El Magazín Cultural

Putear, tejer y ser artista para “guerrearse” la vida

Esta es la historia de ella y de ellas. De las prostitutas que pasaron de ser parte del paisaje de las calles de Medellín a ser las protagonistas de su propia creación artística.

Paulina Tejada Tirado / @PauliTejadaT
19 de marzo de 2018 - 01:41 a. m.
 “Las guerreras del centro” conquistan los hilos y los teatros como su propia forma de reivindicar su oficio y tomar la palabra.      / Juan Fernando Ospina
“Las guerreras del centro” conquistan los hilos y los teatros como su propia forma de reivindicar su oficio y tomar la palabra. / Juan Fernando Ospina

Ella sabe lucharse la vida parándose con la minifalda bien puesta en una esquina de Medellín con la misma fuerza con la que conquista un teatro. Y no le importa que la toquen. Es su trabajo. Pero prefiere ser ella quien manosee la mente de la gente contando su historia, derribando prejuicios a través del arte y de su gran artilugio: su cuerpo.

Se llama Mery, o tal vez Carolina, Gladys o María. Puede tener cara de Jaqueline, de Johana o cuerpo de Gloria. Es posible que tenga arrugas en las manos, que le falte un par de dientes o que su pelo refleje aún la juventud. Tal vez repose su erotismo entre unas mallas fucsias, como la pintan en las novelas, o debajo de una chaqueta verde y un pantalón. No importa. Ayer fue parte del paisaje y hoy es la protagonista de su obra. Ella es artista, costurera y puta. Al lado de otras “ellas” es una guerrera del centro de Medellín.

¿Sus batallas? El machismo, la noche, los agentes de Espacio Público, los políticos que utilizan su aniquilación como maniobra electoral y la que se cree mejor mujer por no ser prostituta y le escupe en la calle. ¿Su gran combate? Encontrar su voz, sentirse digna de crear su relato, saberse poderosa y reconocer su sabiduría.

Pero nada pasa al azar y por eso pasó Nadia. Nadia Granados. Una colombiana que, al llegar al Museo de Antioquia, en vez de mirar los cuadros, divisó su periferia. Y fue ahí, quizá, cuando la vio asoleándose en la arista de uno de los muros. Granados quiso hablar de ella, con ella, desde ella, para ella, y por eso trabajó más de un mes a su lado, gracias al apoyo del museo y de su curadora Carolina Chacón, en la construcción de una puesta en escena en la que ella misma eligiera qué historia contar.

“Pensé, ‘ay, ¿qué voy a hacer si no soy actriz?’. Pero luego entendí que, si tengo un talento desarrollado, es ese. Desde que entro con un cliente a un cuarto estoy fingiendo y hasta los orgasmos más falsos me salen naturales. Entonces sí, sí podía actuar, aún más sabiendo que iba a compartir algo de mi vida”.

Y se atrevió.

Ella es una de las ocho trabajadoras sexuales, como las llaman los formales de afuera, que desde su capacidad de resiliencia y creación parieron un performance que desgarra, que perfora, que deja atrás las hipocresías morales y reta a tener una conversación profunda a todo el que lo ve. Se bautizaron “Las guerreras del centro” y, a su obra, Nadie sabe quién soy yo.

“Soy una guerrera porque me la he guerreado en las calles del centro y esas no son para cualquiera. Uno tiene que ser muy guerrera para vivir esta vida, para enfrentar las pequeñas violencias de todos los días. Y de las noches”.

Por eso es que ella se come una rosa cuando se presenta delante del público. Se atraganta con sus pétalos, sus espinas, “porque mi esposo se bebía la plata con la que lo sostenía, llegaba borracho y me pegaba. A los dos días, me llevaba rosas. Las mismas que me tocaba tragar porque a las dos horas volvía y se iba”.

O quizá también por eso se toca los senos. Primero los acaricia. Luego se los estripa. De arriba abajo. Desde el pezón hasta la axila. Y es que ella, después de aguantarse el manoseo de los que pagaron por sus servicios, quiere aprovechar el escenario para enseñarle a la audiencia a hacerse un autoexamen, a conocerse las tetas y cuidarlas, “porque son más que un objeto para dar placer”.

