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                                                                                                                              Óscar Wilde: la tragedia del artista (I)

                                                                                                                              El próximo 30 de noviembre se cumplirán 120 años de la muerte de Óscar Wilde en París, luego de un final de vida trágico. El autor de El retrato de Dorian Gray y de La importancia de llamarse Ernesto, entre otras obras que deslumbraron a Europa y América en el Siglo XIX, falleció prácticamente de incógnito.

                                                                                                                              Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              Editor de Cultura
                                                                                                                              Wilde había sido él, en lo triste, ruin, diario, mezquino, lúgubre y humano de haber sido él, y a la vez fue su propio personaje, y sobre su personaje edificó su obra y su propia tragedia.
                                                                                                                              Foto: Ilustración: Nátaly Londoño Laura

                                                                                                                              Se la jugó por al arte, “el arte por el arte”, por la dignidad de la mentira, por los detalles, por la búsqueda y por la poesía en todas sus dimensiones, y fue consciente, incluso en sus últimos días, de que sus palabras lo sobrevivirían. Dijo que estaba “muriendo por encima de sus posibilidades”, en uno de sus postreros momentos de lucidez, mientras esperaba que todo acabara en un hotelucho de París, el Hotel d' Alsace, donde había recalado luego de haber estado dos años en prisión, en la cárcel de Reading, condenado por sodomía con hombres a trabajos forzados y reclusión en los últimos tiempos del puritanismo victoriano, y le confesó a uno de sus pocos amigos, Robert Ross, que las deudas no lo iban a dejar morir en paz, que sentía constantes remordimientos. “Me pidió que saldara algunas, en todo caso, después de su muerte, si estaba en condiciones de hacerlo”, escribió Ross en una especie de relación de los últimos días de Wilde, que luego, con el tiempo, fue editada y publicada infinidad de veces.

                                                                                                                              Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.

                                                                                                                              Wilde había sido él, en lo triste, ruin, diario, mezquino, lúgubre y humano de haber sido él, y a la vez fue su propio personaje, y sobre su personaje edificó su obra y su propia tragedia.
                                                                                                                              Foto: Ilustración: Nátaly Londoño Laura

                                                                                                                              Se la jugó por al arte, “el arte por el arte”, por la dignidad de la mentira, por los detalles, por la búsqueda y por la poesía en todas sus dimensiones, y fue consciente, incluso en sus últimos días, de que sus palabras lo sobrevivirían. Dijo que estaba “muriendo por encima de sus posibilidades”, en uno de sus postreros momentos de lucidez, mientras esperaba que todo acabara en un hotelucho de París, el Hotel d' Alsace, donde había recalado luego de haber estado dos años en prisión, en la cárcel de Reading, condenado por sodomía con hombres a trabajos forzados y reclusión en los últimos tiempos del puritanismo victoriano, y le confesó a uno de sus pocos amigos, Robert Ross, que las deudas no lo iban a dejar morir en paz, que sentía constantes remordimientos. “Me pidió que saldara algunas, en todo caso, después de su muerte, si estaba en condiciones de hacerlo”, escribió Ross en una especie de relación de los últimos días de Wilde, que luego, con el tiempo, fue editada y publicada infinidad de veces.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Le sugerimos leer Heidi Abderhalden: “El arte dejó de ser arte en su sentido clásico”

                                                                                                                              Wilde había sido él, en lo triste, ruin, diario, mezquino, lúgubre y humano de haber sido él, y a la vez fue su propio personaje, y sobre su personaje edificó su obra, y luego de sus dos años en Reading, Inglaterra, siguió siendo un personaje, por eso se cambió el nombre y se metió entre las páginas de Melmoth el errabundo, una novela de Charles Maturín que proponía pactos entre los humanos y los demonios, como lo hubiera querido Wilde, que decía, dijo y le escribió a su antiguo amante, Alfred Douglas: “Recuerda que el necio a los ojos de los dioses y el necio a los ojos del hombre son muy distintos”. Wilde fue necio, pecador, amante, sodomita, arrogante y vanidoso y tantas cosas más a los “ojos del hombre”. Ante Dios, por intermedio del sacerdote Cuthbert Dunn, de la Orden de los Pasionistas, apenas se postró el día de su muerte, el 30 de noviembre de 1900, como lo relataría quince días más tarde Robert Ross:

                                                                                                                              “Hacia las cinco y media de la mañana, un cambio total se operó en él; sus rasgos se alteraron y eso que llaman el estertor de la agonía comenzó. Jamás había oído yo nada semejante; era como el horrible rechinar de un torno, y duró ya hasta el fin. Sus ojos no reaccionaban ya a la luz. Era preciso secar constantemente la sangre y la espuma de sus labios... A las 13:45 horas el ritmo de la respiración cambió. Tomé su mano, y advertí que el pulso comenzaba a ser irregular. Lanzó un profundo suspiro, el único que me pareció normal desde mi llegada, sus miembros se estiraron como involuntariamente, su respiración se hizo más débil; murió a las 13:50 horas en punto”. Tres días después, por oficios de Ross, se celebró una misa en honor a Wilde en la iglesia de St. Martin des Près. Sólo asistieron 56 personas, que luego formaron el cortejo fúnebre que acompañó al cadáver hasta el cementerio de Bagneux.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Si le interesa leer más de Cultura, le sugerimos: “Al freestyle de Colombia le hace falta visibilidad, pero no talento”

