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Cuando el papa León X recibió las 95 tesis de Lutero les dio poca importancia. Una vez más, como en tantas otras ocasiones, consideró el trabajo de aquel monje como una insignificancia de un personaje que pretendía llamar la atención. Les remitió sus tesis a unos de sus estudiosos, que se demoraron más de tres años en leerlas y tener listo una especie de veredicto. Sin embargo, Lutero cada vez estaba más convencido de que era un sacerdote, y como sacerdote, tenía comunicación directa con Dios, sin ningún tipo de intermediarios, y menos, de la jerarquía romana. “El Cristiano es un hombre libre, dueño de todas las cosas; no se halla sometido a nadie”, escribió como uno de los principios de su obra.
No obstante, era claro por aquel entonces que no pretendía crear una anarquía, y por lo tanto, dejó plasmado a continuación que “El Cristiano es un servidor obediente, se somete a todos”. Él mismo se había sometido durante treinta y tantos años al Papa y a los príncipes. Cuando por fin llegó la respuesta de la Iglesia, la bula papal que condenó 45 de las 95 tesis, Lutero la incineró en una plaza pública ante decenas de estudiantes y de transeúntes que gritaban consignas contra León X. Completó su faena lanzando a la hoguera varios libros católicos, entre ellos, los decretos del pontífice Clemente VI y la ‘Suma Angélica’, un tratado de teología moral y una guía para confesores de la conciencia escrito por Beato Ángel de Clavasio en 1486.
Cuando le criticaron su actitud, respondió que era “una vieja costumbre quemar libros malos”. En su libro “Del amanecer a la decadencia, Jacques Barzun se preguntaba cómo y por qué estallaba una revolución, y para empezar, decía que era “motivo de infinito asombro”, y añadía que “cualquier noticia sobre algo dicho o hecho viaja rápidamente, más de lo habitual, cuando es singularmente oportuna, es decir, cuando se ajusta a un estado de ánimo semiinconsciente o pone el broche a una situación determinada: un monje cuestiona las indulgencias, y no lo hace por capricho: se están vendiendo otra vez a gran escala. El hecho y el nombre del discrepante generan rumores, exageración, confusión, falsedad”.
Más adelante, explicaba que la gente buscaba qué había de verdad y qué significaba aquello. “La atmósfera se electrifica, cambia el sentido del tiempo, se acelera; un futuro vago parece más cercano. Siguiendo un impulso, acaso para romper la tensión, alguien grita en la iglesia, arroja una piedra por la ventana, se produce una reyerta -así ocurrió en Wittenberg-, y evidentemente no se trata de una vulgar perturbación de la paz”. A continuación, decía, un desconocido arengaba a la multitud, llevándola a actuar, y le agregaba a los sucesos nuevas noticias, o evidencias hasta entonces desconocidas. La gente reaccionaba contra las injusticias, contra las mentiras, contra el pasado, contra todo. “¿Pero qué es aquello?”, se preguntaba Barzun.
Y respondió, “En concreto: jóvenes ardorosos, llenos de esperanza, que captan el sentido de la idea, pendencieros en busca de diversión y personajes que guardan algún rencor. Los chiflados y los lunáticos tolerados salen de sus casas, los criminales de sus escondites, y todos ellos se afirman. Se desdeñan los modales y se rompen las costumbres”. De repente, y gracias al desorden y a la excitación, en Wittenberg, y luego en el resto de Europa, se rompieron golpe tras golpe todas las viejas sensaciones de desigualdad. Mujeres, adolescentes y hombres se sintieron iguales. Y con esa igualdad, por ella, aprendieron ideas que les eran desconocidas, y ese aprendizaje los llevó a otras ideas y a otros aprendizajes y a la lucha.
Las verdades, las evidencias, se mezclaron con mentiras y la hoguera creció, potenciada por el miedo, el gran miedo de los incitadores a ser descubiertos, detenidos, juzgados y condenados, y de los que estaban al margen y veían cómo podían perder de un solo golpe sus privilegios y sus posesiones, pocas o mucha. La idea revolucionaria se metía por los rincones de la sociedad, desde afuera y desde adentro de las familias, y no dejaba espacio para la sensatez. Blanco y negro, verdad y mentira. Los líderes de opinión sacaron rédito de sus discursos incendiarios, y luego comenzaron a comprender que podían mejorar su situación material. Fuego y dinero era la fórmula. Fuego y dinero para transformar el mundo y poner arriba a los que antes estaban abajo.
En el fondo había una suma de motivos mezclados, muy humanos, en la cual había esperanzas, miedo, ambiciones, poder, envidia resentimiento, odio. Para Barzun, “fervor fanático, devoción heroica y afán de destrucción”. Y en ocasiones, algo de azar. “Enrique VIII, sinceramente convencido de que su matrimonio con Catalina era incestuoso y le impedía engendrar un varón, pidió al Papa la anulación en un momento en que estaban propagándose las ideas luteranas. El rey había atacado previamente a Lutero en un tratado erudito, por el cual el Papa había nombrado a Enrique ‘Defensor de la Fe’”. Clemente VII negó la petición del rey, en el fondo, porque Carlos V se oponía. A fin de cuentas, la reina era tía suya.
La situación derivó en un rompimiento. Surgió la Iglesia Anglicana, independiente de Roma y cuyo máximo poder recaía en al rey. Para fortalecer su decisión, confiscó las tierras de la Iglesia Católica. Sus actos fueron un ejemplo para otros monarcas en el resto del continente, sobre todo para Federico III, el soberano de Martín Lutero tanto en el orden político como en el académico, pues había fundado la Universidad de Wittenberg. Por distintas razones, se negó a amonestar a Martín Lutero cuando el sumo pontífice se lo solicitó, pese a sus férreas convicciones religiosas y católicas. Según Jacques Barzun, había logrado coleccionar más de ocho mil reliquias santas, “entre ellas paja de la cuna de Jesús”.
