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                                                                                                                              Proust después de Proust

                                                                                                                              Antes de comenzar conviene una digresión -a fin de cuentas: lo mejor de Proust son monumentos a la disquisición, que celebran el desvío, ramificaciones de las que sabemos el origen, pero no el fin; “una sintaxis sin orillas”, decía W. Benjamín-, “El remitente misterioso”, digo, es un libro para proustianos: para adeptos suyos, para husmeadores del aroma de donde derivan su párrafos, para lectores que nunca han dejado de maravillarse con En busca del tiempo perdido.

                                                                                                                              Jaír Villano / @VillanoJair

                                                                                                                              En “El remitente misterioso” hay unas pinceladas que, en el más optimista de los casos, sirven de incentivo para llegar a la contemplación del sistema que compone el cuadro.
                                                                                                                              Foto: Archivo particular

                                                                                                                              Una diferencia entre un gran escritor, y un escritor, es que del primero queremos conocer hasta sus tachones. Presentimos que podemos extraer algún brillo de sus yerros: una oscura iluminación que explique el instante que hace inasible el hechizo. Eso es este libro: esbozos que insinúan, bosquejos que tantean desarrollos, nombres que prometen ser personajes. Y también -y nótese la paradoja: Proust denostaba el estilo de crítica literaria de Sainte-Beuve, pero su vida y obra son casi imprescindibles- sus obsesiones y prevenciones: esa manera tan suya de hibridar géneros, de regodearse en el trágico encanto del desamor, de describir, de esconderse en la metaficción, de ocultar su homosexualismo.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Le sugerimos leer: Anton Chéjov, un hombre de cuento (IV)

                                                                                                                              Al lector que le interese indagar sobre este respecto le quedan las clarividentes precisiones del contexto proustiano que hace Luc Fraise. Igual o más regocijantes que las notas de Mauro Armiño en la edición de lujo de Valdemar (A la busca del tiempo perdido, Madrid, 2015).

                                                                                                                              Sigo: son conocidas las influencias estilísticas de Balzac, Ruskin, Robert de Montesquiou y Henri de Régni; es conocido que el escritor que se menciona en toda la obra, Bergotte, está basado en Anatole France. Es sabido que además de los salones, el tiempo y el esnobismo, Proust es un pesimista -en un ensayo Emil Cioran reconocer haber leído en repetidas ocasiones las tres últimas obras que componen la mágnum opus del francés-, un heredero conflictivo de Schopenhauer: la desesperanza inherente a la existencia, y el estilo que el filósofo alemán renegaba de sus coetáneos Schelling y Hegel; en suma, dos obsesos del lenguaje. Todo esto, venía diciendo, es conocido. Atención: lo que nos revela el libro es un nuevo elemento de creación: la del sociólogo Gabriel Tarde, dos tratados que parecen ser fundamentales en la sustancia del retrato social de sus personajes.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Podría interesarle leer: Del Barroco a la eternidad, la obra de Elisabetta Sirani

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                                                                                                                              En “El remitente misterioso” hay unas pinceladas que, en el más optimista de los casos, sirven de incentivo para llegar a la contemplación del sistema que compone el cuadro. Aunque en todos hay ondulaciones del escritor mayor, hay dos o tres relatos en los que el horizonte estilístico está más despejado: el primero de ellos es el homenaje a la música, y a la arbitrariedad de las imágenes emocionales; me refiero a “Después de la Octava sinfonía de Beethoven”, las sensaciones que crea la prosa parecen no corresponder con el efecto final.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              La inseguridad amorosa que fulgura en “La Prisionera” y “Albertine desaparecida” es apenas rozada en páginas como “Recuerdo de un capitán”, “La conciencia de amarla”, “Así había amado”. Textos -no llamemos cuentos- de los que no es necesario lanzar juicios de valor, pues implicaría entrar en una controversia que traspasa lo literario. (Si Proust mantenía ocultos estos bocetos, si no los dialogó con nadie, si no eran de su gusto, ¿por qué difundirlos ahora?).

