El Magazín Cultural

Medellín: La estrella más inquieta (El monstruo en el hueco II)

Presentamos la segunda de 20 crónicas escritas a modo de correspondencia por Ángel Blas Rodríguez y Alfonso Rubio, que fueron compiladas en el libro "El monstruo en el hueco: crónicas de México D.F. y Medellín". Estos textos serán publicados por El Espectador, a razón de uno por día.

Ángel Blas Rodríguez y Alfonso Rubio
02 de diciembre de 2019 - 03:42 p. m.
Imagen de la Medellín nocturna, descrita en el libro de correspondencia entre Ángel Blas Rodríguez y Alfonso Rubio: El monstruo en el hueco.   / Cortesía
Imagen de la Medellín nocturna, descrita en el libro de correspondencia entre Ángel Blas Rodríguez y Alfonso Rubio: El monstruo en el hueco. / Cortesía

Querido Blas

¡Qué dicha la de ser pasajero, después de cierto tiempo –y perdona por el retraso- supongo que ya no tan extraño, de tal nave nodriza! ¿Tan descomunal? Te envidio, sintiéndote envuelto en maravillosas visiones flotantes producidas por el Popocatepetl, te envidio. Mi aterrizaje, sin embargo, creo que fue absolutamente terrenal. Tan terrenal que todavía –mi estancia prevista, como sabes, era de menor tiempo- continúo pisando la cordillera central andina que acogió mis últimos, creo, desvaríos de una que ya era ficticia juventud. No sé qué clase de resistencia producían los recuerdos deleitosos en esta avanzada edad que, aquí, sigue deleitándose.

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Sí, aunque no sé si fácil o difícil imaginar desde tu geografía mexicana, estoy en Medellín; como sabes, el bullicioso Medellín de Colombia. Por supuesto, no el extremeño, ese diminuto enclave español, como diría Extremoduro, en tierra de conquistadores. Medellín, en la época de Pablo Escobar -recuerda los noticieros españoles-, ahora, después de sucesivas variaciones y permutaciones de tardes, noches y madrugadas etílicas en bares o barrios con sus habitantes, sí puedo certificar que “la ciudad más peligrosa del mundo”. Esto, también me lo dijeron en sus libros escritores como Juan José Hoyos, Darío Jaramillo, Fernando Vallejo o, sencillamente, Jorge Franco: “Medellín, mi ciudad, estaba enloqueciendo, había caído seducida por una alucinación, todos caímos confundidos por el espejismo del dinero, de la droga y el poder, y cuando aparecieron los síntomas de la demencia ya era muy poco lo que podíamos hacer por nosotros mismos […] Una explosión diferente nos sacudía los huesos y nos arrinconaba, casi a diario […] A mi me agobiaba entonces una desazón doble: un abuelo perdido y dos amigos muertos a punta de bala. Y la amenaza permanente de ser yo, o alguien querido, la próxima víctima de la ruleta rusa en que se había convertido Medellín”.

Pero no nos asustemos. Aunque todavía persisten las voces del miedo, las voces de Álvaro Mutis, la del ahorcado de Cocora, la del anciano minero que murió de hambre en la playa cubierto inexplicablemente por brillantes hojas de plátano; la de los huesos de mujer hallados en la cañada de La Osa; la del fantasma que vive en el horno del trapiche; aunque todavía…, no nos asustemos. Desde la muerte del narcoapóstol Pablo el 2 de diciembre de 1993, las dinámicas urbanas han cambiado al mismo endemoniado ritmo laboral con que todo bicho viviente en este valle se rebusca la platica. Comparado al ritmo de otras grandes urbes colombianas como Cali, Cartagena, Barranquilla o, incluso Bogotá la capital, vertiginosamente.

Medellín ahora se muestra acogedora, rebosante de pintorescos rincones donde no falta la tiendita o el puesto ambulante ni el verde reverberar de la planta o el árbol. Eso sí, tienditas y hogares asegurados siempre con férreas celosías en los huecos de sus ventanas y puertas. Será difícil decir adiós a la desconfianza y la tensión todavía subyacentes en un hormiguero montañoso de casi, junto con su área metropolitana, cuatro millones de habitantes.

