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La de entrega, que se llevó a cabo el pasado 14 de noviembre, se dio de acuerdo con la resolución del Consejo Superior de la Universidad del Valle. “Julio César Londoño pertenece a ese grupo de escritores que se hacen solos. Su obra variada y erudita refleja la enorme disciplina de su formación intelectual, el rigor del ensayista, la voluntad de ser un divulgador de temas científicos simplificados para el gran público, el trabajo de relojería de hacer un buen cuento, la generosidad de convertirse en un profesor de literatura que solo busca enseñar a escribir”, destacó el rector de la universidad, Guillermo Murillo Vargas.
A continuación, presentamos el discurso que dio Julio César Londoño durante la ceremonia:
Los mapas del pensamiento
Aunque he escrito miles de páginas, esta me costó mucho, fue más difícil que los obituarios de mis muertos, y más incluso que un ensayo sobre el tiempo, que me tomó una eternidad. Escribir sobre uno mismo es imposible porque no somos uno, somos varios, por lo menos dos: uno de ellos es un pavo real y el otro es una cucaracha. Qué seré hoy. Depende de los astros, dicen los brujos, o de los niveles de litio, dicen los siquiatras, esos alquimistas del alma.
Claro que podemos ser híbridos, alto pavo real y minúscula cucaracha, reconocer que hay dos sujetos aquí, pronunciando un discurso que ojalá sea plegaria: uno de ellos es Londoño, el doctor de humanidades, y yo, que soy apenas Julio, un señor que envejece para que Londoño pueda escribir sus ensayos. El problema es que un argentino ya gastó este ardid y escribió una página, esquizoide y perfecta, «Borges y yo», el siglo pasado. Borges, principio y fin de todas las rosas. No resisto la tentación de repetirla aquí:
«Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero lo hace de un modo vanidoso que las convierte en atributos de actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página».
Así somos todos. Un momento somos divinos, superinstagram, y un segundo después somos humildísimos, ínfimos que Gregorios Samsa.
Cuando recuerdo que son doctores en letras de Carmiña Navia, Estanislao Zuleta, Juan Manuel Roca, Manuel Zapata Olivella, Fernando Cruz, Enrique Buenaventura, Manuel Mejía Vallejo, Óscar Collazos, siento la incomodidad del fulano que no encaja en la foto, sospecho que los astros confundieron a los severos jueces del Claustro de la Escuela de Literatura, del Consejo de la Facultad de Humanidades, el Consejo Académico y el Consejo Superior, quienes sopesaron mis labores y decidieron abrumarme con un doctorado que acepto con una mezcla confusa de orgullo y embarazo.
Dudo de mis méritos para ser doctor en literatura. Todos dudamos del valor de nuestras obras. Aunque no pretendo compararme con ellos, sé que dudan de sus obras los genios, de su fe los santos y de sus blasfemias los herejes. Y está bien, es un sano mecanismo de autocrítica y de cautela. El valor de las obras de arte es subjetivo, y las verdades de la ciencia son falsables. El arte y la ciencia son potencias humildes. La Religión es otra cosa. La Religión quiere sacralizar el mundo, la ciencia quiere descifrarlo, el arte lo celebra o lo maldice, dependiendo de la bilis del día, cuyo color varía según el litio, según los astros.
Son tres miradas distintas pero todas trazan mapas del universo, planos del laberinto. Los mapas de la religión son relatos cosmológicos o códigos morales, y son eternos e inmutables, como corresponde a la soberbia de los dioses. Los mapas de la ciencia son modelos matemáticos o sociales, y son imperfectos y temporales, como los hombres y las mujeres que los dibujan. Los mapas del arte escapan a las definiciones. El arte fue primero una operación de magia parasimpática, como las pinturas de caza de las cuevas y las esculturas que celebraban el milagro de la gestación. Luego el arte fue figurativo, espejo del mundo. Ahora puede ser oscuro, abstracto o expresionista, un grito de furia o una oración pagana.
Al cerebro le gustan los mapas, lo tranquilizan, me dijo Rodolfo Llinás un día. El «yo», dijo sin vacilaciones, es una construcción del cerebro para darle a esa cambiante criatura que somos, una sedante sensación de identidad en el espacio y de permanencia en el tiempo.
Todos dudamos de todo, en especial de las palabras. Es una reserva sensata. La elocuencia de las palabras puede simular la sabiduría, como advirtió una señora sabia y elocuente, Margarita Yourcenar. Pero también es cierto que pensamos con palabras. Tal vez la palabra nunca defina completamente la cosa, pero se le acerca. La palabra es la mejor traducción que tenemos de la cosa. Es lo que hay, y no es poco. Recordemos, por ejemplo, que el capitalismo y el socialismo son doctrinas netamente verbales, o, si usted prefiere, religiones que adoran divinidades opuestas. El capitalismo privilegia el mercado y el orden, al socialismo le preocupan la gente y la libertad. China, Nueva Zelanda y los países nórdicos están encontrando bellas soluciones intermedias.
