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Rulfo, el otro provocador de sueños

¿Por qué Pedro Páramo, del mítico narrador mexicano, sigue siendo un clásico de la literatura latinoamericana? Recuperamos este texto, publicado en el 2015, en homenaje a los 35 años de fallecido que cumple el escritor mexicano.

Alejandro Alba García
08 de enero de 2021 - 01:00 a. m.
Después de haber escrito "Pedro Páramo", Juan Rulfo dejó de publicar.
Después de haber escrito "Pedro Páramo", Juan Rulfo dejó de publicar.
Foto: Cortesía

Como entre imágenes veladas que se asocian de manera aleatoria y paradójica, recuerdos de un ayer brumoso y de todo aquello que permanece en nosotros, inconsciente, para revivir en un laberinto onírico, el relato de Rulfo nos habla de la más pura realidad, de la más pura literatura, con el magistral acierto de una prosa lírica y de un juego narrativo que atrae. Hablo de la novela Pedro Páramo, con motivo de la efeméride del sexto decenio de su publicación, que se celebra este año. A seis décadas de la aparición de la novela, y a casi tres de la muerte de su autor, Pedro Páramo sigue siendo un texto que genera intereses diversos y que nos habla, como las voces en él, de la compleja y enigmática condición del hombre en el mundo.

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Llama la atención que la obra de Rulfo permanezca vigente, pero no sólo porque se siga leyendo, sino porque sigue inquietándonos acerca de eso que podríamos llamar la experiencia humana, a pesar del tiempo que nos distancia de ella, y que cada vez va siendo más vertiginoso y líquido. Aunque pudiera ser una anacronía volver sobre una historia ambientada en un pueblo desdibujado, desértico, poblado de campesinos y gentes abandonadas, que habitan entre el calor y el polvo, entre la miseria y la guerra, no lo es. La novela es un canto inmortal a la angustia y a la nostalgia, de modo que en la recreación de esas voces, que alguna vez pertenecieron a alguien en la tierra, la novela se convierte en metáfora de la soledad, del amor, del olvido y especialmente de la vida.

Poco importa que parezca inverosímil, por ejemplo, la historia de amor de Pedro Páramo y Susana San Juan. Rulfo nos hace escuchar los susurros de la memoria de este personaje, de ese terrateniente despiadado, pero que en ocasiones recuerda su infancia entre la miseria y la felicidad efímera, felicidad que se ha perdido para siempre. Y escuchamos en esos susurros los nuestros. Un hombre común recuerda el amor infantil que perdura en el tiempo, incluso, para el personaje, más allá de la muerte, y cuya persistencia resuena en un eco inmortal. El amor hacia Susana San Juan inspiró a don Pedro (como al J. Gatsby de Scott Fitzgerald) a buscar a toda costa conseguirlo todo para aspirar al afecto de su amada. Luego de treinta años de espera, puede don Pedro, al fin, traer a Susana San Juan a su hacienda, la Media Luna, pero Susana, perdida en el recuerdo de lo vivido y en su locura amorosa, nunca lo ama, pues ama a otro hombre que ya había partido. Y así muere: enamorada, como don Pedro, de una sombra.

Mencioné a Gatsby, quien nunca consigue compartir su vida con Daisy, aunque cuente con su amor de manera ocasional. Esta imposibilidad obedece al destino fatal, la diferenciación social y el accidente que la misma Daisy provoca, y que los separa para siempre. Podríamos pensar también en Florentino Ariza, el personaje con que García Márquez reelabora la figura de un amor que lo espera todo, en su afamada novela El amor en los tiempos del cólera. Florentino sí consigue compartir el amor, aunque sólo en la vejez, con Fermina Daza. No ocurre así en la novela de Rulfo. Sin embargo, el amor de Pedro Páramo, pese a que no fuese correspondido, traspasa el límite de la muerte. Este hecho parece aún más relevante que el de haber perdurado desde la infancia hasta la vejez. Sabemos esto ya que nos es narrado desde la muerte, por las voces de los habitantes de Comala, almas en pena: muertos que continúan vivos. Este amor, como en el bello poema de Quevedo titulado Amor constante más allá de la muerte, traspasa las barreras de la vida, como lo hace (nos enteramos al terminar la lectura) toda la narración. En el poema del Barroco español, la “llama” del amor nada a través de las “aguas frías”, que evocan necesariamente el Aqueronte mítico, río donde todo se hundía excepto la barca de Caronte, y donde es obligatorio el olvido para ser acogido en el Hades. El poema menciona “venas y médulas”, cuerpos muertos, que perecen en la “postrera sombra”, pero aun así, el poeta anota para finalizar que estos “serán ceniza, mas tendrán sentido. Polvo serán, mas polvo enamorado”.

