Prado no era así, y que “La ciudad y los perros” era una forma de desprestigiar a la institución. Puede que tuvieran razón (como puede que no), pero el problema con el argumento es que no reconocía que lo que quería hacer Vargas Llosa era construir un mundo tan sólido que, si bien estaba cimentado en sus propias experiencias, era capaz de sostenerse sin ellas.
La complejidad de la obra de este autor no solo recayó en su estructura, sino en las preguntas que planteó. “Obras como ‘La ciudad y los perros’ y ‘La casa verde’ poseen la fuerza de enfrentar la realidad latinoamericana, pero ya no como un hecho regional, sino como parte de una vida que afecta a todos los hombres y que, como la vida de todos los hombres, no es definible con sencillez maniquea, sino que revela un movimiento de conflictos ambiguos”, escribió Carlos Fuentes en su libro “La gran novela latinoamericana”, en el que dedicó un capítulo a hablar de la obra de Vargas Llosa.
Lo “afilado” que la Academia Sueca vio en las “imágenes de la resistencia, rebelión y derrota del individuo” se reflejó en el punto que planteó Fuentes. Vargas Llosa no les dio a sus lectores novelas en las que supieran exactamente en quién podían confiar. O, en palabras de Kurt Vonnegut, nadie se enteró de cuáles fueron las buenas y las malas noticias, y es porque las conversaciones que el autor quiso plantear iban mucho más allá de lo que sucedía en la historia. En su literatura hubo tanto por descubrir en lo que se escribió como en lo que no.
Novelas como “La fiesta del chivo” (2000) se alimentaron de los datos que el autor investigó para su escritura, pero el centro de cada una de estas obras apuntó a algo mucho más profundo que la verdad histórica.
Como escribió Cercas, las novelas de Vargas Llosa deben “permitirle al lector acceder a una verdad superior a la verdad de los hechos, una verdad ya no histórica ni factual, sino moral y universal, que nos enriquece revolucionándonos por dentro y cambiando nuestra forma de ver las cosas”.
Ahora, ni siquiera en este, uno de los espacios más generosos que permite un diario, se logra resumir con claridad todo lo que hizo de la obra de Mario Vargas Llosa un hito de la literatura. Hace falta reconocer este trabajo en todos los títulos que quedaron sin mencionar en este artículo, que son la gran mayoría. Sin embargo, y más allá de las afinidades y discrepancias que su obra haya despertado en los lectores, este autor se destacó por su búsqueda constante de nuevas formas de narrar y por su voluntad de pensar, a través de la ficción, los conflictos sociales, políticos y culturales de su época. Su muerte cierra un capítulo clave de la narrativa latinoamericana.