El Magazín Cultural

Un capítulo del libro “Acuérdate de los monstruos”

Presentamos un capítulo de Acuérdate de los monstruos: Rafael y Gabriel nacieron en una familia de marineros y contrabandistas, son siameses. Y aunque monstruosos, tienen un don mágico: su canto les permite alterar la realidad, realizar milagros y arrebatar seres del dominio de la muerte. Su destino, ser los últimos testigos de un mundo agitado y picaresco que está a punto de desaparecer. Un mundo de monstruos.

Jean-Luc A. D’Asciano
12 de mayo de 2023 - 01:00 a. m.
Imagen de la portada del libro.
Imagen de la portada del libro.
Foto: Archivo particular

Mi hermano acaba de caer en coma, a menos que de hecho ya esté muerto. De ser así, habremos realizado un milagro adicional, una nueva obscenidad, aquella de estar a la vez vivos y muertos. Porque más que el guardián de mi hermano, yo soy mi hermano, su gemelo, su carne, su doble perpetuo: somos siameses. Nuestra apariencia externa es decepcionantemente simple y violenta: tenemos tres piernas, dos sexos, dos brazos, dos cabezas. Nuestros órganos internos son tan complejos que describirlos, comprenderlos o simplemente enumerarlos conduciría a la más extraña de las blasfemias. Mi hermano, mi eterno zurdo, parece estar muerto. No tardaré en unirme a él. Sofía nos vela, Sofía nos llora, nuestra hermana, nuestra madre, nuestra devota, tan increíblemente delgada y casta, tan increíblemente necesaria. Pueda ser que nuestra muerte la libere. Me gustaría cantar.

Nacimos monstruosos y nuestra vida fue bella. Nacimos en toda la mitad de un verano admirablemente cálido. Ninguna señal misteriosa —lluvia de sapos, migración de ratas, paso de un cometa de puntualidad alterada, nacimiento de ovejas de seis patas, gira por la comarca de saltimbanquis con cascabeles— presagió nuestra llegada. Simplemente el vientre anormalmente redondo de nuestra madre, su grito de dolor cuando dio a luz, su silencio obstinado cuando nos vio. La comadrona que había presidido nuestro parto, ella sí habló. Se dice que no pudo evitar vomitar al vernos, no tanto por nuestra deformidad, sino a causa de nuestra vitalidad: cuando estaba pensando en acortar nuestra existencia, se encontró con nuestra mirada doble. Estábamos excepcionalmente vivos, indudablemente humanos, y la mujer percibió aquello como una amenaza extrema. La imposibilidad que sentía de tomar una decisión, el aturdimiento que la invadió, la manera como nuestra madre la observaba, causaron que la partera saliera corriendo de la casa, vomitara y luego huyera hacia el pueblo. Allá estaba el mundo, los hombres, la vida simple y el cura. Llegó jadeando y habló. Un horror, un milagro, una cosa. Nosotros.

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El pueblo emprendió una procesión. Una procesión pagana y peligrosa: el cura estaba al cuidado de su hijo, a cierta distancia de la aldea, en dirección totalmente contraria a nuestra finca, y, por lo tanto, no sabía nada de este nacimiento del bicéfalo. Los gemelos del Diablo. Una abominación. Un riesgo para la cosecha. Demonios grotescos, estúpidos y malvados, disfrazados de bebé. Nuestras miradas eran de brasa; nuestros dientes, sierras asesinas de cocodrilo. Nuestra madre, devorada en su interior, sangraba. Estaba rezando por su alma en una lengua desconocida, aprendida en las noches del sabbat. ¿Y el padre? ¡Dos hombres a la vez! Un buey. Un carnero. ¡Un carnero, por el doble error!, siseó Mosca. Un león. Un moro. Un muerto. El Diablo en persona. Demasiado feos para ser hijos del Diablo, se mofó Mosca. No suficientemente feos para ser hijos tuyos, replicó una voz anónima. Entonces el idiota del pueblo, el carnicero, incluso tal vez el gendarme. ¿Un dromedario quizá? ¿Y eso? ¿Desde hace cuánto están viniendo dromedarios por acá? ¿Un dromedario volador? ¿Por qué no entonces un hada macho? ¡Un fauno, Mosca, un fauno! En todo caso ¡un no humano! ¿Por qué no tú? ¿No eres acaso el hijo de una mosca? ¡Y tú el padre de un ganso! De modo que las especulaciones sobre nuestro progenitor fluían rápidamente, convirtiéndose en fuente de regocijo y emoción: un bebé, incluso uno de dos cabezas, no tiene forma de defenderse.