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En Pedro Páramo, así como el amor, todo lo que se nos revela sobrepasa el plano temporal y se traslada al atemporal, al de la eternidad, al del tiempo sin tiempo, el lugar sin límites de lo desconocido. La novela entera, donde las voces, recuerdos, sueños, quejas, visiones y demás acontecimientos que ocurrieron a los habitantes de Comala se mueven en el aire, se convierte en polvo, pero tiene, para nosotros, un inmortal sentido.

Dije arriba que la novela es una metáfora de la vida y por lo tanto de la muerte. Pero, creo, también es metáfora del silencio. El silencio, por el que optan los múltiples narradores, los personajes, el silencio que invade los escenarios, las voces y demás, termina por acallarlo todo. Al final, también el autor decide permanecer en silencio.

Enrique Vila-Matas escribió a este respecto sobre Rulfo en el libro Bartleby y compañía. Vila-Matas ubica a Rulfo en el curioso grupo de aquellos escritores que renunciaron a su oficio, y prefirieron no volver a escribir: los bartlebys (nombre que le asigna el español al selecto conjunto, evocando al personaje del relato de Herman Melville, Bartleby el escribiente, el oficinista que a cualquier pedido u oficio que se le encomendase contestaba impávido: “preferiría no hacerlo”). Vila-Matas supone una completa negación de la literatura por parte de estos creadores silentes, que se han sumido en lo que él llama “el laberinto del No”, y para quienes el ejercicio literario pasó a ser una experiencia completamente negativa, inabordable: con el tiempo simplemente decidieron guardar silencio.

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Durante algún tiempo, mientras vivió Rulfo, se habló sobre una nueva novela que publicaría. Se dijo que se titularía La cordillera; luego, el mismo autor negó ese título y en una entrevista en Madrid dijo que pronto terminaría esa novela nueva, aunque no le hubiese puesto un nombre aún. Mentía deliberadamente. Rulfo nunca publicó nada más y prefirió guardar silencio hasta su muerte. Vila-Matas recuerda la fábula de Augusto Monterroso, inspirada en su amigo Rulfo, publicada en 1969 y titulada El zorro es más sabio. La fábula trata de un aburrido zorro que se convirtió en escritor y que publicó un par de libros que tuvieron gran éxito. La acogida de las academias y las publicaciones giraron en torno a los dos maravillosos libros del tranquilo zorro; este se dio por satisfecho y no publicó más nada.

Los demás, luego de ver que no publicaba, insistían al zorro animándolo para que publicase algo nuevo, pero este, aunque no lo decía, pensaba para sí que lo que querían los demás era que publicara algo malo y jamás lo hizo. El silencio de Rulfo llega a 60 años, pero la verdad es que hemos de sentirnos más que satisfechos porque el sabio zorro se haya animado a publicar sus dos libros.

El País de España publicó el mes anterior, y también con motivo del aniversario de Pedro Páramo, un artículo en el que decía que nunca conoceríamos a Rulfo, pero que no dejaríamos de intentarlo. Pienso que probablemente escuchando en silencio su silencio, que además nos habla no sólo de su obra sino de su persona, sería un camino posible. Es probable, también, que en realidad no lo conozcamos nunca, pero quizá haya otra probabilidad más esperanzadora, aquella que sugirió Amélie Nothomb en su libro Una forma de vida, donde afirma que “la lectura permite descubrir al otro conservando esa profundidad que sólo se tiene cuando se está solo”.

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Ojalá que la lectura de Rulfo nos permita descubrirlo, conocerlo en su soledad y en su silencio cautivador. Encontrarlo, por ejemplo, en un personaje tan impensable como el de Inocencio Osorio, el Saltaperico, un diestro “amansador”, que realmente era un “provocador de sueños”: un hábil seductor. El personaje aparece en el principio de la novela y es quien convence a Dolores Preciado de no dormir con Pedro Páramo la noche en que estos contraen nupcias. Era Osorio un seductor experto, de quien se dice que enredaba a las mujeres, que entre palabrerías, caricias y otras maniobras “al cabo de un rato producía calentura”, puesto que “picaba por tantos lados que con alguno tenía que dar”. Esta imagen del seductor la tomo de Diógenes Fajardo, quien en su libro La fiesta del nacimiento de nuevos sentidos rescata este personaje menor y lo explora para identificarlo con el maestro de literatura. Yo la tomo prestada aquí para dar título a esta nota y para suponer que otro (y quizás el mayor) provocador de sueños es el escritor. Un seductor brillante que se acerca con propuestas hábiles que terminan por deslumbrarnos y convencernos, que acaban por encender en nosotros un apasionado deseo, un inesperado placer. Esta nota no es otra cosa que una insuficiente invitación a conocer a un genio seductor, a un constante provocador de sueños, a Juan Rulfo, a través de su obra.

Por Alejandro Alba García

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