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Nos habíamos conocido en Las Tiendas, un almacén del centro en el que yo prestaba servicio como guarda de seguridad. Ella todavía estaba en el colegio y llegó buscando trabajo para los fines de semana. A mí, me gustó apenas la vi y empecé a caerle, a llevarle dulcecitos, Coffe Delights. Ella me decía que conmigo no salía ni a la esquina, que yo era un mujeriego, que ya le habían contado que me las quería vacilar a todas. Le insistí como mes y medio, hasta que aceptó salir conmigo y nos fuimos a caminar por los lados del puente Ortiz. Nos sentamos a conversar en la orilla del río Cali, donde iban las parejitas de enamorados, y nos dimos el primer beso. Era el año 1982. Ella tenía diecisiete años; yo, veinticinco. Por esos días, emigró el último hermano y se quedó sola. Alquilamos un cuarto y nos pusimos a vivir juntos. Luego, conseguimos un apartamentico en Villa Colombia. Dos años después nació nuestro hijo.
Recién nacido el niño, la suegra vino por unos días a Colombia y trató de convencernos de que había más futuro para nosotros en Estados Unidos. A mí, me miraba raro porque, yo creo, me culpaba de que la hija se hubiera quedado. Después fue la hermana quien insistió, que lo pensáramos, que nos iban a ayudar: “Ustedes pueden ahorrar para comprarse una casa y se regresan”. Eso sí me convenció porque yo había separado un lote en Agua Blanca, por el control de los buses Azul Plateada, y no estaba fácil terminar de pagarlo y construir. Yo, claro, quería tener mi casita.
El asunto es que no podían pedirme a mí porque no estábamos casados y, no sé por qué, no pensábamos en casarnos. La vi ya como con muchas ganas y le dije: “Bueno, haga los papeles con el niño y, cuando usted se vaya, yo me meto por el hueco”. “Pero se va ahí mismo. Yo no quiero estar sola”. Eso convinimos. A los meses, le llegó la cita, les dieron la residencia y viajaron.
Yo había abonado un dinero para el lote y me lo devolvieron. Al cambio, eran mil dólares. El señor de los viajes cogió quinientos para los pasaportes, la visa de México y los tiquetes. Con los quinientos restantes, yo pagaría los otros gastos: transporte, hoteles, comida. El compromiso era que cuando me pusiera en Estados Unidos, le dábamos los otros mil dólares.
Ese señor nos reunió en su casa y nos explicó el viaje: “A quien les pregunte, sea autoridad o no, le contestan que están de turistas, conociendo”. Nos pidió la cédula e hizo todo: sacó los pasaportes, las visas, los tiquetes, los hoteles. Nosotros no tuvimos que ir a ninguna parte. El hombre tenía sus conexiones, sabía mucho y ganaba buen dinero. Imagínese, veinticinco personas y cada una le dejaba mil dólares. Mucha plata.
Cogimos un vuelo a Barranquilla y ahí nos quedamos dos días, paseando sabroso. Después viajamos a Costa Rica. Otro tremendo paseo. Cinco días de aquí para allá, conociendo, disfrutando las playas. Cuando nos fuimos para México, él nos dijo: “La migración de allá es muy corrupta y seguro les van a pedir plata. No les vayan a dar. Recuerden, ustedes tienen visa legal para entrar; son turistas”.
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Apenas llegamos a Cancún, nos dijeron en la oficina de migración: “Los que vienen con la agencia de viajes Tocali hagan una fila acá”. Mientras los demás pasaban, a nosotros nos dejaron a un lado. En ese tiempo estábamos estigmatizados porque era la época de Pablo Escobar y el narcotráfico. Nos empezaron a llevar de a uno y nos metían a un cuartico.
“¿Usted de dónde viene?”, me preguntó un agente. “De Cali”. “Y va para los Estados Unidos”. “No, ¿por qué?”. “No, sí; ustedes van para los Estados Unidos. No me venga con cuentos”, me dijo. “No —le dije—, estoy de turista y aquí tengo mi visa. ¿Cuál es el problema?”. “Estados Unidos —afirmó con la cabeza y se quedó un momento mirándome—. ¿Cuánto va a dar?”. “Yo no tengo por qué darle dinero”, le dije. “¿No va a dar?”. “No le voy a dar nada. Yo no tengo plata para darle a usted”. “Si no va a dar nada, métase para allá —se quedó con mi pasaporte—. Yo puedo averiguar por qué anda por acá”. Yo le dije: “Averigüe. Esta es mi carta de trabajo donde consta que estoy de vacaciones”. Se la mostré. Me mandó a un cuarto donde estaban otras tres personas. Ahí sí me asusté porque pensé que me iban a devolver.
