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No por nada siempre está en la misma banca, con la boina sobre los ojos, la mano reseca agarrotada sobre su bastón, y la maleta de viaje vacía a un lado, esperando a que lo recojan unos hijos imaginarios o una esposa muerta hace décadas. Eso se dice, eso es lo que creo, eso es lo que proyecta el pobre tipo, decadencia, tristeza, desvarío. Así que, contrario a lo que todo el mundo afirma de mi generación, no todos somos unos hideputas fríos y sin sentimientos. Me zafo los audífonos, calculando la perdida de mi bus, y de valiosos 15 minutos de mi tiempo, para ponerle atención a este eco lejano y ajado de una vejez que todavía no me corresponde y, a la cual, honestamente, espero no llegar. “Joven, joven, ¿sabe usted por qué las lombrices prefieren morir al sol?”, me interroga con su siseo de reptil fosilizado, y me quedo de una sola pieza, como la mujer de Lot. Eso no me lo esperaba.
Tengo la boca abierta y seca, los ojos desmesurados, como de huevo duro, y solo atino a mirar, en automático, hacia el piso, a la franja de cemento cuarteado y granuloso sobre la cual camino todos los días, y a la frontera que esta comparte con un pasto siempre descuidado. “¿Perdón?”, “¿Que si sabe usted por qué las lombrices prefieren morir al sol?”. Paseo la mirada, nervioso, pero todavía sobre el piso, en donde descubro el cuerpo ennegrecido y reseco de una lombriz.
Cuando levanto la cara, me encuentro con la mirada del viejo, siempre agazapada bajo unos lentes gruesos y cuadrados, embutidos entre sus arrugas y su enorme y sonrosada nariz de breva. “Usted lo ve también, qué bueno. Pues bien, ¿qué opina?”. Un pitazo impaciente desde las entrañas del tráfico, y un apretón en el brazo me devuelven a este plano de la realidad.
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Una mujer vestida como enfermera me sonríe y me dice que tranquilo, que no le ponga atención, que Don Fernando siempre sale con cualquier ocurrencia, que siga mi camino, que ella se encarga, que no me preocupe ni le preste atención al anciano. Así que, manipulado por unas piolas que hasta ahora no conocía, sigo mi camino, sin evitar mirar hacia atrás, de vez en cuando.
Y esa noche, maldita sea, sueño con nudos de lombrices, montones de lombrices, revolcándose con frenesí, las unas sobre las otras. Rojas lombrices, negras lombrices, verdes y azuladas lombrices, como esos dulcecillos amargos que tanto le gustan a Juan Pablo, mi sobrinito, y que, a partir de ahora, nunca volveré a probar. Despierto, por fin, a las 3:03, según mi celular, suspendido en una película de sudor y orina, dentro de mi pijama Calvin Klein azul claro.
Para el desayuno le pido a mi mamá una doble porción de café, y le sugiero que no se preocupe por asear mi cuarto, porque yo ya recogí todo y hasta deposité la ropa sucia en la lavadora, que estará lista en una media hora. Y parto para un nuevo loop de mis rutinas juveniles, con el repertorio de accesorios de siempre, pero con una buena porción de café todavía en un termo que me acaba de alcanzar mi madre. Y claro, ni que estuviera loco, al salir a la calle lo primero que busco con la mirada, en los apuros de las 8:30 de la mañana, es al viejo de la maleta, mi Esfinge octogenaria, porque a su paso, me interroga de nuevo, y esta vez señalando el piso con su bastón amarillento y brillante: “Joven, joven, ¿sabe usted por qué las lombrices prefieren morir al sol?”.
Miro a todos lados y la enfermera no está. Observo el suelo y veo otro par de lombrices achicharradas como a medio camino entre el concreto y la sombra protectora de la hierba. ¿Cómo era que se llamaba este carcamán? Ah, sí, Don Fernando. “Don Fernando, si usted me da el número de su casa yo puedo llamar a su enfermera…”. “Ningún número, jovencito, lo único que quiero que me diga es por qué las lombrices prefieren morir al sol”, y ahora, imperativo, es a mí a quien apunta con el bastón. Elijo cerrar la boca y dejarlo solo.