Pero por desgracia para ellos, mi hermana Sofía estaba ahí. Tenía doce años, sabía cocer el pan, pero no le gustaba comer. Frecuentemente desaparecía durante jornadas enteras. Nadie en el pueblo sabía entonces qué se traía entre manos. Sin embargo, dado que había siempre carne en la casa aunque nuestros hermanos fueran pescadores, se podía adivinar fácilmente el carácter de sus actividades. Por ejemplo, el lunes la familia comía a menudo conejo, mientras que el miércoles era más que todo jabalí.

—Mosca —lo increpó ella cuando llegaron los aldeanos—, para ser una mosca, te pareces mucho a un jabalí. —Sofía, siempre pálida y delgada, tenía fama de ser un poco bruja. Por supuesto, ese día todo el mundo se acordó de ello, y Mosca tuvo miedo de ser transformado en un cerdo salvaje. Tiempo después, con mi hermano, jugamos a ser Sofía y Mosca, luego Sofía y Roberto, Sofía y Enza y, finalmente, Sofía y Doménico, el tío de Mosca. Ese era el momento del juego que más nos gustaba. De un solo disparo ella había cortado de tajo la guadaña de Mosca—. Al fin y al cabo eres más bien un conejo —dijo. Por un momento, la muchedumbre se detuvo asombrada: un fusil tan grande en manos tan minúsculas.

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—Vamos pequeña, baja el arma —exigió Roberto, que además era el alcalde del pueblo.

—Mira, una perdiz —dijo Sofía antes de disparar—. Ah, no, al fin y al cabo es también un conejo.

—Tú, bruja, ¿por qué proteges a esos monstruos? —gritó Enza—. Mataron a tu madre. Van a traernos la peste y la lluvia en pleno verano. Además, no tienes más que dos cartuchos.

—¡Más y más conejos! —respondió Sofía, sacando del bolsillo una Luger, cuyo origen no explicó nunca—. Menos mal que soy vegetariana.

—¿Qué quiere decir vegetariana? —preguntó Mosca, escondido detrás de Doménico.

De repente se oyó un grito espantoso, un rugido atroz, una vociferación dantesca que produjo un reflujo de inquietud en la multitud a espaldas de Doménico y su primo. Se abrió la puerta y apareció nuestra madre, para nada radiante, pero perfectamente viva, y nos presentó al mundo. Tres piernas, dos sexos, dos brazos, dos cabezas y dos bocas para aullar: el grito había sido nuestro.

—Pero bueno, ¿y quién es el padre? —indagó Doménico.

Nuestra hermana, por primera y única vez en su vida, se mostró grosera. Cuando nosotros recreamos ese momento en nuestro juego es siempre un gran momento.

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En cuanto a responder a la pregunta de Doménico, era imposible. Nunca supimos quién era nuestro padre, lo que no es tan grave: durante mucho tiempo fue la misma cosa para los demás hijos de la familia. Nuestros cuatro hermanos y nuestras dos hermanas supieron remediar esa ausencia del patriarca y protegernos de los aldeanos, de sus supersticiones y su progenie, lista a tirarnos piedras multiformes, palos y objetos pesados, ricos en ángulos rectos particularmente afilados. Cuatro hermanos apuestos, fuertes, todos marineros. Dos hermanas: la pequeña, que ya está muerta, y Sofía, tan delgada, tan bella, tan casta. Como nuestra madre se negaba a tocarnos, era ella quien paliaba la ausencia del seno maternal, quien nos bañaba, quien nos cambiaba y, sobre todo, quien soportaba nuestros aullidos. Bramábamos. Para empezar, teníamos mucha hambre y la madre se negaba a darnos su seno. Su leche, sí, pero el seno, no.