En ese tiempo no se escuchaban esas cosas horribles sobre el hueco, lo de las violaciones y los asesinatos. Al menos, yo no había oído nada. Al rato, entró otro y me dijo: “Entonces, no va a dar nada”. “No, insistí, no tengo dinero para ustedes”. El tipo me amagó que me iba a llevar para otra parte. Yo fui detrás de él, pero se detuvo y me dijo: “Tenga su pasaporte, pero no va a alcanzar a llegar ni a la frontera porque lo van a coger”. “Igual —le dije—, yo no voy para allá”.
Cuando llegamos al hotel, todos les habían dado dinero, menos otro muchacho y yo. Los habían asustado y les habían quitado de a veinte dólares. Uno me dijo: “Cuando ese tipo me exigió que le diera esa plata y que aquí era la ley del silencio, que el que hablaba se moría, rapidito saqué y le di sus veinte dólares”.
En Cancún, nos quedamos cinco días. Otro paseo, íbamos para la playa, para cine, comíamos sabroso. Hasta fuimos a una discoteca y nos pusimos a bailar toda la noche con unas colombianas. De ahí, salimos para Monterrey, también en avión. El señor nos dijo que allá estaba la Universidad de Nuevo León y que a todo el que preguntara le dijéramos que éramos de la Universidad del Valle, que teníamos visa de estudiantes. La gente era muy formal, pero nos podían denunciar si pensaban que nos íbamos a meter por el hueco.
Allá nos tocó quedarnos ocho días porque el río se creció. Cuando bajó, nos separaron en dos grupos. Yo me fui con el primero, que dirigía un coyote mexicano. Éramos trece. Había una señora con dos niñitos, de cinco y seis años, y otra con uno de brazos. Él coyote nos dijo: “A mí no me vayan a hablar o a hacerme ninguna seña. Ustedes solo hacen lo que yo haga: yo me subo al bus, ustedes se suben; yo me bajo, ustedes se bajan”.
Tomamos transporte público en la tarde para ir a la frontera de Matamoros. Uno, claro, es distinto a los mexicanos y ellos saben que no es de allí. Estuvimos seis horas metidos en ese bus, pendientes de que el coyote no se nos fuera a bajar sin que nos diéramos cuenta. Cuando, sí señor, el hombre que se baja y todos para abajo. Los otros pasajeros, apenas vieron que nos quedamos a medianoche en ese punto de la carretera, empezaron a gritarnos: “Van pal otro lado, ¿no?; van para el otro lado”. Nos hicieron qué escama.
El coyote se escondió en un matorral. Nosotros también. Vimos las luces de un carro y una camioneta grandota de la policía frenó al lado de donde nosotros estábamos. “No puede ser, nos agarraron —pensé—. Si me devuelven, quién sabe cuándo vuelva a ver a mi mujer y a mi hijo”. Estábamos ahí, agachados, asustados, cuando vemos que el coyote va saliendo y se saluda con la policía, como si nada. “Y esto qué es, dios mío”, dije yo. Cuando el tipo dizque: “Súbanse, muchachos; rápido, rápido”. Qué descanso. Esa policía es más corrupta que la de Colombia, oiga. Brincamos y nos acomodamos ahí, los trece.
La camioneta arrancó por en medio de un sembradío de maíz que ya habían cosechado. Se bamboleaba de un lado para otro. Como a los veinte minutos, nos descargó a la orilla del río Bravo. “Muévanse, rápido, rápido”, nos decían los policías. Nos lanzamos. Les ayudábamos a las señoras que llevaban los niños porque, de todas maneras, estaba correntoso y el agua nos daba en el pecho. El río no es tan ancho por ese lado, pero se me hizo largo el recorrido. La policía se fue apenas vio que todos habíamos cruzado.