                                                                                                                              Cuando salió de la cárcel, Óscar Wilde decidió llamarse Sebastián Melmoth, en parte, para hacerle un homenaje al santo del catolicismo que murió atravesado por decenas de flechas, en parte por uno de los personajes de la novela de Maturin, y se instaló en un pueblito al nordeste de Dieppe, llamado Berneval-sur-Mer. No quería decir su nombre, pues intuía que su nombre estaba ya proscrito. Su esposa, Constance Lloyd, había decidido abjurar de él y de su matrimonio, y jamás dejó que sus dos hijos, Vyvyan y Cyrill Holand, lo volvieran a ver. Sus amigos, o algunos de sus amigos, de aquellos que tanto lo alababan en sus tiempos de esplendor, yacían escondidos. Sus libros, refundidos, y definitivamente, retirados de las librerías inglesas. Wilde estaba solo, “Es el primer día que estoy solo y, naturalmente, es un día muy triste. Voy dándome cuenta poco a poco de mi terrible soledad; y a medida que avanzaba el día, me he ido sintiendo más revuelto y más amargado”, como le escribió a su amigo Ross

                                                                                                                              En aquella primera carta, le prometió que escribiría un artículo en el que contaría la vida en prisión, y más que eso, en el que trataría de defender al guardián que había sido condenado por haberle dado un pan y algunos bizcochos a uno de los niños que estaban encarcelados. Envió su texto, en forme de carta, al Daily Chroniqule. Se titulaba El caso del vigilante Martin. Sus denuncias alborotaron a la buena sociedad inglesa, y fueron replicadas por otros medios, hasta que la justicia falló a favor del guardián y el sistema penitenciario le dio un trabajo como portero en la Workhouse de Fulham. Martin, el guardián, había sido muy amable con Wilde una y otra vez. Wilde lo incluyó en su De profundis, y señaló que era una de los contadísimas excepciones de un aparato de justicia que celebraba la crueldad y el dolor, y que no tenía en cuenta para nada la posible redención de los criminales.

                                                                                                                              En otra carta a Ross, le confesó que “podría haber escrito tres artículos sobre la vida en la prisión. Claro está que tendrían por base observaciones personales y psicológicas, y uno de ellos versaría sobre Cristo, considerado como precursor del movimiento romántico en la vida. Este hermoso tema se me reveló al encontrarme entre aquellos que Cristo prefería, es decir, entre vagabundos y mendigos”. Wilde fue el más auténtico, desnudo, descarnado Wilde en la prisión de Reading. Allí se encontró y comprendió la vida que había llevado. Se hizo millones de preguntas y comenzó a bosquejar otras tantas respuestas. Decía, por ejemplo, tocado y desgarrado por el dolor, que “En verdad todo eso está anunciado y previsto en mis escritos (…). El poema en prosa del hombre que, del bronce de la estatua del Placer que no dura sino un momento, debió hacer la imagen del Dolor que dura eternamente…”.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Le sugerimos leer Leer para dejar de temerle a la muerte

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Cuando llegó a París, o cuando regresó a París, era una especie de fantasma que se escondía de la muchedumbre y de sus vergüenzas, aunque luchara contra ellas. Un día, se topó con André Gide, quien recordó aquel encuentro en su texto In memóriam, de 1901. "Una noche, en los bulevares, por donde yo paseaba con G, oí que me llamaban por mi nombre. Me volví: era Wilde. ¡Ah, cómo había cambiado! ‘Si reapareciera antes de haber escrito mi drama, el mundo no querría ver en mí sino al forzado’, me había dicho. Había reaparecido sin el drama y como algunas puertas se hubieran cerrado ante él, ya no intentaba volver a entrar en ninguna parte; vagaba. Algunos amigos habían intentado, en repetidas ocasiones, salvarlo; se las ingeniaban, se lo llevaban a Italia. Wilde se escapaba enseguida, recaía. Algunos de los que le habían permanecido fieles me habían repetido tanto que ‘Wilde ya no estaba visible’... Que, lo confieso, me sentí un poco incómodo de volver a verle y en un lugar por donde podía pasar tanta gente. Pidió para mí y para G dos cócteles... Iba a sentarme frente a él, es decir, de modo que diera la espalda a los que pasaran; pero Wilde, afectado por este ademán que creyó producto de una vergüenza absurda (no se equivocaba, ¡ay!, en absoluto):

                                                                                                                              –Oh, póngase aquí, junto a mí –dijo indicándome una silla a su lado–. ¡Estoy tan solo ahora! Cuando antaño me encontraba con Verlaine, no me avergonzaba de él –continuó en un intento de arrogancia–. Yo era rico, alegre, la gloria me inundaba, pero sentía que ser visto junto a él me honraba, incluso cuando Verlaine estaba ebrio".

                                                                                                                              Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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