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Los nombres de todas las hojas: reseña de “The Botanist”

Esta película, dirigida por el director chino Jing Yi, narra la historia de un joven kazajo llamado Arsin que encuentra refugio en la compañía de las plantas.

Gabriel Avecilla

28 de octubre de 2025 - 01:00 p. m.
"The Botanist" es la ópera prima de Jing Yi.
Foto: Cortesía BIFF 11
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Cuando recorro con los dedos una grilla de programación y veo el nombre The Botanist, pienso, obviamente, en las plantas. Luego, por un momento, pienso en la profesión del título, cuya labor es nombrarlas, como si se tratase de un capricho de encerrarlas en una tierra llena de verbos. Es esa exigencia humana de no soportar lo indecible. Me detengo; hace mucho frío en la Cinemateca de Bogotá. Entro a ver The Botanist, de Jing Yi.

Salgo y sigue haciendo frío, de paso llueve. Pienso que si hay una profesión que nombra a las plantas debería haber una que nombre a las nubes. Quizá la hay y no la conozco. Sin duda, la botánica tiene mucho más sentido. Sobre todo, cuando se diferencia la botánica científica de aquella que proviene de la ancestralidad. No es lo mismo graduarte de la Universidad Central del Ecuador y llamar a una planta Dracaena Trisfasciata, que ser kazajo en una remota región al noroeste de China y querer nombrar a las grietas de un árbol con el nombre de tu bisabuelo.

Sin embargo, la persistencia por nombrar sigue presente, tanto para aquellos con su título registrado en las bases de datos de centros educativos como para quienes llevan un cuaderno embutido de plantas. Con The Botanist podría arriesgarme y creer que es aquella imposibilidad de nombrar lo que atraviesa la película.

Arsin, el pequeño botánico kazajo, inicia diciéndolo directamente con una tierna cartografía donde yacen nombres cercanos al suyo, pero no el de él. Como si corriera por su cabeza la idea de que si los árboles no susurran su nombre entonces nadie lo hará. Esto se agrava aún más cuando menciona vivir en un pueblo al norte de Xinjiang, la región del extremo norte de China que bordea Kazajistán. Esta complejidad geográfica aumenta para mí cuando encuentro que Xinjiang se traduce como “nueva frontera” y es evidente que cuando uno es parido en los márgenes, su identidad puede quebrarse como hoja seca en cualquier momento.

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Camino de regreso cubriéndome de la lluvia con los árboles. Veo esas hojas vivas, danzando con el viento, y pienso en la película, en que el director había errado en el nombre, porque lo de botánico desaparece en grandes tramos de la cinta. Pero en realidad es una trampilla, de esas que arden cuando uno se da cuenta.

Ser botánico para Jing Yi tiene que ver con el acto de renombrase a sí mismo, con el gesto de proclamar una identidad. Para Arsin todos los cuerpos son hojas, algunas ya marchitas o enfermas, por lo que la botánica en la película tiene que ver con nombrar a los cuerpos, a esa carne sin sitio, a esos seres fronterizos que se sienten desplazados, migrados, o incompletos; incluso tiene que ver con el conflicto entre lo ya nombrado, como su “hermano”, a quien no puede enunciar por su parentesco real: su tío.

Jing Yi permite entonces que Arsin ficcionalice esa incapacidad de lo no nombrado con imágenes impronunciables, como caballos poetas u hombres empalados por árboles. Arsin inventa su propia nación para que la carencia de patria no signifique una carencia de tierra, sino la urgencia de reinventarse. Y cuando esta no sea suficiente, brotan esporádicamente personas como Meiyu, que nos convierten en verbos.

Meiyu, una niña Han que atiende un local en el pueblo, cuyo conflicto se basa también en el desplazamiento y, por lo tanto, en resistir con su nombre en nuevas tierras, es quien nombra por primera vez a Arsin a través de juegos, de abrazos y de huidas. No solo porque hay una complicidad entre ambos, sino porque esta amistad derrumba una frontera inútil basada en que uno es kazajo y la otra es Han, y que la historia de la guerra ha dicho que entre ellos debe haber una enemistad perpetua.

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En la cumbre de ese encuentro, Meiyu se va, lejos, pero en Arsin queda el aprendizaje de que las fronteras hacen llagas en el cuerpo y que uno tiene que tumbarlas si sueña con la posibilidad de un herbario infinito que reúna a todos los nombres de las hojas. No digo esto como una invitación a olvidar las fronteras, sino de reconocerlas como lo propone Jing Yi: como heridas históricas.

The Botanist propone pensar en la botánica como la acción prevalente y necesaria de renombrarse constantemente, de reinventarse de maneras infinitas, de pensar en la posibilidad de un herbario universal donde los nombres no sean jaula sino rocío.

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Vuelvo a coger la grilla y vuelvo a ver el título The Botanist, ya no pienso solo en plantas, sino en nombres, en cuerpos; ya no pienso que nombrar sea una condena, sino una manera de resistencia para quien se le ha negado un nombre.

Por Gabriel Avecilla

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