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Estábamos ahí, mojados, cuando vimos la luz de una linterna grandota que subía por el río. Eran agentes de los Estados Unidos. Nos metimos a unos matorrales. “No se muevan —nos dijo el coyote—, no se vayan a mover; no muevan ni una hoja siquiera”. Yo estaba muy asustado y rogaba que el bebecito no se pusiera a llorar. “No, dios mío, y que lo devuelvan a uno ya habiendo cruzado”, pensaba. Claro que el bebé no lloró porque le habían echado unas gotas en los ojos para doparlo. Era un niño de un año y no lloró en ningún momento. Apenas pasó esa lancha, salimos a correr hasta una carretera en la que nos esperaba una van. Nos metimos y nos echamos al piso. Como a las tres horas nos descargaron en un hotel de carretera, por San Antonio, Texas.
Ese hotel era encerrado y con una reja a la entrada. El coyote nos dejó y se fue. Ahí nos guardaron. “De aquí no se puede mover nadie hasta que no venga el otro grupo”, nos dijeron. Nos metieron de a tres y cuatro personas en los cuartos, y nos cobraban veinte dólares a cada uno por noche. Además, teníamos que comprarle el mercado al dueño del motel para poder cocinar. O sea que para él era un negocio redondo. Ente todos recogíamos dinero y hacíamos comida. El río se había vuelto a crecer y el hombre no podía cruzar con el otro grupo. Pasaban los días y uno ya desesperado con ese encierro y sin poder hacer nada, salvo jugar dominó o cartas y caminar por el patio. Todos estábamos muy nerviosos. Un señor, más vivo que nosotros, se enojó: “Me abren la reja o les hago un escándalo”. Claro, le abrieron porque, si la policía nos descubría a todos ahí, ¿qué iba a decir el dueño? La mujer como que lo fue a recoger.
Al fin, el hombre cruzó con los otros doce y llegó todo apurado. Ya tenía los tiquetes comprados y empezó a mandar a la gente para la Florida, para Nueva York, para New Jersey; para todos lados: “Váyase usted, váyase usted, váyase usted”. Los que ya le habían dado toda la plata iban saliendo, rapidito. En la entrada, había unos taxis esperando para llevarnos. Al rato, comenzaron a llamar y nosotros a preguntar qué había pasado. “No, bien —nos decía el hombre—, están saliendo sin problema”. Yo me puse a azarar para que mandaran la plata rápido. Yo no entendía por qué no llegaba. Todo el mundo saliendo y yo ya, pues, me desesperaba.
Cuando llegó la plata, los dos que faltábamos nos fuimos para el aeropuerto. Íbamos tranquilos porque ya todo el mundo había coronado. Estábamos haciendo la fila en la ventanilla cuando, de un momento a otro, se apareció un tipo. “Inmigration”, dijo y mostró una identificación. Me quedé frío. “Su pasaporte, su visa”. Resulta que Migración les pagaba a los taxistas cien dólares para que nos delataran. “Ustedes son ilegales —nos dijeron—, acompáñennos”. Yo pensé: “Ya nos deportaron y esa platica se perdió”. Me veía en Colombia, sin mi mujer, sin mi hijo, sin el lote, endeudado. Le dije al otro muchacho: “Todos pasaron menos nosotros, los más de malas”. Como ya era tarde, no nos pudieron enviar a un centro de detención de inmigrantes y nos mandaron a una estación de policía.
Nos iban a ubicar en una celda donde había un borracho, pero un policía dijo que no, que nosotros éramos ilegales, que nos pusieran en otra. Nos metieron en la de al lado, junto con un mexicano indocumentado que también habían capturado en el aeropuerto. Al rato, nos trajeron un café con un pan tieso. Yo no me lo comí. Qué iba a comer nada si estaba todo preocupado. A medida que pasaba la noche, iba creciendo el miedo. Uno piensa muchas cosas, que nos fueran a matar o nos desaparecieran. No pude dormir. A medianoche, metieron a otro borracho en la celda del borracho. A la madrugada, comenzaron unos gritos: “Un muerto, un muerto; hay un muerto”. Ya nos azaramos fue mucho. Por ahí a los quince minutos, la policía se llevó al mexicano. Quedamos más asustados sin saber qué nos iba a pasar. Después sacaron al otro muchacho y, al rato, a mí.