Otro ejemplo de artefacto verbal es el cristianismo. Jesús, el famoso disidente judío, construyó un relato poético, lo ilustró con parábolas verbales, lo apuntaló con razones humanistas, lo ungió con la leche de la bondad y lo puso en escena con milagros espectaculares. Sí, es verdad, lo lincharon y lo crucificaron en una ceremonia burlesca. Pilatos hizo un gesto y Jesús desapareció, pero unos siglos después Jesús hizo un gesto contrario y Roma fue el Vaticano.
Hago este largo rodeo para demostrar que las palabras, esas criaturas frágiles, hechas de viento y fonemas, pueden ser más duraderas que los césares, los muros y las espadas. Para recordarles que una canción nos puede llevar al cielo, o partirnos el corazón.
Así las cosas, cómo no agradecer que la vida haya dado el número de vueltas exacto para convertirme en un hombre de letras. Hice mi parte, por supuesto, mi lámpara siempre se apaga a altas horas de la noche, pero muchas personas trabajaron y lo hicieron posible. La primera fue mamá, una viuda que levantó siete hijos, una modista que podía hablar con la boca llena de alfileres, una mujer pobre que solo pudo darme dos regalos los números y las letras. Gracias, mamá. Y mis hermanos, que trabajaban mientras yo me dedicaba al oficio más principesco y delirante del mundo, leer. Nunca me lo reprocharon, a pesar de que no éramos un familia de señoritos. Así perdí la oportunidad de contestarles: estoy preparando mi doctorado en letras.
Sí, los lectores. Qué sería de los escritores, de los poetas, de los periodistas, de los historiadores, de los ensayistas de ciencia sin ese multitud de personas anónimas, sus lectores. Qué sería de cualquiera de nosotros si no pudiéramos consultar información escrita. Y qué pobres seríamos todos si el lenguaje solo nos sirviera para informarnos, si no pudiéramos apreciar la poesía de un ensayo o morir con la línea de una canción.
Les debo todo a los escritores clásicos, pero les debo más a mis amigos escritores. No solo me regalan libros, fiestas y conversaciones, y critican mis ejercicios con franqueza, sino que me dan lecciones de vida y enseñan con el ejemplo. Mis amigos escritores publican libros de otros escritores, traducen libros de otros, van a las cárceles y enseñan el arte de la crónica y el arte de la poesía, traman con los presos fugas de tinta, urden con ellos versos libres, organizan conciertos, exposiciones, foros, seminarios. Son quijotes en bicicleta que se la pasan enriqueciendo el mundo y escriben sus libros en los ratos libres.
Pienso en amigos tan queridos como Darío Henao, José Zuleta, Darío Jaramillo, Piedad Bonnett, Lucía Donadío, Betsimar Sepúlveda, Hoover Delgado, Horacio Benavides, William Ospina, Harold Alvarado, Rómulo Bustos. Qué generosa es la vida que nos permite caminar un trecho del camino con personas tan singulares y pensar que somos tan inteligentes como ellos.
De todos ellos aprendo y armó mi paleta de recursos. A todos les robo algo, a veces una frase, a veces párrafos enteros, pero no les importa, el bosque no echa de menos una hoja.
Como el triunfo es la excepción, no la regla, celebro esta noche feliz y dedico este triunfo a mis amigos y al muchacho que asesiné un domingo. No tuve alternativa. Yo andaba de malas pulgas porque Univalle me echó a la calle por una pequeñez política y otra pequeñez académica. «Subterráneo nivel académico», decía la nota, y era justa. Yo vivía una época de espléndida bohemia, pero los domingos pueden ser fatales. Sobre todo las tardes, que ya están amenazadas por la sombra del lunes. Recuerdo que estaba leyendo La cruzada de los niños de Marcel Schwob en la banca de un parque y tenía dos sueños opuestos: quería ser Schwob porque ya sabía que las letras podían darme todos los alimentos que necesita el espíritu, y quería ser matemático porque desde niño me sedujo el brillo inhumano de la matemática, su perfección, la manera como encajan las cosas en ese orbe de precisos cristales. Pero ya lo había pensado y comprendí que era incapaz de ejercer bien los dos oficios. Que mi cabeza no daba para tanto. Ese día decidí ser solo escritor y dejé tirado en la banca al agonizante pichón de matemático. Nunca supe qué fue de él. Quizá nada, tal vez la sombra de un número. Todavía me duele su suerte. Especialmente para ti, querido, va este título que hoy me otorga mi Universidad del Valle.
Para cerrar, permítanme citar de nuevo a Borges y repetir una frase suya que uso como una recarga de morfina espiritual en momentos de vacilaciones:
«Nada se construye sobre la roca. Todo lo construimos sobre la arena, pero nuestro deber es construir como si fuera roca la arena».