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Muy a mi pesar, a la mañana siguiente lo vuelvo a ver, pero esta vez me cambio de acera. y, aun así, me grita desde su banca, sin despegarse de su maleta vacía: “Joven, joven, ¿sabe usted por qué las lombrices prefieren morir al sol?”. “¡Déjeme en paz!”, le respondo y me embuto en el primer taxi que veo.
Y esa misma noche regresan las lombrices a mis pesadillas, acompañadas por el sudor y la mojada de la cama, muy a mis flamantes 19 años. De nuevo me levanto temprano, de nuevo meto la ropa de cama a la lavadora, y de nuevo le pido a mi mamá un café doble, pero esta vez, acompañado por la pregunta: “Mamá, ¿sabes por qué las lombrices prefieren morir al sol?”. Ella me mira y luego observa la taza de café, que me extiende con perplejidad como dudando si no será mejor ponerme el café vía intravenosa. “Olvídalo, era solo una broma, chao que pierdo el bus”, y huyo avergonzado. Solo que esta vez freno en seco y pido un Uber.
A la hora del almuerzo, me junto con Paco y Tatiana, y les hago la misma pregunta. Paco me pone una mano en el hombro, me mira fijamente, y me ofrece un amigo suyo que vende una hierba buenísima y garantizada, y no la porquería que debo estar fumando para formular semejante tipo de preguntas tan estúpidas como extrañas. Por su parte, Tatiana se parte de risa y escupe parte del trago de Coca Cola que tiene en la boca.
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No obstante, en la tarde, en una brecha de tiempo entre dos clases, me asalta la imagen del viejo y su voz de herrumbre, como proveniente de un gramófono descompuesto: ¿por qué las lombrices prefieren morir al sol? En efecto, las que el viejo me ha hecho ver no son las únicas, ya yo me había dado cuenta de eso: siempre habrá lombrices achicharradas en el asfalto o en el cemento, en lugar de permanecer en su tierra fresca y acogedora. Malditos bichos, ¿por qué lo hacen? ¿Por torpeza? ¿Por idiotez? ¿Porque no tienen un cerebro?
Y lo siguiente que hago es meterme a la biblioteca para consultar publicaciones como ‘Anatomía y fisiología de la lombriz roja’, ‘Manutención y cuidados de las lombrices’ o ‘Características de las lombrices de tierra’. Pero ninguna responde por qué las condenadas lombrices se quedan muriendo al sol.
Soy consciente de que me espera una noche muy larga y en vela, devanándome el seso por una estupidez semejante. Llamo a Tatiana, sobre las 2 de la madrugada, para pedirle consuelo y quizá, gracias a la duermevela de su cerebro me dice, a mitad de un bostezo y con las cuerdas vocales mal aceitadas: “es un acto de gallardía final”. “¿Qué, cómo?”, pero solo me responde su respiración pesada, al otro lado de la línea. No obstante, le doy vueltas a su respuesta y tiene sentido: las lombrices salen de la tierra y agonizan al sol en un suicido romántico, como seres condenados a la oscuridad del barro y el submundo, es su acto de gallardía frente a la tiranía de la Madre Natura. ¡Ja! Toma eso, anciano desocupado, mañana tendrás en qué pensar todo el puto día.
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Y, por primera vez en muchos días, logro dormir como un bebé (sin agrias sudoraciones ni manchas de orina en el colchón). Me levantado radiante, le estampo un beso en la mejilla a mamá, abrazándola por detrás y, cantarín, salgo al ruedo de la calle, con mi cornamenta recién afilada de conceptos para embestir a la Esfinge octogenaria y delirante. Pero el anciano no está en el lugar de siempre. Su maleta, por el contrario, sigue allí, como resaltando la ausencia de su dueño, a escasos centímetros del banco de madera color verde descascarado, debajo del cual descubro el bastón del viejo.
Me arrodillo, lo tomo, con desconcierto, y miro a todos lados. Pero no hay rastro ni de él y menos de su enfermera. Observo el piso y tampoco hay ninguna lombriz a la vista, ni viva ni achicharrada por el bonito sol de las 9 AM que hace hoy.