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“¿De dónde viene?, me preguntaron. “De Colombia”. “¿De qué parte de Colombia?”. “De Cali”. Que la dirección, que el teléfono. Yo les iba dando los datos. Entonces, uno me dijo: “Había un muerto enseguida”. Yo le dije que me había enterado por los gritos de la madrugada. “Se ahorcó con la chaqueta”. “Yo no sé. Desde la celda donde nosotros estábamos no se veía nada”. “El que estaba en la celda dice que tampoco se dio cuenta porque estaba dormido. ¿Ustedes qué saben?”. “Yo no sé nada —le dije—; si nos hubieran metido a nosotros ahí seguro que no había muerto porque no lo hubiéramos dejado, nos habíamos puesto a gritar”. Ellos me preguntaban, me preguntaban y me preguntaban. Yo les contestaba lo mismo: “No sé nada, no vi nada, yo estaba en otra celda. Sí le vi los pies colgando cuando ustedes me sacaron, pero antes no vi nada”, les repetía y les repetía. Estaba muy asustado porque ya veía que nos querían involucrar en esa muerte. Me mandaron a sentar en una banca. “¿Y cómo sabía que ahí había un muerto?”, volvió y me preguntó un agente. “Porque escuché los gritos”, le respondí. Él me preguntaba y yo le contestaba, asustado. Prácticamente, ya me daba por preso. Ese fue el miedo más berraco. De todo el viaje, ese fue el verdadero miedo porque antes uno pensaba que lo iban a deportar, pero ahí ya sentía que nos querían era involucrar en un asesinato, que nos iban a mandar a una cárcel por quién sabe cuánto tiempo.
Cuando llegó la migra por nosotros, el policía les dijo que no nos podían llevar porque había un muerto y tenían que investigar. “¿Y ellos estaban en la misma celda?”, le preguntó uno de los oficiales. “No”. “Entonces, nada tienen que ver; si estaban en una celda distinta, nada tienen que ver”. Nosotros escuchando esa discusión y con ganas de que nos llevaran de ahí. Las ironías de la vida. El agente de migración llamó a su jefe y se lo pasó al policía, con el speaker puesto. “Esa gente no tiene nada que ver, así que necesito que me los mande ya”, dijo la voz en el teléfono, con autoridad. Nos metieron a una camioneta y arrancaron con nosotros.
Nos llevaron a un centro de detención para migrantes, muy grande; con canchas de fútbol, de básquetbol. Cuando entramos, vimos a casi todos los colombianos que habían viajado con nosotros. Qué sorpresa. El asqueroso ese nos decía que llamaban desde las casas y era mentira. Ellos se comunicaban era para avisar que nos estaban cogiendo, que los taxistas nos denunciaban. Sin embargo, él seguía cobrando y mandándonos, como si no pasara nada. Hasta a las mujeres y a los niños los agarraron. Desgraciado.
Había gente que llevaba meses en ese sitio y se veían contentos. Cómo vivirían de mal en sus países que pedían prórroga solo para quedarse. Decían que ya les iban a pagar la fianza, que los esperaran unos días. Uno bien preocupado y ellos amañados. Sobre todo, los muchachos salvadoreños y guatemaltecos decían que ahí estaban bien; que tenían la comida, la dormida, la tranquilidad; que estaban mucho mejor que en sus casas. A algunos de ellos los habían agarrado varias veces cruzando la frontera.
Los oficiales nos decían que, si podíamos pagar la fianza, fuéramos adonde uno de los abogados que tenían las oficinas allí, en el mismo centro de detención. Si uno tenía plata, al ratico estaba afuera. Para los colombianos, la fianza era de mil quinientos dólares; para las otras nacionalidades, era de mil. Había gente de toda parte, de Centroamérica, de África, de China. Todos pagaban mil dólares. Nosotros, mil quinientos.
Hablé con una abogada colombiana que me recomendaron. Ella me dijo que yo salía apenas consignara la fianza. La mamá de mi hijo se ganaba tres dólares la hora y ya le había pagado al asqueroso ese los mil dólares. ¿De dónde iba a sacar mil quinientos más? Se demoró veinte días en reunir el dinero. Toda la familia prestó de a poquitos.
Un día me llamaron por un parlante: “Álvaro López, preséntese donde su abogada”. Ella me dijo que alistara las cosas que ya habían depositado la fianza, que en cualquier momento llegaba la orden de salida. Al muchacho que venía conmigo también ese mismo día le llegó la plata. La abogada nos llevó para la casa de ella, nos dio comida y nos hospedó esa noche. Ella confirmó los vuelos, con los mismos tiquetes que teníamos cuando nos detuvieron, y nos llevó al aeropuerto. Antes de que nos despidiéramos, me dijo: “A usted le devolvieron quinientos dólares. No sé por qué. Fue al único”. Me los entregó. Yo, más contento todavía.
