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Doña Nydia Quintero: entre la lucha social y un duelo que estremeció al país

Murió un símbolo de dignidad para Colombia. Este es un homenaje a su vida, su lucha social y la fuerza con la que enfrentó una tragedia que marcó al país.

Laura Camila Arévalo Domínguez

30 de junio de 2025 - 08:00 p. m.
En 1979, doña Nydia Quintero de Balcázar recibió la distinción Dama Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica.
Foto: El Espectador
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“¿Cómo sigue funcionando la gente del mundo tras la muerte de un padre querido?”, se preguntó Chimamanda Ngozi Adichie en su libro Sobre el duelo. ¿Y cómo siguió funcionando doña Nydia Quintero de Balcázar luego de la muerte de su hija Diana, que luchó tanto por rescatar, que esperó con tanta ilusión y que tuvo que enterrar? La primera dama se convirtió en una figura reconocida no solo por este cargo. Tampoco su gran visibilidad se debió solo a su liderazgo por la solidaridad en Colombia, sino a la dignidad con la que enfrentó un dolor que Ngozi describió así: “Grito y pateo el suelo. La noticia me desarraiga sin piedad. Me arranca de golpe del mundo que he conocido desde la infancia. Y me resisto. Me cuesta respirar. ¿Este es el shock, que el aire se convierte en pegamento?”.

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Cuando su tío, “el doctor Julio César Turbay”, como ella le decía, le pidió matrimonio, sintió que tocó el cielo con las manos. Así se lo contó al programa Los informantes. Pero antes de flotar así por el horizonte que se le abría con la propuesta, Neiva era su mundo. Allí nació el 22 de octubre de 1931 y vivió su infancia entre la casa y el colegio La Presentación. Después se mudó de ciudad. Terminó en Bogotá, donde desde muy joven tuvo que comenzar a entender que, en Colombia, la vida era mucho más frágil: “Yo pertenecía al grupo de ballet, bajo la dirección de un profesor ruso. A la hora en que mataron al doctor Gaitán estábamos ensayando en el Teatro Colón, justo frente al Palacio de San Carlos, en pleno centro de Bogotá. De pronto, unos obreros entraron gritando: ‘¡Mataron a Gaitán!’. El ruso, que no entendía qué pasaba, ordenó continuar el ensayo. Pronto entraron otros, pálidos y entristecidos, y le dijeron que lo sucedido era gravísimo. Fuimos a la puerta y vimos bajar, por la calle Diez, verdaderas hordas de gente enfurecida agitando trapos rojos. Como no había transporte, nos tocó salir a pie, observando cómo quemaban los tranvías y a la gente subiéndose a los postes para bajar las banderas que se habían puesto allí con motivo de la Conferencia Panamericana. Finalmente, el colegio pudo mandarnos en un camión, con un trapo rojo amarrado para que no nos atacaran, y nosotras agitábamos los trapos rojos de limpiar el tablero para que nos dejaran pasar”, contó, como lo registró el periódico El País, de Cali.

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“Las gentes”, esa expresión, era usual en ella, así como ese acento, con dejos opitas, que salía en forma de palabras corteses, consciente de las formas pero con objetivos claros: llamar la atención sobre lo poco, muy poco, que tenían algunos en Colombia. Conmover para que los que tenían mucho repartieran algo, y tratar de cerrar brechas apelando a la solidaridad de un país que, a ella, la haría sacrificarse tanto.

Pero sigamos en su etapa joven, los tiempos en los que aún no sospechaba las formas en las que la vida probaría su fuerza: su niñez fue católica, con rosario diario y contacto constante con el campo. De sancochos en ríos y curiosidad por los insectos. En la entrevista ya citada, aclaró que su espíritu progresista se debía a los valores de su casa y a su carácter, y que la pobreza del país la estremecía, así que fue imposible ignorarla.

Se casó con 18 años y la promesa de un futuro activo y visible: para ese momento, su esposo, quien era representante a la Cámara, ya había sido concejal y diputado. Cuando se convirtió en primera dama, se dedicó a recorrer el país, y aunque estaba muy cerca de la política, ella “no tenía la vocación” ni la intención de proyectar su nombre con aspiraciones distintas a las de ver cada vez menos “gente” pasar hambre, frío o injusticias. Trabajó por la protección de los niños, la creación de centros de salud y las instituciones que propendían por satisfacer las necesidades más básicas de las “gentes” más desprotegidas, entre otras actividades.

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Fue la primera dama de la nación entre 1978 y 1982, y en 1986 terminó su matrimonio con el expresidente Turbay, quien, a través de un tribunal eclesiástico, solicitó la anulación, alegando consanguinidad. Con la aprobación del papa Juan Pablo II, la unión quedó disuelta. “Fue una de las mejores personas que conocí, aunque ‘coquetico’”, le dijo a Los informantes.