Sí, sí, lo sé. Perdona, Blas, este desorden expositivo, pues prácticamente sin aterrizar, te paseo de lleno por las calles de la ciudad. Como te decía, llego al aeropuerto de El Dorado, en Bogotá, al anochecer de un día de mitad de julio. Tal vez aquí el único reparto equitativo dado sea el establecido de por vida entre luz y oscuridad. Regularmente, la luz se apropia de doce horas diarias (de 6 a.m. a 6 p.m.) y la oscuridad, de las otras doce.

Al nerviosismo propio de pensar que estaba en Colombia, con toda la carga negativa que todavía representa nombrar este país: guerrilla, parapolítica, narcotráfico, pobreza, violencia y corrupción; a mi estado de incertidumbre, como te digo, le aumento la temperatura tomándome un –todavía no sabía- “Café del Quindío” que me acelera el ritmo cardiaco hasta el punto de olvidar las diferencias horarias con España. En escaso tiempo ya estaba subido en el avión que en menos de 45 minutos me llevaría al aeropuerto José María Córdoba, en el altiplano de Rionegro, una población cercana a Medellín. Como los indígenas embera que una vez fueron traídos del Departamento del Chocó, desde el vuelo nocturno también me preguntaba qué hacían ahí abajo, dentro de un gigantesco contorno iluminado que delimitaba Medellín, ¿qué hacían ahí abajo tantas estrellas?

En el aeropuerto, entre una atmósfera de luz mortecina y colores ocres que envejecían el decorado, me esperaba Paola Andrea Ramírez, profesora de la E.I.B. (Escuela Interamericana de Bibliotecología) en la Universidad de Antioquia, la institución que cobijaría mi estancia académica de tres meses. Me encontraba entre el montón de los colombianos que regresaban de la madre patria  y se les recibía con infinidad de emocionantes aullidos familiares, cuando en las manos alzadas de la enmudecida y sonriente Paola leí mi nombre escrito en un discreto cartel. Sólo después de las presentaciones y acordar la dormida de mi primera noche colombiana, fue cuando supe que debía retrasar mi viejo reloj español siete horas. Ya ves, seguía perdido, muy nervioso y…podría seguir detallándote en sumo grado cada uno de los momentos extraños que viví para hacértelos tan cálidos como el aire que ahora respiro, pero temo agotarte si lo hago. Recorramos sólo la fría estructura de los acontecimientos y si te describo estos primeros momentos es porque creo me acompañarán durante el resto de mis días.

Paola Andrea, mi tutora en la E.I.B., vivía en una vereda de Ríonegro y allí nos dirigíamos. Con la noche ya cerrada, en un paseo por caminos montañosos que ya se me hacía pesado, repentinamente el taxi que nos transportaba tuvo que detenerse. Habíamos topado con un control del ejército colombiano: un jeep y cuatro soldados de armamento bien equipados. El registro fue minucioso y en lo más íntimo me habían vaciado. Un jeep destartalado, unos soldados como enormes sombras que en mis referentes personales procedían de alguna de las guerras mundiales, el juego inquietante de las luces de sus potentes linternas, el rostro resignado de Paola y mi intimidad atemorizada…, como escribió Céline, “nada que decir. De golpe acababa de descubrir la guerra en su totalidad. Me habían desflorado. Hay que estar casi solo ante ella, como yo lo estaba en aquel momento, para ver perfectamente a la muy puta de frente y de perfil”. Créeme, no exagero, Blas, no exagero. Después de 37 años acostumbrado a vivir en paz, sin sorpresas de este tipo, podrás imaginar.

Más tarde, en casa y en compañía de Luis, el esposo de Paola, se me haría saber de muchas cosas que realmente no digería: de fincas usurpadas en la zona, de desalojos forzados, de secuestros, de tanta inseguridad producida por quién sabe quién y sin sentido. Los estigmas colombianos ya eran signos en mi conciencia. La noche, Blas, fue interminable. Desvelado, pasé frío en la vereda y la lana de mis cobijas sólo me envolvía con el pensamiento de un viaje incierto que acababa de comenzar.

Un cálido abrazo

Alfonso

Por Ángel Blas Rodríguez y Alfonso Rubio

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