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Cuando estaba en la fila, otra vez me abordó un agente de migración. Que su pasaporte, que para dónde va, que la visa. Yo le mostré un certificado que nos daba tres meses para salir del país y el tipo nos dejó ir. Me subí a ese avión feliz porque al fin iba a llegar a Nueva York y me iba a reencontrar con mi mujer y mi hijo. Dos meses había durado ese viajecito.
A los ocho días entró una llamada de Colombia y yo vi que le hicieron señas a la mamá de mi hijo. Comenzaron a hablar en voz baja. Me miraban. Yo, claro, ahí mismo supe que algo había pasado. Entonces, ella vino y me dijo: “Tengo una mala noticia”. Y yo: “¿Qué pasó?”. “Qué su papá se murió”. No, no puede ser. Con todo lo que yo había pasado para llegar y lo primero que recibo es esa noticia. Se me derrumbó el mundo.
Todavía me da tristeza recordarlo. Él estaba pescando muy cerca de la orilla del río Docampadó y un señor cortó un árbol. En la caída, una rama lo golpeó en la cabeza y lo tiró de la canoa. Se ahogó. Setenta y seis añitos y se muere en un accidente pendejo. No, y yo sin poder hacer nada, sin poder ir al entierro. Él había nacido y había vivido toda la vida en el mismo pueblo, Belén de Docampadó. Eso está en el Bajo Baudó, en el Chocó, y queda a una hora de Pizarro en lancha.
Yo también nací allí. Toda la familia es de por allá, menos el abuelo paterno, un paisa blanco que llegó a comienzos del siglo XX a cultivar la tierra y consiguió mucho terreno. Se juntó a vivir con mi abuela, una indígena emberá, y tuvieron cuatro hijos. El abuelo murió cuando yo tenía cinco años.
Mamá era de otro pueblo, de Togoromá, en el litoral de río San Juan. La mayoría de la gente abandonó la zona en el 2013, por los enfrentamientos entre grupos armados. Sólo quedaron unas poquitas familias. Eso está a una hora en lancha desde Buenaventura.
Por allá, las comunidades indígenas vivían en la cabecera y las comunidades negras en la desembocadura de los ríos. Los indígenas bajaban a vender las cargas de lo que producían y a comprar lo que traían los barcos, la sal y los víveres. Algunos se mezclaban y, por eso, uno ve mucha gente con la piel negra y el pelo ondulado. Mamá era así.
La familia mía es, pues, una mezcla de blanco con indígena y con negro. Los hermanos tenemos el pelo crespo, las hermanas ondulado. Todos, la piel negra; menos mi hermano mayor, que era casi blanco. Él murió de Covid hace como dos meses. Una hermana que murió tenía facciones gruesas; los demás, más delgadas. Una sobrina mía es rubia. Somos una mezcla tenaz, pero yo me identifico como negro.
Yo llegué a estudiar a Cali porque en el pueblo no había colegio y tenía que ir muy lejos, hasta Pizarro. Llegué de diez años y viví cinco en la casa de mi hermana, en Villa Colombia. Después me fui a para donde otro hermano, en La Floresta. Llevaba una vida normal, de estudio, fútbol, paseos los fines de semana. En las vacaciones, volvía a mi pueblo. A los dieciséis años ya cogí calle y comencé a ir a los agualulos, que eran tremenda recocha. Uno iba a bailar y a chupar trompa. Cada ocho días se parchaba con una pelada distinta, pero nada de sexo; se respetaba a las muchachas.
Cuando terminé el bachillerato, le pagamos a un exteniente del ejército para no tener que hacer el servicio militar. Él me mandó a presentar al batallón donde dizque tenía los contactos y allá me dejaron. Se robó la plata el desgraciado. Era el año 1978. Me enviaron al Caldas, un batallón de ingenieros que estaba en Bucaramanga. Como a los tres meses de haber terminado el entrenamiento, escogieron, entre los cuatrocientos soldados que éramos, a los veinticinco que habíamos asimilado mejor las instrucciones y nos mandaron a hacer un curso para dragoneantes. Lo perdieron cinco. De los veinte que quedamos, sacaron once para llevárselos como contraguerrilla. Los nueve restantes quedamos en el batallón. Nos tocaba darles instrucción a los nuevos soldados, que llegaban cada tres meses. Prácticamente, éramos como unos cabos. Estuve veinticuatro meses en ese batallón y la pasé muy chévere.
