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Notas sobre el periodismo

Los periodistas no tenemos memoria. Hoy escribimos una nota y mañana apenas si recordamos, de modo muy vago, algunos detalles. Entonces se nos pregunta si sabemos de qué trata este o aquel tema y creemos, como haría cualquier aficionado, que tenemos todas las cartas en la mano. No es cierto, por supuesto.

Juan David Torres Duarte / jtorres@elespectador.com
17 de junio de 2012 - 09:03 p. m.

Un periodista alcanza a tener una visión general; cuando toca las profundidades, lo acusan de intruso, parcial, inequitativo. Sin embargo, y con qué galante astucia, nos miramos a las caras y creemos que la vida es tan simple como se ve en las palabras.

Buscamos que todos nos entiendan y a veces nadie nos entiende. Buscamos un lenguaje de fácil acceso, que todos puedan escudriñar, y a ratos lo único que logramos es una sentencia o un diálogo más o menos acertado. Tenemos las cartas en nuestras manos, pero no sabemos usarlas. Tenemos el conocimiento sobre muchos temas, pero no sabemos convertirlos en poesía, en letra; no sabemos, en últimas, que alguien nos va a leer. La nota se va y se olvida; el gráfico se va y se olvida. La memoria de los periodistas es mínima porque el ejercicio cotidiano la debilita o la vuelve demasiado tradicional. Recordamos a grandes rasgos, pero evadimos el trasfondo, que siempre da forma a los primeros planos. Habrá ciertos artículos que tengan gran contenido, gran contexto, grandes letras; de seguro ya nadie los recordará pasado mañana.

El lector también tiene mala memoria y por eso hay que recordarle, en cada artículo, en cada párrafo, una posible referencia que no conozca, un personaje que no tendría mucho sentido sin un cargo. A veces no son suficientes las palabras, hace falta el puesto, hacen falta sus logros. Y pensar que hay hombres sin logros y con tantas cosas por decir. Los periodistas somos ignorantes: ignoramos todo, creemos saber qué es importante y qué no. Ya es hora —ya es hora— de reevaluar las condiciones en que escogemos noticias. Ya es hora, en verdad, de decidir si queremos darle una cara al relato o volverlo una cifra que, en últimas, es una abstracción y no pone en la carne del lector la carne de la historia.

Tendríamos que darnos cuenta de que nuestras palabras tienen un efecto sobre los otros; esa dimensión del discurso escrito no es, creo, singular del periodismo. Es el mismo efecto que tiene en nosotros un gesto ajeno, el tono y la fuerza de una palabra, el entorno en que es dicha. Decir no es sólo decir, como verán. Decir es mostrar, demostrar, refutar, anudar, asumir, respetar, descubrir. No es revelar, polemizar, escandalizar, sobreactuar: esos valores que, de pronto, le impusieron al periodismo por vía de la farándula. Nos llenamos de lugares comunes, pensamos conocer al lector muy a fondo, saber en detalle sus gustos. No sabemos nada. Un lector no es una máquina, un lector es un lector. Y deberíamos fijarnos en semejante perogrullada: un ser humano, a veces crítico, a veces reflexivo, a veces holgazán.

También nosotros tenemos malos momentos, pero no podemos tener malos criterios. Nos podemos equivocar, pero no podemos insistir en el error. Insistir en que el periodismo, por ejemplo, salva la democracia de la sociedad, es un vestido que al periodismo no le combina. ¿Por qué nosotros? Esa tarea es de los gobiernos y los congresos, que hacen y promulgan las leyes que, en definitiva, sostienen la democracia. El periodismo, si algo hace, es dibujarles un entorno a los lectores, darles un brochazo del mundo en que viven. Y aun así nos quedamos cortos porque no tenemos filosofía, no tenemos estética, no tenemos arte. Tenemos palabras y no sabemos usarlas. Tenemos siempre los mismos giros, las mismas afirmaciones, las mismas estructuras.

Si algo puede hacer el periodismo por sí mismo —sí, porque también puede hacer cosas para su propia salud— es cuidar su esqueleto, afinar sus esquinas, barnizar sus cantos. Pero no, nada de eso les interesa a los periodistas: porque pensar en términos estéticos es cosa de filósofos y no de periodistas.

Entonces, ¿qué es un periodista? ¿Un simple emisario de información? Si esa es la definición, cuáles serán sus principios. Ningún periodista es imparcial. Ningún periodista es objetivo. Ningún periodista se debe a nadie. Un periodista, por momentos, ni siquiera se debe a su lector. Un periodista no es más que una persona que, de un modo u otro, busca que el lector sienta interés por una historia que quizá no le va a cambiar la vida, no le va a cambiar el sentido de su existencia, pero lo va a poner a pensar por un momento. A detenerse en un mundo donde la vida quieta es sinónimo de autismo y egolatría. Y eso es todo. Nada de democracia, nada de vigilancia a las instituciones. No somos jueces, no somos superintendentes. Somos periodistas: tenemos en nuestras manos una mezcolanza de datos que deben tomar forma por nuestra mano.

A algunos esto les parece tan poco que lo hacen como si se tratara de amasar panes. Hay que reflexionar, proponer, analizar. Cada historia da su tiempo. Una historia en verdad importante tiene el sabor de un beso con el mar a los pies. Su importancia no depende del número de personas a las que afecte, ni del número de muertos que haya producido. Su importancia nace en la sensibilidad misma, que nos incluye a todos. El criterio de la “importancia” pierde toda sensatez. Una historia bien investigada y tejida pondrá en actividad una sensibilidad propia del ser humano.

Nuestros criterios están completamente alejados de la realidad que es, al mismo tiempo, mera ficción. Nuestras palabras forman un mundo; no cabe duda de que “creamos”. Por eso somos artistas. Por eso hay que hacerlo con respeto, decencia y juicio. El efecto que provocamos a través de nuestras narraciones nos conmueve, nos obliga a repensar. Nos llena de preguntas, que es el modo en que comienzan las verdaderas revoluciones. Remueve los presupuestos, desnuda los prejuicios. Así que el periodismo no tiene sólo un efecto estético, sino también ético.

Las buenas historias no tienen género. Por eso no tiene razón de ser que las noticias económicas sean densas, casi ininteligibles, y las noticias de cultura tengan una sazón más ligera. El principio sensible sobrepasa cualquier pretensión de ese tipo. El periodismo es una forma de abalanzarse contra la ignorancia; no sirve, sin embargo, para educar a nadie. El periodismo, en esencia, no sirve para nada.

* Este ensayo también fue publicado en la revista digital Antropológika (antropologika.com).
 

Por Juan David Torres Duarte / jtorres@elespectador.com

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