A nuestros hermanos y hermanas les tomó un tiempo entender la voluntad de la madre. Cuanto más gritábamos nosotros, más se obstinaba ella en su silencio. De entrada, les tocó aceptar que ella no quería hablar. Luego, aceptar que no quería que la tocáramos. Pero bueno, eso era más fácil de entender. “Entonces te voy a ordeñar, mamá”, declaró Sofía. Los hermanos se empequeñecieron, muy molestos por esa decisión que les parecía contra natura, lamentando no tener una temporada de pesca ad portas para poder evitar esas complicaciones. En cambio, Sofía y los senos de nuestra madre se agrandaron bastante. Doménico pasó por casa para presentarnos sus respetos, o algo así, y para fotografiarnos. Los hermanos se lo permitieron. Durante los meses que siguieron, la familia acumuló un pequeño capital gracias a la venta de esas instantáneas. A Doménico se le reconocieron los derechos y Sofía le ofreció a Mosca una nueva guadaña: después de todo, había que estar en buenos términos con los vecinos. No obstante, Enza y Roberto conservaron los nombres de Perdiz y Coneja que ella les dio. Perdiz el alcalde y Coneja la puta.

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Cuando llegó Navidad, la cuestión del bautizo se volvió ineludible.

—¡Tiene que haber un bebé en el pesebre! —arguyó Mosca.

—Que no tengan padre, vaya y venga, pero que no tengan nombre, eso sí no puede ser —aseveró Doménico.

—¿Por qué no? A mí no me bautizaron sino hasta los cuatro años —respondió el hermano mayor.

—¿Y cómo te llamaban antes?

—Hijo. Me bautizaron solo para diferenciarme de mi hermano. Bueno, de mi primer hermano.

—Y a mí —dijo el hermano en cuestión— me llamaron el segundo.

—No, tú eres el Segundo, es para diferenciarte del Tercero.

—No es chistoso —dijo el Cuarto, que solo había sido bautizado para diferenciarlo de las niñas.

—Señora, sé que no me va a contestar, pero esto no es muy cristiano que digamos —concluyó Doménico, poniéndose de nuevo el sombrero y llevándose a Mosca con él.

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El cura accedió a bautizarnos. Como nombres se sugirieron Caín y Abel, o Cástor y Pólux, o Alef y Belef. Pero Sofía se opuso. Que al menos sus nombres sean normales. Optó por Rafael y Gabriel. Una forma de dar a entender que no éramos del todo hombres, ni totalmente monstruos tampoco. Los preparativos se complicaron por las dificultades vestimentarias: había que fabricar una túnica de bautizo especial para nuestro cuerpo. Como nuestra madre se negaba a tomar nuestras medidas y ninguna de las hermanas sabía coser (Sofía odiaba todo lo que no fuera la caza y la cocina; y la pequeña definitivamente era demasiado pequeña), fueron los hermanos los que se encargaron de ello.

—Es lo que sabemos hacer —declaró el Mayor.

—La hicimos con las más bellas redes del puerto —afirmó el Segundo.

—Verdaderas orlas de mar, cinceles de espuma y escamas. Las envidian las sirenas. Hasta los ahogados se enredan en ellas con amor —declaró el Tercero.

—Y las velas, las velas también las sabemos coser —continuó el primero.

—Trémulas al viento, como son. Perfectas para los esponsales del cielo y el mar. Blancas y virginales como nuestras hermanas…

—No podemos decir lo mismo de nuestra madre, ¿ah? —se burló el Segundo.

—No es gracioso —concluyó el Cuarto.