Tal vez por eso coge el micrófono y cuenta chistes. Sí, chistes, “porque de la vida en la calle también nacen anécdotas que dan risa más allá del dolor”. O por eso baila, porque tenía que poner colchones en las ventanas de su casa para que las balas perdidas no mataran a sus hijos y, después de sufrir la guerra y no hablar por miedo, dice que “ahora mi denuncia es el baile”.

Y, así, como ella misma lo define, “pasé de ser un pedazo marginal más de la ciudad a ser parte de algo que impacta la sociedad, que conmueve a las personas, que hace que regresen a verme”.

Entonces ella comenzó a presentarse, a entrar a teatros en los que ni había pisado la acera. Y en esas fue cuando Melissa Toro la vio junto a las demás “ellas” y se enamoró. Se unió al proyecto desde el diseño de vestuario, para lo que estudió, pero logró trascenderlo y unirlas como un colectivo. De ahí nació “Tejiendo historias”, la excusa perfecta para reunirlas cada semana en un costurero, pero también para generar un encuentro íntimo y tranquilo con el resto de la ciudad a través del acto sanador de tejer.

“Coges aquí y dale por detrás. Damos una ‘vueltacanela’ y la metes por acá. Así. Y ya ahí empezamos: cadeneta, punto, cadeneta, punto. Que no quede flojo”. Ella ahora es la profesora.

Desde entonces, el claustro San Ignacio de Comfama, también en el centro de Medellín, es testigo cada jueves del cara a cara entre universos tan distintos y cercanos a la vez. “Es un ejercicio muy bello, porque se sientan una abogada, una médica, una estudiante, una empleada del servicio y una trabajadora sexual a coser y narrarse. Cuando esto sucede es que se empiezan a derribar los muros”, cuenta Toro.

A ella, que la juzgaban por puta, ahora la entienden. Y ella, que les tenía resentimiento a las mujeres que pasaban en carros lujosos y trajes de oficina, ahora sabe que, como ella, también tienen sus batallas. “Ellas pensaban que era una vieja ‘de la vida fácil’, en cambio yo pensaba que a ellas la vida les había puesto todo fácil. Pero acá cosemos juntas, conversamos y comemos galletas. Nos miramos a los ojos y despejamos de la mente tantas incógnitas y prejuicios”.

Y así se pasa la vida Mery, o Gladys, tal vez María, Jaqueline, quizá Gloria, Carolina o Johana. Ella no tiene por qué despedirse de la prostitución, pues es su oficio, pero a través del arte la dignifica, toma la palabra, usa su cuerpo como motor de expresión, como manifiesto de vida. Como la mejor arma para seguirla “guerreando”.

*La historia de Ella fue realizada a partir de los relatos y las voces de Luz Mery Giraldo, Gladys Restrepo Rojas, María Adela Villa, María Delia Flores, Jaqueline Duque, Carolina Gómez, Johana Barrientos y Gloria Zapata Rojas, “Las guerreras del centro”. Su “performance” se presentará nuevamente a partir del 22 de marzo en teatros de Medellín. Próximamente visitarán Bogotá.

Prostitución y arte

Charles Baudelaire, poeta francés, se preguntó alguna vez qué es el arte, a lo que respondió de manera tajante: prostitución. La relación que a lo largo de la historia se ha dado entre la prostitución como el oficio más antiguo del mundo con las artes, data de pinturas, tejidos, poemas y personajes ficcionales. Desde Plutarco hasta Engels, la prostitución ha sido vista desde los ojos del rechazo por su aparente estado de degradación social, hasta los ojos de admiración por una supuesta necesidad del poeta de confluir y compartir amoríos clandestinos con prostitutas, tal como lo analizaría Walter Benjamín sobre la obra de Baudelaire. 

En la pintura, titanes del pincel y el trazo como Picasso, Andy Warhol y Francis Bacon también guardan una afinidad en su obra con esa cercanía tácita entre el arte, la prostitución y un resultado que, desde la estética, puede ser juzgado o valorado según la moral y la condición social.

Por Paulina Tejada Tirado / @PauliTejadaT

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar