Escalar. Bucear. Salir a las 3:00 de la mañana del barrio La Candelaria. Para Ella Becerra, eso era ser una superpoderosa o una ninja. Ahora sabe que solo eran formas de restarse importancia, de no atenderse. Eran conductas autodestructivas, casi suicidas: “Nada era más peligroso que volver a mi casa. No porque en mi casa hubiera depredadores, sino porque estaba en silencio, sola, enfrentándome a mí misma”.
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“¿Quién prendió la plancha? y ¿por qué la dejó caliente sobre la cama?” es la sexta obra que Becerra dirige, pero la primera que escribe. La idea se originó durante la pandemia: “A raíz del covid entré en un proceso muy profundo de depresión y todo perdió sentido. Incluso la carrera, incluso ser actriz. Todo”.
Al verla en medio de un estado de trance, Saeed Pezeshki, actor y artista escénico mexicano, y Fernando Montes, director de Varasanta, la invitaron a distintos procesos creativos: un taller de escritura a través del gesto performático y una cartografía sobre la masculinidad, respectivamente.
“Taller de escritura a través del gesto, es decir, a través del cuerpo, a través de ponerte en el espacio. Ahí dije: ‘Esa es mi posibilidad de escribir’. Porque, a pesar de haber tenido la experiencia de lectora de mucho teatro, nunca había hecho clases específicas de dramaturgia”.
La pregunta sobre cómo escribir un abuso en la infancia apareció más tarde, cuando en el taller tuvo que enfrentar al minotauro de su propio laberinto: la memoria. “Empecé a escribir con las provocaciones del taller y eso hizo emerger cosas que llevaba mucho tiempo con ganas de expresar. Es el efecto en una mente adulta con traumas de la infancia”.
¿Cómo esos traumas moldean y, al mismo tiempo, se olvidan desde una mente en desarrollo? La ironía es que, como mecanismo de defensa, la mente se obliga a suprimir o difuminar recuerdos, sobre todo los dolorosos, los que parecen apenas una escena borrosa entre el sueño y la vigilia: “Llevo más de 25 años con la certeza, que está en mi corazón desde siempre, de que vine a este planeta a ser feliz y a proyectar alegría, luz, creatividad. Todo lo que no es eso, en mi lógica, según mi experiencia, es algo que puedo revisar, soltar y sanar”, asegura.
Para sanar recurrió a psicología convencional, psicoanálisis, reiki, plantas medicinales, yagé... “Buscando sabiduría, buscando amor, buscando la manera de sanar y de liberar mi potencial creativo”, dice, pero reconoce que la psique no es simple. Afirma que la mente de un niño se culpa, que formula preguntas cuya respuesta solo aparece si hay perdón, pero un perdón con uno mismo: “¿Cómo vuelvo a quererme? ¿Cómo vuelvo a integrarme?”. No se huye del exterior, sino de uno mismo.
“Y fue necesario escribir sobre mí, mi relación conmigo misma, el porqué de mi depresión, el abuso que sufrí en la infancia, sobre cómo lo olvidé, cómo lo recordé en la edad adulta, a los 25 años. Y más que exponer eso, lo que más me interesaba era entender cómo se gastaba la energía de los seres humanos tratando de esconder lo que nos dolía, tratando de no sentir, de olvidar”.
Otra provocación del taller fue la mitología griega, un universo que, para Becerra, siempre fue importante. “Porque son terriblemente destructivos, son muy violentos, muy machistas, son la ley del más fuerte: al débil hay que desaparecerlo. Lo sexual y lo femenino es gravemente patriarcal. Se usa, se abusa de las mujeres. La historia de Medusa, todas esas figuras victimizadas por la ideología de la mitología griega”. De ahí surgió el Minotauro: “Y que el Minotauro esté encerrado en un laberinto y que se ha convertido en una bestia sin tener ninguna culpa, porque él no tiene la culpa de ser lo que es”, dice. Ese laberinto estaba en ella misma y en la niña que aún no había podido estructurar con claridad el recuerdo de, como lo nombra en su obra, “el hombre con nombre de emperador romano”.
En la esquina izquierda del Teatro Sala La Maldita Vanidad, una mujer vestida de negro respira agitada. Conversa consigo misma sobre el agotamiento de nombrar, construir, aceptar y buscar siempre un lugar al cual pertenecer. Tras su monólogo, se apagan las luces. Unas tablas, parecidas a las de una cama, bordeadas por luces amarillas, comienzan a girar sin razón. Se estrellan, hacen ruido, no conectan. Luego, una pequeña luz revela a esa misma mujer intentando hallar un sentido que nosotros, en el público, tampoco logramos adivinar todavía.
“Una débil grieta de luz en el laberinto me llama”, dice. Entonces aparecen dos mujeres más. Son la misma: la misma alma, el mismo dilema, las mismas preguntas, pero en tres cuerpos distintos. Tres etapas de una mujer.
Las tres comienzan a hablar al mismo tiempo. Las tres son Ella Becerra, sus recuerdos, sus resignaciones, los gritos que nunca ha podido pronunciar porque su espíritu pacifista la contiene, aunque también le ha enseñado que sus creencias son una forma de habitar el mundo. A mi compañero, sentado a la izquierda, parece impresionarle que cada una pronuncie su discurso a la vez, que se crucen, que se desparramen por el piso, pero que, aun así, logren ser comprensibles. Todas hablan en la misma lengua, pero noto en su rostro que aún no lo comprende.
“Agotada estoy en medio de este fango. Sangra, emana tristeza de una herida que no puedo encontrar. Como si me hubiera clavado una astilla en algún lugar del cuerpo y no la alcanzo. Duele, se infecta, emana un olor fétido, pero no la encuentro”.
Las tablas siguen su curso. Entre las tres intentan construir y reconstruir su infancia, su adolescencia y su adultez, tratando de encontrar qué fue eso que les robó la luz que, a ratos y sin motivo, se escapaba por la ventana.
La figura del minotauro apenas se distingue. Es peludo, juega con la actriz que hace de niña. Una niña que Ella Becerra, en algún punto de la obra, proyecta en la pared del salón. Aparece con un vestido amarillo de puntos, pequeña, frente a un armario blanco que le servía de refugio y también de jaula.
“Esa idea de la venganza, la guerra, la invasión, la destrucción del otro, para mí, es racionalmente es inaceptable”. Algo ocurre en la psique: el niño se siente mal consigo mismo incluso por haber sido victimizado. “Entonces creo que el primer perdón que hay que conceder de manera profunda, de verdad, es por haberlo evadido tanto, por haber generado esas otras estrategias para no sentir”.
Incluso al final, el minotauro no deja de habitar el laberinto, pero al mirarlo, al ponerlo en escena, ya no es solo una bestia encerrada. La obra no concluye con una respuesta, sino con una pregunta: “¿qué hacemos con lo que nos duele?”. Y en esa repetición, en esa insistencia de decir lo mismo de otra forma, en esa duda, Becerra parece recordarnos que sanar no es olvidar, sino habitar el laberinto sin dejar de caminarlo.