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Cumplí mi servicio en 1980 y, ya con la libreta de primera, pude conseguir el trabajo en Las Tiendas como guarda de seguridad. Con platica en el bolsillo, había más rumba. Terminaba uno el turno el sábado y arrancaba con las peladas del trabajo para el Honka Monka o para el Séptimo Cielo, las discotecas del centro. En los diciembres hacíamos unas tremendas fiestas en la casa de un compañero. Como en el almacén había cinco veces más mujeres que hombres, eso era el vacile con una y con la otra.
Llevaba dos años ahí, cuando conocí a la mamá de mi hijo y terminé viniéndome para acá.
A la semana de estar en Nueva York, comencé a trabajar en una panadería. Un trabajo bien duro, de doce y catorce horas empacando pan, parado al lado de la puerta. En noviembre ya se puso muy frío y, como no se podían usar guantes, las manos se le helaban a uno y eso dolía. Además, la cutícula se cortaba con la corteza del pan y hasta salía sangre. Yo me envolvía cintas alrededor de los dedos para protegerme. Afortunadamente, a los meses me cambiaron para adentro, de panadero. Ahí me quedé diecisiete años. Ese fue mi único trabajo en esa ciudad, salvo por un tiempito que hice unas horas adicionales en un parqueadero.
Esa primera semana, la mamá de mi hijo y yo nos casamos, por lo civil. Queríamos legalizar mi estadía en Estados Unidos lo más pronto posible. La abogada nos cobró mil quinientos dólares para tramitar los papeles. Otra deuda, dios mío. Como ella no era ciudadana, la cita para la residencia se demoró un año. Un día, me llegó la carta para que me presentara a la embajada en Bogotá. Estaba buscando el tiquete cuando recibí otra carta de Migración diciéndome que yo tenía que haber salido del país máximo tres meses después de pagar la fianza, que había violado esa disposición, que estaba deportado y tenía que dejar inmediatamente los Estados Unidos.
Me fui para donde la abogada. Ella me hizo cancelar la cita en la embajada. “Si sale de los Estados Unidos, tendrá que esperar cinco años para volver a entrar”, me advirtió. Me pidió otros trescientos cincuenta dólares para solicitar un perdón. No habíamos acabado de pagar lo del viaje y me tocó endeudarme más. Imagínese. Negaron la petición y me enviaron otra carta ordenándome salir del país inmediatamente. Ay, dios mío. La abogada me dijo: “Usted no se va”. Volvió a hacer la solicitud y mandó más pruebas, dijo que éramos un matrimonio estable y teníamos un hijo. Esta vez, aceptaron. Conseguí más dinero prestado y viajé a Colombia para presentarme en la embajada.
Llegué a Cali, me hice los exámenes y me fui para Bogotá con un amigo, por si lo necesitaba para algo. En la Cancillería me dijeron que el pasaporte se demoraba cinco días. Le expliqué a un funcionario que yo tenía la cita al día siguiente. Me dijo que no podía hacer nada. Le supliqué su ayuda. Se negó. Otro funcionario me hizo señas. Fui y le conté mi situación y le dije que yo había viajado de Estados Unidos y no me podía quedar. El hombre me dijo: “Deme los papeles y meta ahí lo que quiera”. Le puse un billete en el pasaporte viejo. Él me dijo: “Mañana se va a hacer la fila y lo manda a él”. Cuando estaba ya de tercero para entrar a la embajada, llegó mi amigo con el pasaporte. Qué descanso. Entré y esperé hasta que me llamaran. Me tocó una señora muy amable. Ella me dijo: “Levante la mano derecha. Jura que es verdad todo lo que dice ahí en esos documentos”. Yo: “Sí”. “Usted tiene un hijo con la señora, ¿verdad?” “Sí”. “Venga a las tres de la tarde por la visa”. No fue más lo que me dijo, oiga.
Me devolví ahí mismo. Llevaba dos años trabajando en Estados Unidos y tuve que hacerlo otros dos años para pagar los más de cuatro mil dólares que me costaron el viaje y los papeles. Yo no salía a ninguna parte: de la casa a la panadería y de la panadería a la casa, nada de rumbas. Laboré ochenta horas a la semana durante cuatro años para cancelar esa deuda.
