Federico Stahl, “uno de los grandes personajes de la literatura latinoamericana de este principio de siglo” en palabras de Edmundo Paz Soldán, regresa a las páginas de Ramiro Sanchiz en “Los acontecimientos”.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Una tormenta poderosa recibe a Stahl, el cronista que busca desarrollar un proyecto de escritura para contarnos cómo transcurre la vida en una plataforma petrolera abandonada en algún mar entre Rusia y Japón. Empieza a habitar ese esqueleto de metal, animal de la ingeniería sumergido en el océano, buscando entender qué submundo es ese, tan insondable, mientras hace tareas de “mantenimiento” e imprime hojas y digita números que cada semana alguien recoge en la que, ahora, es una estación de monitoreo de variables oceánicas.
A través de Federico, Sanchiz nos narra una historia de dinosaurios de concreto en el océano embravecido e inescrutable, criaturas marinas arcanas, sonidos incógnitos y texturas sonoras; máquinas que se rehúsan a la obsolescencia, las “cáscaras vacías de nuestra presencia en el mar”, la inquietud por el arribo de lo humano en el universo, y la pregunta por el futuro que no será y el pasado que somos.
Un asunto clave en su novela es el tiempo, uno enrarecido y ajeno que se extiende siempre en tensión: “la certeza se haber estado siempre allí”. Buscar los “signos de antigüedad” para sentirse menos extraño. La nostalgia de lo no vivido. Los futuros perdidos.
Pensar que inevitablemente viviremos (no necesariamente nosotros, sino colectivamente, como especie) en un mundo posthumano, implica reflexionar, poco a poco, nuestra manera de producir significado a partir de nuestras vidas y de los lugares que habitamos.
El cambio climático está alterando drásticamente el mundo: ya no podemos pensar en la naturaleza del mismo modo que cabía pensarla en épocas de dos de mis héroes en la historia de la ciencia: Alexander Humboldt y Charles Darwin. De hecho, es a partir de Darwin y su desplazamiento de lo humano fuera del centro ideal del mundo natural que se habilita la posibilidad de pensar lo posthumano: un mundo cuyo significado, por parafrasear a Eugene Thacker, no está construido desde la idea de que todo está allí para nosotros.
Hay una idea hermosa de la memoria como refugio y también como un “algo” activo (que engaña casi deliberadamente, por ejemplo). ¿Cómo la trabajó al servicio de la historia de Federico en la plataforma?
Siempre me fascinó y pasmó a la vez, cómo esas cosas invariablemente habrán de superarnos. La línea de Felisberto Hernández sobre como “quieren entrar en la historia… ciertos recuerdos (…) esos recuerdos acuden a este relato, y como insisten, he preferido atenderlos”, en el comienzo de “Por los tiempos”, de Clemente Colling: la idea de que los recuerdos, o el acto de evocarlos, no tiene nada que ver con nuestra voluntad. Vivimos en un ecosistema de recuerdos, y más que ser nosotros quienes los recordamos o les damos vida, son ellos (o ellas) quienes nos ensamblan.
Las referencias a las máquinas (pantallas, computadores, radio y estaciones de radio, videojuegos, aparatos, transmisores, sintetizadores de voz, terminales) enriquecen mucho la narración. ¿Cómo lee la manera en que nos relacionamos con las máquinas actuales y cómo lees la nostalgia revitalizada —¿muy Federico y muy suya?— respecto a los aparatos —sobre todo— de los años setenta?
Yo estoy hecho de los años setenta, no solo porque nací en 1978 sino porque, en realidad, todos estamos hechos de tecnología(s). Comenzando por nuestras casas y la agricultura, pasando por la escritura y la lectura, acelerando hacia los videojuegos que jugaba en los años ochenta con televisores blanco y negro y viejas computadoras a casete. La memoria prostética de la cámara de mi celular y todas las fotos que contiene (que en realidad ya más que prostética es mi memoria completa, colonizada, reformateada).
Leyendo este libro me llegó a la cabeza el poema “Insistencia en la tristeza” del colombiano Jorge Gaitán Durán. Cuéntenos sobre la tristeza permanente de Federico como sustrato de su historia.
Como en realidad no dijo Flaubert, porque la frase es apócrifa (lo cual solo la vuelve más real), Federico Stahl c’est moi. Al menos en eso, en la tristeza fundamental de todas las cosas. Es como proponerse narrar desde la muerte por calor del universo, una vez que se hayan desintegrado todas las partículas y la entropía llegue a su máximo posible, hasta el punto en que no tenga sentido distinguir entre un segundo y otro porque la entropía es la flecha del tiempo. Y después extrapolarlo a la muerte del significado, como quien dice la muerte de Dios, pero aclara después que, en realidad, no es que Dios (o el significado) haya existido alguna vez.
Porque siempre hemos vivido en ese paisaje desolado, en esas casas vacías entre las estrellas, pero sabemos también que, sin embargo, y siempre por procesos sobre los que no tenemos control alguno (porque no existe el control), ocurren milagros termodinámicos, como dice el doctor Manhattan en Watchmen. En mi caso son mis hijas, y asoman también momentos con mi esposa, mi familia, mis amigos, y mis libros, discos y películas.