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Cuarenta dedos llenos de cicatrices, ocho palmas ásperas como rocas, cuatro frentes arrugadas en surcos de concentración: nuestros hermanos reunidos todos en un mismo esfuerzo no se quedaron cortos a la hora de hacer el más maravilloso de los atuendos, un vestido tallado en una vela bendecida por los vientos y cosido de hilos sobrios, gruesos, antiguos mercenarios de pescas nocturnas. Y esa forma espectral que nos atavió ese día, más cercana a un costal, a la funda de una almohada o a un simple trapo, estaba a la altura de las circunstancias: podía resistir las celosas tempestades de los equinoccios, las tinieblas líquidas de las profundidades, la soledad sepulcral de alta mar.

La familia entera nos llevó a la iglesia.

—¿Era necesario hacer un pantalón? ¡Habrían podido hacer una túnica! —reprobó Sofía.

Son dos muchachos, dotados de buenos cojones. ¡Hay que estar orgullosos de ello! —respondió el Mayor.

Si los alrededores de la iglesia estaban llenos de aldeanos, el interior se encontraba casi vacío. Solo el cura, su hijo de dos años y un hombre vestido de negro se encontraban adentro, bajo la mirada de santa María de los Dos Mares, bajo el fémur de san Pedro Infante y bajo los supuestos restos de san Ceferino, protector taumaturgo y dichoso mártir de la comunidad. El cura, un poco asustado, pero al fin y al cabo orgulloso de presidir semejante ceremonia, habló en primer lugar del amor de Dios, de la multiplicidad de los seres y de la tolerancia de los hombres. Nuestros cuatro hermanos sonreían con sonrisas muy amplias, nuestras dos hermanas lloraban de emoción, nuestra madre permanecía en silencio. El cura ungió nuestras frentes de crisma, aceite sagrado que nos designaba como hermanos de reyes y profetas.

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—¿Renuncian a Satanás, a sus seducciones y a sus obras? —preguntó antes de rociarnos. Fue en ese momento cuando yo grité. Mi madre, mis hermanas y el Cuarto de mis hermanos se persignaron, recitando cada uno su oración favorita. El Mayor se contentó con visualizar mi posición: ¿era yo el de la derecha o el de la izquierda? A la larga, ¿sería yo su amigo o su enemigo? ¿Y el silencioso, acaso no corría el riesgo de ser demasiado honesto? El cura, por su parte, no se hizo esas preguntas: nos asignó los nombres.

El hombre de negro observaba. Entre la muchedumbre que se atropellaba afuera algunos creían que se trataba de nuestro padre. No era más que un médico. Un médico del gobierno, constató el cura, sacudiendo suavemente la cabeza mientras acariciaba la de su hijo, que jugaba con nuestra nariz. El médico deseaba comprender y luego resolver. Comprender por qué habíamos nacido así, y luego resolver, con ayuda de un bisturí y el sacrificio de uno de nosotros, esta imposible gemelidad. Así uno de nosotros dejaría de ser un monstruo. De todos modos, no podríamos sobrevivir. Y, además, sería gratuito. La madre seguía en silencio; la pequeña, demasiado pequeña, y los hermanos, todavía agotados de haber fabricado a ocho manos un pantalón tan hermoso para tres piernas. Una vez más la decisión recaía sobre Sofía. Ella se negó.

—Tú no eres más que una niña —declaró el hombre de negro.

Ella escupió sobre sus zapatos: se percataron todos entonces de su pie zambo. El hombre se tuvo que ir. Desde entonces la gente del pueblo contaba que el Diablo había querido robarse, en plena iglesia, el alma de uno de los monstruos, y que nuestra hermana lo había reconocido. Nuestros hermanos desaparecieron por el resto de la jornada. Cuarenta y ocho horas después se encontró el cadáver del médico: su pierna había sido nítidamente mutilada. Puede ser que esa pierna viva sola en algún lugar de este vasto mundo. De hecho, el pie milagroso de san Claudio el Cojo fue en cierta época adorado en la iglesia de Matto-Matta y parece que realizó gratuitamente varios milagros podológicos antes de desaparecer una noche helada. Yo, por mi parte, nunca la he encontrado. Yo soy Gabriel.

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Por Jean-Luc A. D’Asciano

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