Fundación Solidaridad por Colombia

Una vez, en algún desfile, doña Nydia se emocionó tanto por el cariño que la gente le demostró, que se le ocurrió compartir ese afecto, hacer algo con él: si había un desastre natural, si faltaba educación, y si ella recibía tanto de personas que veían en ella a alguien capaz de generar algún cambio, tenía que invertir ese amor en los que no tenían nada o en los que lo estaban perdiendo todo. La Fundación Solidaridad por Colombia nació en 1975 y actualmente es liderada por su nieta, casi hija, María Carolina Hoyos.

Esta se consolidó como una organización dedicada a apoyar a las personas de escasos recursos en temas de salud y educación, y Quintero estuvo al frente por cerca de 40 años. Allí logró que figuras de la política, como el presidente Belisario Betancur, apoyaran las labores de la fundación.

Su lucha por la vida de Diana Turbay y su duelo

Su hija, la periodista Diana Turbay, se consolidó como una de las figuras con mayor reconocimiento en Colombia y llegó a ser interlocutora en los acercamientos entre el Estado y grupos armados ilegales, como el M-19.

En 1990, Turbay Quintero fue secuestrada por Los Extraditables, un movimiento liderado por Pablo Escobar y del que eran parte otros narcotraficantes que buscaban frenar el tratado de extradición a Estados Unidos. El 25 de enero del año siguiente, fue asesinada por sus propios secuestradores en un operativo de rescate al que se opuso su familia.

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“La pena no es diáfana; es sólida, opresiva, una cosa opaca. Pesa más por las mañanas, después de dormir: un corazón plomizo, una realidad terca que se niega a moverse. No volveré a ver a mi padre. Nunca más. Es como si me despertara para hundirme cada vez más; en tales momentos estoy segura de que no quiero volver a enfrentarme al mundo”, escribió Ngozi Adichie en su libro, que culmina así: “La pena cuenta, entre sus muchos componentes atroces, con la capacidad para sembrar la duda. No, no me lo estoy imaginando. Sí, mi padre era verdaderamente adorable”.

Las letras con las que la escritora nigeriana describe su duelo se cruzan con los gestos con los que todo el país reconoció el dolor de la madre de Diana Turbay cuando fue asesinada: la voz cortada, como si tuviese un ladrillo en la garganta; el ceño fruncido, como evitando la crudeza de esa realidad; la certeza de la tragedia: no volvería a ver a su hija, no pudo salvarla. Y la insistencia en el recuerdo, a pesar de que suene a cliché: “Era una persona inteligente, alegre, con mucha disposición para el ejercicio político. Ella siempre acompañó a su padre en las campañas y en la Presidencia fue su secretaria privada. Sabía conocer a la gente y manejar situaciones difíciles. Era muy buena mamá. Obviamente, uno tiene tendencia a echarles flores a los hijos, pero creo que Diana tenía una personalidad muy atractiva”, le dijo a El País, de Cali, en 2017.

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A partir de ese momento, Quintero de Balcázar (su segundo esposo fue Gustavo Balcázar Monzón, también asociado al Partido Liberal) asumió el cuidado de Miguel Uribe Turbay, quien se mantuvo en la línea de la política y llegó al Senado por el partido Centro Democrático en 2022. El pasado 7 de junio, en medio de su campaña de aspiración a la Presidencia, el político fue víctima de un atentado perpetrado por un menor de 15 años. Por el momento, está siendo atendido en la Fundación Santa Fe, a donde también llegó en los últimos días Quintero por una afección respiratoria.

Ese mismo día, la mujer de 92 años, que se iba dispersando como un incienso prendido, le dijo a su enfermera: “Por favor, hay que ponerle un trapito blanco en la cabeza a Miguel”. Su nieto llevaba 23 días internado en la clínica en la que ella murió. Y ella, que para su nieta ya está con Diana Turbay, quien también falleció a causa de la violencia, será recordada como la mujer grande: la de la dignidad de plomo, la de la inasible generosidad y una intuición más cercana al cielo, una comunicación mística, una magia de la que solo supo ella y nada sabremos nosotros, que seguimos aquí, en esta dimensión violenta, pero inexplicablemente obsesionada por la esperanza.

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Por Laura Camila Arévalo Domínguez

Periodista en el Magazín Cultural de El Espectador desde 2018 y editora de la sección desde 2023. Autora de "El refugio de los tocados", el pódcast de literatura de este periódico.@lauracamilaadlarevalo@elespectador.com
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