Santi o Lobito, o Lobo, como también es conocido, presencia el asesinato de un hombre y en la escena del crimen encuentra un papel con un mensaje escrito en un idioma aparentemente indescifrable. Este papel se convierte en un elemento unificador y nuclear en la novela, y establece un misterio que impulsa la voluntad del personaje, conduciéndolo a lo largo de un universo narrativo atravesado por el narcotráfico en Cali y en Nueva York; este es el argumento central de El mensaje perdido, la primera novela de Yeiro Muñoz.
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Muñoz nació en Bogotá en 1965, pero basta con escucharlo hablar para darnos cuenta de que se formó en las calles de Cali, que las recorrió. Por eso no es extraño que esta novela transcurra principalmente en esta ciudad. Es egresado de la Maestría en Creación de la Universidad Central y de la Universidad Internacional de Valencia; su prosa es precisa y consigue, parafraseando a Philip Roth, dotar a los personajes literarios de carne y hueso. Conversé con el autor sobre este libro y lo que ha significado contar esta historia.
La novela sobre el narcotráfico no es nueva en Colombia, tampoco en Cali. Sin embargo, El mensaje perdido retoma esta temática y la aborda desde una perspectiva distinta, más íntima, poniendo el foco sobre el modo en que esto transforma al personaje principal, a Santi. ¿Por qué escribir sobre este tema y qué significo buscar una manera distinta de contarlo?
La violencia y el narcotráfico en Cali no son solo un telón de fondo histórico: han marcado generaciones, han moldeado la ciudad y han dejado cicatrices invisibles. No podía escribir desde la distancia porque yo mismo crecí escuchando esas historias, caminando esas calles, viendo cómo la cotidianidad se mezclaba con lo sórdido. La intimidad viene de allí, de una experiencia vivida, aunque la trama sea ficción. Persistí porque siento que este tema no se ha agotado: el narcotráfico no es solo negocio ni cifras, sino vidas truncadas, amistades rotas, familias marcadas por silencios. Eso es lo que quería explorar. Escribir El mensaje perdido fue asomarme a una herida que todavía supura.
Debo confesar que después de leer la novela pensé que era en parte una historia personal, que usted era Lobito y había encontrado ese misterioso mensaje. Uno de los elementos más interesantes de la trama es que se mueve a través de diferentes geografías, ¿por qué la decisión de contar también desde Nueva York?
Porque el crimen en Cali nunca fue un fenómeno aislado. Quería mostrar cómo lo que ocurre en una esquina de mi ciudad está conectado con decisiones, mafias y circuitos globales. Nueva York es el otro lado del espejo: el lugar donde se materializa el dinero, el poder y la promesa de una vida distinta. Para Santi es un territorio de ilusión, pero también de confrontación: allí comprende que escapar físicamente de Cali no significa escapar de su herencia ni de su destino. Santiago Lobo descubre pronto que los fantasmas viajan con uno.
Muy interesante esto que menciona. De hecho, una de las fortalezas de la novela es su arquitectura, donde el presente y el pasado se entrelazan. ¿Cómo fue el proceso de tomar esta decisión narrativa?
Desde el inicio tuve claro que no quería una narración lineal. La memoria, la violencia y la infancia nunca son lineales: vuelven en fragmentos, en destellos, en heridas que se abren en el presente. Construí la novela como un rompecabezas donde cada pieza del pasado ilumina el presente y viceversa. Fue un proceso lento, con muchas reescrituras, pero necesario: yo también tuve que enfrentar mis propios recuerdos y entender cómo narrar la violencia sin caer en la crónica plana ni en la apología. Fue casi un ejercicio de duelo personal y colectivo.
Esto que dice de la memoria y la violencia me lleva al Gordo, el mejor amigo de Santi, es uno de los personajes más conmovedores. ¿Cómo nace? ¿Está basado en alguien real?
El Gordo nace de la necesidad de darle a Santi un espejo y un ancla emocional. Él representa esa lealtad ingenua de la adolescencia, esa amistad que uno cree eterna. Tiene rasgos de personas que conocí en mi infancia: vecinos, amigos de barrio, incluso familiares. No es alguien en particular, sino una suma de memorias. Lo conmovedor es que, en medio del caos y la violencia, el Gordo es la prueba de que siempre hay ternura y humanidad resistiendo.
Por último, creo que es inevitable no preguntarle cómo ve su novela frente a la literatura actual, ¿cómo logra renovar un tema que parece gastado?
Creo que el tema del narcotráfico no se agota porque sigue mutando y porque aún no hemos entendido del todo sus efectos profundos. Lo que me interesaba no era narrar capos ni carteles, sino lo que ocurre en las vidas pequeñas, en los adolescentes que crecen al margen de esos grandes titulares. Lo renové al incorporar la dimensión íntima y el componente mítico, con Buziraco, porque me interesa narrar cómo la violencia se incrusta en el alma de una ciudad y en la psique de sus habitantes. Ahí aparece el demonio, recordándonos que el mal no solo está en los expedientes judiciales, sino también en la tradición, en el imaginario, en lo que tememos desde hace siglos. Frente a la literatura actual, veo mi novela como un intento de tender puentes: entre lo negro y lo mítico, entre lo local y lo global, entre la crónica y la ficción.
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