                                                                                                                              Podría interesarle leer: Molière, un ilustre desconocido cuatro siglos después

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                                                                                                                              “Los enfermos a los que yo ayudo suelen ver cosas que escapan a los que están sanos. Y si la buena salud tiene su belleza, que la gente sana no advierte, la enfermedad tiene su gracia, de la que tú disfrutarás profundamente”.

                                                                                                                              Le sugerimos leer: Del Barroco a la eternidad, la obra de Elisabetta Sirani

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                                                                                                                              En efecto, Proust escribió en circunstancias de salud desfavorables. Encerrado y arruinado por el asma, sin vislumbrar que sus libros se leerían al margen de las consideraciones de sus editores Grasset y Gallimard, quienes le hacían sugerencias en torno a los volúmenes de la obra. El francés pretendía un número mayor a los siete que hoy leemos.

                                                                                                                              No es mucho más lo que se pueda añadir. Pero es fácil presentirlo: el Proust después de Proust es para proustianos; todo lo que leemos y encontramos ahora es para comprender, interrogar o complementar algo que antecede o sucede al genio del mundillo.

                                                                                                                              De ese que dijo como nadie había dicho: “A nuestra cuna traen las hadas los regalos que endulzarán nuestra vida. Algunos aprendemos a usarlos bastante deprisa y por nuestra cuenta, parece que nadie necesita enseñarnos a sufrir”.

                                                                                                                              En “El remitente misterioso” hay unas pinceladas que, en el más optimista de los casos, sirven de incentivo para llegar a la contemplación del sistema que compone el cuadro.
                                                                                                                              Foto: Archivo particular

                                                                                                                              Una diferencia entre un gran escritor, y un escritor, es que del primero queremos conocer hasta sus tachones. Presentimos que podemos extraer algún brillo de sus yerros: una oscura iluminación que explique el instante que hace inasible el hechizo. Eso es este libro: esbozos que insinúan, bosquejos que tantean desarrollos, nombres que prometen ser personajes. Y también -y nótese la paradoja: Proust denostaba el estilo de crítica literaria de Sainte-Beuve, pero su vida y obra son casi imprescindibles- sus obsesiones y prevenciones: esa manera tan suya de hibridar géneros, de regodearse en el trágico encanto del desamor, de describir, de esconderse en la metaficción, de ocultar su homosexualismo.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Le sugerimos leer: Anton Chéjov, un hombre de cuento (IV)

                                                                                                                              Al lector que le interese indagar sobre este respecto le quedan las clarividentes precisiones del contexto proustiano que hace Luc Fraise. Igual o más regocijantes que las notas de Mauro Armiño en la edición de lujo de Valdemar (A la busca del tiempo perdido, Madrid, 2015).

                                                                                                                              Sigo: son conocidas las influencias estilísticas de Balzac, Ruskin, Robert de Montesquiou y Henri de Régni; es conocido que el escritor que se menciona en toda la obra, Bergotte, está basado en Anatole France. Es sabido que además de los salones, el tiempo y el esnobismo, Proust es un pesimista -en un ensayo Emil Cioran reconocer haber leído en repetidas ocasiones las tres últimas obras que componen la mágnum opus del francés-, un heredero conflictivo de Schopenhauer: la desesperanza inherente a la existencia, y el estilo que el filósofo alemán renegaba de sus coetáneos Schelling y Hegel; en suma, dos obsesos del lenguaje. Todo esto, venía diciendo, es conocido. Atención: lo que nos revela el libro es un nuevo elemento de creación: la del sociólogo Gabriel Tarde, dos tratados que parecen ser fundamentales en la sustancia del retrato social de sus personajes.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Podría interesarle leer: Del Barroco a la eternidad, la obra de Elisabetta Sirani

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                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              La inseguridad amorosa que fulgura en “La Prisionera” y “Albertine desaparecida” es apenas rozada en páginas como “Recuerdo de un capitán”, “La conciencia de amarla”, “Así había amado”. Textos -no llamemos cuentos- de los que no es necesario lanzar juicios de valor, pues implicaría entrar en una controversia que traspasa lo literario. (Si Proust mantenía ocultos estos bocetos, si no los dialogó con nadie, si no eran de su gusto, ¿por qué difundirlos ahora?).

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                                                                                                                              Por Jaír Villano / @VillanoJair

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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