Poco o nada queda de la recurrente imagen de Cali como ciudad cívica de Colombia que la caracterizó, especialmente entre los años 60 y 80. Una imagen urbana sustentada en un llamamiento al orden, a las buenas costumbres, a la limpieza, que el sector establecido hacía a los recién llegados (los marginados, diría Norbert Elias), justo para la época en que esta ciudad se ensanchaba y crecía de manera desorbitada, a costa de invasiones, especialmente en sus costados oriental (Distrito de Aguablanca) y occidental (Siloé y la zona de ladera), con una población proveniente de distintos rincones de la geografía del país, que procuraba mejores condiciones de vida, las cuales, muchos no alcanzarían.
Para entonces Cali contaba con una sociedad local, en la cual sus élites transitaban del sector público al privado y viceversa, y actuaban de cierto modo compacto, gracias a lo cual lograron no sólo posicionarla como ciudad cívica, sino como capital deportiva gracias a los recursos del gravamen que en 1967, durante el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, permitió la ejecución de diversas obras, entre viales, deportivas y ornamentales, en el marco de la realización de un evento de talla internacional: los VI Juegos Panamericanos.
Sin embargo, este vertiginoso proceso de modernización y las imágenes urbanas que proyectó no ocultaron una realidad amplia, compleja y convulsa: un creciente movimiento estudiantil que dejó numerosas víctimas en choques con la policía; la pobreza, el desempleo y, en general, la exclusión social que se hizo evidente desde las calles del centro hasta los continuos asentamientos subnormales sobre los cuales Andrés Caicedo no alcanzó a referirse en su obra literaria; el arribo de pastores y laicos europeos, provenientes de China, apóstoles de la teología de la liberación y fundadores de las primeras parroquias de la Iglesia católica en el Distrito de Aguablanca; la aparición de grafitis en los muros de la ciudad y en la misma prensa local, con el letrero “Eme aquí”, que daba cuenta de la aparición y presencia del M-19 en Cali; la cooptación del eslogan de la campaña de limpieza institucional, “Cali limpia, Cali linda”, a manos del crimen organizado, entre otros, para nombrar sus operaciones de “limpieza social” (…) la paulatina y cada vez más visible presencia del narcotráfico en todas las esferas sociales e institucionales, con todo lo que ello implicó en materia de criminalidad, de escenario de la guerra de carteles, y de asunción de un sentido social urbano en torno al enriquecimiento súbito para capas sociales en ascenso.
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Era claro entonces que el bloque de poder resultara definitivamente fragmentado entrados los 80 y que una élite oligárquica diera paso a una élite política profesional, en la que miembros de sectores medios y populares, aprovechando igualmente la elección popular de alcaldes, emergieran y accedieran a la dirección de la política local y regional. No obstante, tal como lo señala un informe del Banco Mundial para Cali, en 2002, la relación entre el sector público y privado siguió siendo utilitaria. Más aún: “Ni bajo el liderazgo de familias tradicionales, ni bajo el nuevo liderazgo soterrado de los capos de la droga, se preparó la ciudad para transformar una cultura de círculos cerrados en otras reglas y procedimientos formales y transparentes”.
Y así llegó Cali al periodo de entre siglos: el narcotráfico prosiguió después de la caída de los carteles y se tomó decididamente el mercado interno, inundando diversos espacios públicos del producto al menudeo, redefiniendo territorios, marcando fronteras, haciendo las calles, otrora festivas y bulliciosas, cada vez más peligrosas y armadas (…) condenando vidas (…) con la complacencia de la Fuerza Pública.
Entre tanto, los sectores populares crecían en los costados de la ciudad, con características disímiles, mestizas, de migrantes de todas partes del país, especialmente del Pacífico que, según la tasa poblacional, llevaron a convertir a Cali en la segunda ciudad con mayor presencia de afrodescendientes en Latinoamérica, después de Salvador Bahía. Dicho crecimiento se hizo palpable en la creación de numerosas organizaciones de base social, comunitaria y cultural que han logrado articular su funcionamiento en red hasta la actualidad, fomentando solidaridades, resignificando espacios, reflexionando a través de talleres en torno temas de género, de etnia, de ciudad y ciudadanía; proponiendo estéticas y formas de vida alrededor del baile de la salsa, el folclor del Pacifico, el teatro callejero, el hip hop: las tácticas populares de la mano del arte procurando re-existencias a pesar y a propósito de una sociedad profundamente estratificada.
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Cali, un cruce de caminos geográfico no sólo del país, por donde van y vienen las caravanas indígenas del Cauca reclamando derechos ancestrales siempre escamoteados, tumbando una que otra estatua, dejando una cierta estela de sentido y organización comunitarios; también del continente, por donde sigue pasando el narcotráfico, ahora extendido a multinacionales del crimen organizado; también pasan migrantes de países vecinos, muchos de los cuales no siguen: se quedan, en su mayoría, en situaciones de precariedad y miseria. Y, a la postre, Cali un “carrefour” del mundo: la ciudad se ha convertido en centro de atracción de turistas motivados, entre otras cosas, por el frenesí de la salsa y la industria cultural que baila a su alrededor.
Esa Cali llega así hasta nuestros días con otro cruce, entre simbólico y real: de un lado el de un grupo que persiste y se instala en el discurso de la ciudadanía de los deberes, del aconductamiento, del portarse bien, el del civismo, promovido por sectores conservadores de los estratos medios y altos de la sociedad, frente a otro, venido desde las profundidades de la sociedad que habla y reclama derechos, visibilización y justicia social, conformado por una extensa masa crítica de la población.
Tenía que ocurrir lo que ya sabemos para que el grueso de la población se uniera. No hace falta estudiar a Tilly para reconocer que esta fermentación de indignación y frustración social hallaría una válvula de escape a través de la protesta ante cualquier medida insensata propuesta por instancias de poder: unas pretendidas reformas pensional, laboral y educativa, el 21 de noviembre de 2019; una inequitativa reforma tributaria, el pasado 28 de abril, esta última, a la salud, en medio de una pandemia mundial que sólo contuvo por un tiempo la furia pública finalmente desatada: asistimos por primera vez al mayor acto de desobediencia civil masivo en la historia del país.
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Increíblemente, jóvenes de barrio, sin más futuro que la esquina, incluso barristas de los dos equipos de la ciudad, también participaron, se juntaron y encontraron en una primera línea del frente, una oportunidad para, por primera vez en sus vidas, interpelar directamente al poder, tener esperanza de vida… o hacerse matar. ¿Por qué Cali?
* Periodista, director del programa ‘La Chicharra’ de Univalle Estéreo y docente universitario