Llevaba tres años en Nueva York y a la mamá de mi hijo le dio por separarse. Ella había cambiado mucho y ya no estaba contenta conmigo. Me pidió el divorcio. Le firmé sus papeles y ella los llevó a la corte. Me dio muy duro porque yo seguía enamorado. Además, el niño todavía estaba chiquito. Afortunadamente, ella no me ponía problemas para verlo. Yo podía ir en cualquier momento o me lo llevaba para la casa.
Tres años después de pagar las deudas, me hice a mi casita. Eso era lo que más me había animado a venirme. La compré en Cali, en el barrio Ulpiano Lloreda. Era una casa de dos habitaciones y una sala, pero, como el terreno es grande, poco a poco, la he ampliado: hice un apartamento en la parte de atrás y construí el segundo piso.
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Ya con la casa comprada y ganando buen dinero, empecé a ir a Colombia más seguido. Yo trabajaba duro y hacía como quinientos dólares a la semana. Pagaba mis cuentas y me quedaba plata. Entonces, yo juntaba un dinero, dejaba dos o tres meses de arriendo y la manutención del hijo, y me iba. Me llevaba dos mil dólares y los cambiaba por un montón de pesos. Me dedicaba era a rumbear.
En uno de esos viajes fui a visitar a un amigo que trabajaba en el mismo almacén donde había conocido a la mamá de mi hijo. Claro que ya no se llamaba Las Tiendas sino El Extra. Le dije que me consiguiera una amiguita y que nos fuéramos a rumbear. Me dijo: “Venite a las ocho que yo la consigo”. “¿Seguro?”. “Seguro”. “Pero que esté bien buena”. “Sí, sí, fresco”. Cuando llego yo allá y me dice: “Mirá, la que está allá”. Y yo: “Uy, sí, está bien”. Me la presentó. “Lilia”, me dijo. Él estaba con la novia y nos fuimos los cuatro para La Terraza. De ahí salimos ennoviados. Me quedé dos meses, para arriba y para abajo, de rumba en rumba. Sabroso, oiga. Quién se iba a querer venir.
Pasé otro año trabajando y regresé a Colombia. Era 1993. El amigo de Las Tiendas me dijo que Lilia había estado preguntando. Me dio su número telefónico y la llamé. Empezamos a salir otra vez. Un fin de semana la invité para Yanaconas y, en la piscina, le pedí matrimonio. Le dije que yo estaba solo y que me gustaría llevármela para Estados Unidos. Me dijo que sí. Nos casamos, metí los papeles y un año después estaba en Nueva York viviendo conmigo.
En 1997 tuvimos la niña, Angie. Ya completamos veintisiete años juntos.
En el año 2002 nos vinimos a vivir a la Florida. Durante dos años trabajé en varios sitios hasta que me salió el puesto en Window y me quedé en esa empresa diecisiete años. Es que a mí no me gusta saltar de un trabajo a otro y, como lo hago bien, pues nunca me sacan. Cuando la compañía cambió de dueño, se fue a pique y, al final, cerró la planta. Ahora estoy en otra fábrica de ventanas.
Ya llevo treinta y seis años en este país. Aprendí el inglés y lo hablo bien. Tengo a mi esposa, a mi hijo y a mi hija. Vivo tranquilo. Además de la casa de Cali, compramos esta, aquí en Kissimmee, que es grande y bonita: cuatro cuartos, dos salas, comedor, tres baños, cocina grande, zona de ropas, garaje, un patio inmenso. Hasta le acondicioné un salón a mi hija para que atienda a sus clientes de las uñas. La casa de Colombia la tengo alquilada y voy a hacer un apartamento arriba, independiente. Veo esas casas y no dejo de preguntarme qué hubiera podido levantar en ese lote que vendí para poder viajar, qué tendría ahora si me hubiera quedado.
En dos años, me jubilo. Mi esposa y yo acordamos comprar una casa en las afueras de Cali o de Piendamó, de donde es ella, y radicarnos allá. Con nuestras pensiones y las rentas, podemos vivir muy bien en Colombia.
El año pasado fuimos a Belén de Docampadó. Mi esposa no conocía. Le gustó mucho y decidimos construir una cabaña en el lote que dejó mi papá. Me ilusiona mucho volver a pasar largas temporadas en el pueblo que me vio nacer hace sesenta y tres años. Allá todavía viven mis sobrinos. Ellos ya me están secando la madera.
(Álvaro López, Kissimmee, Florida, 31 de agosto de 2021)